Jean Rabe - El amanecer de una nueva Era

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Los dioses se han desvanecido y la magia se ha debilitado hasta casi desaparecer de Krynn. Es la Era de los Mortales, pero también es la Era de los Dragones, más grandes y poderosos que nunca. Arrasan pueblos, esclavizan a sus gentes y se proclaman señores supremos de Ansalon. Goldmoon, miembro del grupo original de los Compañeros, no se da por vencida y busca nuevos héroes que desafíen a los dragones. Un hombre atormentado responde a su llamada, y a él se unen una hermosa kalanesti, un enano apellidado Fireforge, un arrojado marinero de piel negra y su compañera (un semiogro), un lobo rojo y, cómo no, un par de kenders. Todos ellos deben reunirse en Refugio Solitario con un mago llamado Palin Majere.

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El kapak no temía al dragón, aunque todos los draconianos respetaban a los grandes reptiles por sus maravillosas habilidades, pero estaba muy impresionado por el tamaño de Khellendros. En el momento en que el dragón aterrizó, el draconiano corrió hacia él con los brazos alzados ante sí para resguardarse de la lluvia de arena que levantaban las inmensas alas, y empezó a parlotear.

—Habla más despacio —ordenó Khellendros.

—La Reina Oscura —graznó el kapak, cuya voz estaba enronquecida ya que tenía la boca y la garganta secas por estar en los Eriales tanto tiempo—. Mi señora, nuestra señora, Takhisis, quiere que los dragones se agrupen.

Khellendros arqueó el enorme entrecejo en un gesto interrogante.

El kapak frunció los agrietados labios y se esforzó por recordar las órdenes recibidas.

—Aquí —dijo finalmente—, Takhisis quiere que los Dragones Azules se reúnan aquí, en el desierto. También los draconianos, si encuentro alguno. Agruparse todos en el desierto, dijo la Reina Oscura. En el desierto...

—¿Por qué? —lo interrumpió Khellendros, sin dejar que el kapak acabara de hablar.

—Una batalla en el Abismo —replicó, enojado—. Takhisis quiere que los Dragones Azules se agrupen en el desierto. Otros se reúnen en otra parte. Nos llamará al Abismo. Allí habrá una gloriosa batalla.

Khellendros rugió, y el kapak retrocedió unos pasos.

—No tengo tiempo para batallas —espetó el dragón, que hizo una mueca y dejó a la vista los dientes relucientes.

—Pero Takhisis...

Khellendros cerró los ojos, se concentró, y abrió su mente en un esfuerzo por entrar en contacto con la Reina de la Oscuridad a fin de verificar lo que este estúpido draconiano decía. El gran Azul visualizó mentalmente el dragón de cinco cabezas, imagen de la diosa, con tanta claridad como si lo tuviera ante sí, pero no logró establecer contacto con ella. Dedujo que su señora estaba ocupada con asuntos divinos, y que el necio kapak no sabía lo que se decía. ¿Una batalla en el Abismo? Imposible. Si hubiera una contienda, la todopoderosa deidad no precisaría ayuda. Seguramente el calor había hecho enloquecer al simple kapak. Sin embargo, su cuerpo estaba en buenas condiciones. El Dragón Azul observó escrutadoramente al draconiano.

—Takhisis quiere que los Dragones Azules se agrupen en el desierto —repitió la criatura.

El cuerpo del kapak emitía un cierto halo mágico, así como la esencia de dragón. Muy apropiado para una mujer con un corazón de dragón, reflexionó Khellendros. Más apropiado incluso que el cuerpo de un elfo.

—Habrá una batalla en el Abismo —reiteró con un tono monótono el draconiano, sin darse cuenta de que el dragón apenas le prestaba atención—. Takhisis dice que los irdas rompieron la Gema Gris y dejaron libre a Caos. El Padre de Todo está furioso, quiere destruir Krynn. Todo el mundo tiene que luchar contra Caos en el Abismo, dice Takhisis.

La mente de Khellendros era un hervidero de ideas. Los draconianos eran inmunes a las enfermedades humanas. Vivían un millar de años. Kitiara estaría de acuerdo. El gran Dragón Azul sabía que el kapak, como todos los demás draconianos, había sido creado por la Reina de la Oscuridad para que fuera su esbirro y la sirviera como mensajero, espía, asesino o soldado.

De los huevos de los Dragones del Bien había formado los cuerpos estériles de los draconianos y los había insuflado con la esencia de los tanar'ris, unos espíritus perversos del Abismo. Este kapak procedía de un huevo de los Dragones de Bronce y, por ende, su cuerpo era de superior calidad.

