Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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La kalanesti sintió que el dolor penetraba en su mundo, percibió la sensación de las plantas amenazadas por los caballeros que trataban de arrancar las hierbas de su vientre de tierra. Sentía todo lo que sentían las plantas.

Pero ahora Palin se movía entre los helechos, practicando su propio encantamiento. Feril mantuvo sus sentidos concentrados en las plantas y no prestó atención a las chispas de fuego que salían de las puntas de los dedos del hechicero. Luego sintió una oleada de calor en la espalda y las piernas, la percepción de la sangre. Gilthanas empuñaba la espada de Rig y la sangre de los caballeros salpicaba las plantas. La kalanesti ordenó al sauce que envolviera a los caballeros en sus flexibles ramas para obligarlos a arrojar las armas.

Las plantas respondieron y aceleraron sus movimientos, absorbiendo la fuerza de Feril. Los rosales silvestres retrocedieron y atraparon a un caballero en su espinoso abrazo. Mientras éste luchaba contra la planta, tratando de arrancar los tallos, Gilthanas se acercó y lo mató. Otro caballero consiguió separarse del roble quitándose la cota de malla. Pero Palin lo detuvo disparándole flechas de fuego que atravesaron su pecho y lo mataron.

—Moveos conmigo.

Ahora Feril hablaba en voz más alta, separándose del suelo mientras continuaba dirigiendo a las plantas. A su alrededor, el bosque estaba más vivo que nunca; las ramas y los tallos se movían y atrapaban a sus presas como si fueran serpientes y los sarmientos actuaban como lazos. Señaló un pequeño matorral de frambuesas en la vera del camino, y los bucles de tallos finos se enredaron alrededor de tobillos y pantorrillas y derribaron a los pocos caballeros que aún quedaban en pie. En el suelo los aguardaba el moho para liberar su esencia embriagadora y somnífera.

Unios a mí, dijo el moho a los caballeros, relajándolos y sumiéndolos en un sueño profundo que los hacía más fáciles de eliminar.

Palin y Gilthanas se habían visto obligados a matar a la mitad de los caballeros. Feril apartó sus sentidos de las plantas y se dirigió al camino con paso tambaleante. Respiró hondo varias veces para superar el mareo. El encantamiento la había agotado. Cuatro caballeros estaban atados con ramas a los árboles más grandes. Gilthanas les quitó las botas, las partió en dos con el alfanje y las arrojó entre las malezas. Entretanto, Palin recogía las armas de los hombres.

—Estarán descalzos y sin armas —explicó Palin a la kalanesti—, de modo que, incluso si consiguen liberarse, no representarán ningún peligro. ¿Te encuentras bien?

Feril asintió y sonrió.

—Sí; sólo estoy un poco cansada. Vayamos a ver cómo le ha ido a tu hijo.

Cuando Feril, Palin y Gilthanas llegaron al claro, Ulin ya había desatado a la mayoría de los prisioneros. Gilthanas distribuyó rápidamente las armas de los caballeros entre los recién liberados. Ulin recogió su bastón y saludó con un gesto a Palin, que inspeccionaba los restos calcinados de los dos caballeros.

—Larguémonos —dijo Gilthanas con voz apremiante señalando el camino de Witdel—. Deberíamos marcharnos antes de que lleguen más caballeros.

—Algo va mal —dijo Feril. La elfa se movía en círculos, estudiando los árboles que rodeaban el campamento, olfateando el aire y aguzando el oído—. Hay...

—¿Más caballeros? ¿Refuerzos? —preguntó una voz sensual.

Una mujer gruesa, vestida con una túnica gris, entró en el claro. La flanqueaban varios Caballeros de Takhisis con las armas preparadas. Otras dos docenas de caballeros rodeaban el antiguo campamento. Al ver que Palin y Gilthanas empuñaban sus armas, la rechoncha hechicera los atajó con una seña.

—Al menor movimiento, estos hombres dispararán sus flechas.

—Arrojad las armas —dijo un caballero.

Era evidente que estaba al mando, pues lucía la insignia de subcomandante en el hombro.

Tras mirar mejor a Palin, la hechicera se dirigió al oficial al mando.

—Subcomandante Gistere —dijo—, estamos ante un hombre muy importante: Palin Majere.

Aunque su semblante no delató emoción alguna, Gistere clavó los ojos en Palin.

—Arrojad las espadas. Y tú deja ese bastón —añadió dirigiéndose a Ulin—. Poned las manos donde yo pueda verlas. —El oficial escrutó a los hechiceros—. ¡Las armas! —bramó.

Ulin arrojó el bastón, y los prisioneros que estaban a su espalda lo imitaron a regañadientes. Palin alzó las manos con lentitud, sin desviar la vista de los caballeros. Sabía que había otros a su espalda y buscaba desesperadamente con la mente el encantamiento más adecuado. No podía vencerlos a todos con un hechizo sin herir también a sus amigos y a los prisioneros.

Feril frunció los labios y dejó caer los brazos a los lados.

—¿Cómo supisteis que estábamos aquí? —preguntó con voz cargada de furia—. ¿Y cómo habéis podido sorprendernos de esta manera?

La hechicera de la Orden de la Espina dio un paso hacia ella.

—Hay encantamientos capaces de hacer que los pasos sean tan silenciosos como una débil brisa, mi querida Elfa Salvaje —dijo la mujer—. Un encantamiento que amortigua el ruido de las armaduras. Veníamos al encuentro de los hombres que vigilaban a estos prisioneros y, afortunadamente, percibí que algo iba mal. ¿Los habéis matado a todos?

—¡Basta! —espetó el subcomandante Gistere a la hechicera—. No tenemos tiempo para estas cosas. Eh, tú, te he dicho que arrojaras el arma. —Señalaba a Gilthanas, que blandía el alfanje de Rig—. Si no lo haces, mis hombres dispararán sus flechas contra los prisioneros, ¿entendido? Les ordenaré matar a hombres y mujeres sin armas. Su sangre pesará sobre tu conciencia. No te haré ninguna advertencia más.

—¡No lo hagas! —exclamó una voz desconocida.

Feril abrió los ojos como platos al ver al hombre que entraba en el claro. Estaba desnudo, cubierto sólo por una capa de los Caballeros de Takhisis que sin duda había robado a alguno de los hombres caídos en el camino. No había hecho el menor ruido precisamente porque no llevaba botas ni armadura. Con el cabello y la barba enmarañados, parecía un salvaje.

—¿Dhamon? — preguntó Feril con un hilo de voz. Los latidos de su corazón se aceleraron.

—¿Dhamon? —coreó Palin sin poder creer en sus ojos.

—Bien, un tonto más que se unirá al resto —se mofó el subcomandante Gistere—. Un tonto que morirá muy pronto si no arroja el arma.

A una seña suya, uno de los arqueros apuntó al pecho de Dhamon.

Gilthanas paseó la vista con incredulidad entre Dhamon Fierolobo y el Caballero de Takhisis. Sin soltar el mango de su alabarda, Dhamon se interpuso entre Feril y los caballeros. Un segundo arquero apuntó al hombre de aspecto salvaje.

—Dhamon —susurró la kalanesti cuando éste pasó a su lado.

—En el pasado, los Caballeros de Takhisis eran hombres nobles —dijo Dhamon—. Hace un tiempo jamás habrían amenazado a personas indefensas ni usado armas de distancia contra enemigos que no tenían la misma ventaja. Sólo se enzarzaban en peleas justas. —Miró a Gistere y enarcó una ceja al ver la escama roja en el emblema del lirio—. Pero eso fue antes de que decidieran someterse a los señores supremos y servir a los dragones en lugar de servir a los hombres —añadió señalando con la mano libre a los prisioneros para dar énfasis a sus palabras—. Para ellos sería mejor morir de inmediato que sufrir los tormentos que sin duda les tenéis reservados.

Gistere entornó los ojos y comenzó a alzar una mano para dar orden de disparar a los arqueros. Pero súbitamente sus ojos se desorbitaron y se quedó paralizado. Percibió la presencia de la Roja en su cabeza y sintió un hormigueo en el punto de su pecho donde estaba incrustada la escama.

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