Khellendros se fue acercando hasta que el inmenso hocico estuvo a pocos centímetros del kapak. Alargó una de las patas delanteras y su garra se cerró cautelosamente en torno al sorprendido draconiano.

—¿Qué pasa? —exclamó la criatura.

—Te vienes conmigo —contestó Khellendros.

—¿Al Abismo?

—A mi cubil.

—¡Pero... Takhisis, y Caos! ¡No! —Con la última palabra, el kapak escupió en la garra del dragón y empezó a forcejear.

Venenosa y cáustica, la secreción siseó y estalló en burbujas sobre la piel del dragón. Con un bramido, Khellendros soltó al kapak y metió la garra en la arena para aliviar la molesta sensación.

El kapak retrocedió un paso y lo miró fijamente. Cayendo finalmente en la cuenta de que el dragón no iba a seguir sus valiosas instrucciones, giró sobre sí mismo y echó a correr; cuando entrara en contacto con Takhisis mentalmente, le informaría que este insolente Dragón Azul la había desobedecido. Batió las alas atropelladamente y, saltando en el aire, planeó unos cuatro metros antes de aterrizar de nuevo en la arena y volver a saltar sin dejar de aletear furiosamente.

Un retumbo desdeñoso surgió en lo más hondo de Khellendros al ver que el draconiano trataba de volar. Sabía que sólo un tipo de draconianos podía volar realmente: el creado de huevos de Dragones de Plata. Los intentos del kapak resultaban ridículos, lastimosos.

«Pero tú sí podrás volar, Kitiara» pensó el Dragón Azul mientras el retumbo ascendía por su garganta y sus alas se desplegaban. Khellendros se elevó sobre la arena y abrió las fauces, de manera que escupió un rayo que se descargó en el suelo, delante del kapak que huía.

El sobresaltado draconiano giró a la derecha y se impulsó sobre las piernas con más fuerza, lanzando una lluvia de arena tras su regordeta cola.

Otro rayo cayó a pocos metros delante de él, y la arena saltó en todas direcciones al tiempo que el cielo del desierto retumbaba con un trueno. El kapak se estremeció cuando un tercer rayo se descargó justo detrás de él. La criatura se encogió y volvió a virar hacia la derecha, pero al instante lo cubrió la sombra de Khellendros; se frenó en seco, levantó la cabeza, y se encontró mirando el vientre del Dragón Azul.

Khellendros agarró al kapak por una de las correosas alas, se remontó en el cielo, y voló velozmente hacia el norte con su forcejeante presa, que no dejaba de escupir. Sin prestar atención a su cháchara acerca del Abismo, se concentró en el sonido del viento que silbaba alegremente en torno a sus azules alas.

Cuando la noche trajo su refrescante caricia al desierto y las parpadeantes estrellas empezaron a hacerse visibles, Khellendros descendió al pie de una loma algo rocosa. Sólo había una luna en el cielo, una gran esfera pálida. No se parecía a ninguna de las tres lunas que habían girado en torno a Krynn desde la creación del mundo: la roja Lunitari, la blanca Solinari y la negra Nuitari. Pero el dragón sólo pensaba en Kitiara y en el draconiano que llevaba atrapado en sus garras, por lo que no reparó en el pálido astro.

El kapak apenas ofrecía ya resistencia, así que el Dragón Azul lo arrojó sobre la arena y se puso a excavar cerca de una depresión de la loma. Sus largas garras se clavaban en el suelo del desierto y tiraban hacia arriba, arrastrando consigo tierra, arena y piedras. El kapak se acobardó, creyendo que el dragón pensaba enterrarlo vivo. Pero, a medida que la noche avanzaba, el agujero se fue haciendo más y más grande. La luna ascendió en el firmamento, y su luz dejó al descubierto una inmensa caverna.

Poco después, el alba llegaba a los Eriales del Septentrión, pero la sombra arrojada por la loma ocultaba de manera efectiva la entrada del cubil recuperado por el dragón. Khellendros se apresuró a empujar al kapak hacia la boca de la cueva, y lo siguió al interior.

—La Reina Oscura... —empezó a decir el draconiano. Su voz era apenas un susurro y se quebraba con cada palabra, que salían de entre sus labios hinchados por la falta de líquido.

—Te creó —lo interrumpió Khellendros mientras echaba un vistazo en derredor a su hogar. Lo complació comprobar que no se había tocado nada desde su partida, que ningún otro dragón había descubierto la inmensa cueva subterránea ni se había apoderado de ella junto con todas las grandes riquezas que guardaba. Montones de monedas y piedras preciosas emitían débiles destellos con la tenue luz que penetraba por la entrada. Su tesoro, cubierto con una fina capa de arena y polvo, permanecía intacto, y pronto lo compartiría con Kitiara.

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