Varias décadas antes debía encontrarse con su amada cerca de la Tumba de Huma, en Ergoth del Sur, y ahora creía que no acudir a la cita había sido el mayor error de su vida.
En las afueras de la ciudad, Palin detuvo a sus guías.
—¿Es por este camino?
La mujer delgada asintió.
—A unos tres kilómetros de aquí. El campamento está en un claro junto al camino. No tardamos mucho en llegar de allí al muelle, a pesar de que era de noche. Seguidnos.
—Creo que podemos continuar solos —dijo Palin.
La mujer iba a protestar, pero cambió de idea cuando el joven pelirrojo le tiró del brazo.
—Os esperaremos aquí —repuso ella.
Feril adelantó a Palin y se acuclilló al borde del estrecho sendero de tierra que conducía al sudeste.
—Los caballeros van y vienen por este camino.
Señaló unas ramitas rotas y unas hojas de helecho aplastadas y siguió con los dedos el contorno de unas huellas de botas.
—¿Cómo sabes que esas huellas son de los Caballeros de Takhisis? —preguntó Ulin.
—Porque son profundas y relativamente uniformes, como las que hubieran dejado personas con armadura; es decir, soldados. Estas otras seguramente son de los prisioneros que llevaron al muelle. —Feril miró a Palin—. Voy a explorar el camino.
La kalanesti recorrió una docena de metros por delante de los hechiceros. Estaba en su elemento, con sus aguzados sentidos concentrados en las plantas y el suelo, buscando el rastro de los caballeros. Cuando oyó voces, se agachó y comenzó a andar a gatas hasta que vio un campamento en un claro. Entonces se ocultó detrás de un arbusto grande, apartó las hojas y observó cómo un caballero arrastraba a un alce hacia el claro. El animal tenía una flecha clavada en el pecho. El caballero dejó el alce junto al fuego que estaba avivando uno de sus compañeros y se puso a desollarlo y a cortarlo.
Detrás de la pareja, otros dos caballeros vigilaban a un grupo de personas atadas entre sí por las muñecas y los tobillos. Feril contó diez caballeros y cuarenta y tres prisioneros. Tras observar la escena durante unos minutos, regresó junto a los hechiceros y les contó lo que había visto.
—No me gusta —dijo Ulin.
—Rig diría que son pocos para nosotros —protestó Feril.
—No es que no crea que podemos vencerlos —se apresuró a explicar el más joven de los Majere—, pero temo que algunos prisioneros resulten heridos en la lucha. Sin embargo, tengo una idea.
Un Caballero de Takhisis se internó en el campamento con paso tambaleante. Tenía el peto de la armadura cubierto de sangre y la cara sucia de polvo. Había perdido sus armas y su escudo y el yelmo colgaba de su mano. El resto de los caballeros se pusieron de pie en el acto, desenvainaron sus espadas como un solo hombre y miraron detrás del herido. El caballero que desollaba al alce corrió en auxilio de su compañero. Pero el herido dio un paso atrás, rehusando su ayuda, y señaló hacia el camino que conducía a Witdel.
—¡Deprisa! —gimió—, ¡el barco! —Cayó de rodillas y se cogió el pecho—. Lo han atacado y han liberado a los prisioneros. Tenéis que daros prisa. Los atacantes vienen hacia aquí. Tienen armas y...
Jadeó y cayó de bruces a pocos centímetros del fuego. Su yelmo rodó en el suelo.
El oficial al mando ordenó formar filas.
—Los emboscaremos en el camino —gritó—. ¡Moveos!
Hizo una seña a dos caballeros para que se quedaran vigilando a los prisioneros y encabezó la partida hacia Witdel a paso rápido.
—¿Está muerto? —preguntó uno de los guardias una vez que el resto de los caballeros se hubieron alejado. Dirigió una mirada compasiva y curiosa al caído—. ¿Sabes quién es?
—No lo había visto antes. Debe de venir del barco —respondió el otro. Dio unos pasos en dirección al caído y miró por encima del hombro hacia los prisioneros—. Respira, aunque con dificultad, y, a juzgar por toda esa sangre, morirá pronto. Tendremos que enterrarlo antes del amanecer.
—Quizá podamos hacer algo por él.
—¿No has oído al oficial? —preguntó el segundo caballero—. Ha ordenado que vigiláramos a los prisioneros.
El caballero herido levantó un poco la cabeza, mirando al fuego situado a pocos centímetros de distancia. Podía sentir su calor en la piel. El olor al alce parcialmente destripado era insoportable. La hoguera se avivó ante sus ojos y las llamas se agitaron, no movidas por el viento, sino por la mente del caballero caído. Ordenó al fuego que se elevara y que consumiera la leña como si fuera una bestia hambrienta.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —gritó uno de los caballeros.
La sangre y las heridas del caído se habían esfumado. El caballero se incorporó y comenzó a quitarse la armadura negra. Era un hombre alto, con una melena rojiza hasta los hombros, y vestía una sencilla túnica. Una vez en pie, cogió el yelmo, que por arte de magia se convirtió en una maza.
—¡Hechicería! —bramó el otro caballero—. ¡Quédate con los prisioneros! ¡Nos han engañado!
Desenvainó su espada y corrió hacia Ulin, que se había colocado detrás del fuego.
Ulin hizo un ademán y arrojó una chispa hacia la cota del caballero. Éste se detuvo un instante para apagar la llama, y Ulin aprovechó la ocasión para apartarse más y rodear al campamento en una gran bola de fuego que pronto envolvió a los dos caballeros.
Los prisioneros dieron un respingo y se alejaron tanto como sus ataduras les permitieron. Las llamas estaban peligrosamente cerca de ellos, pero Ulin ordenó la retirada del fuego, que se consumió hasta que sólo quedaron unas pocas brasas.
—Tranquilos —dijo—. Todo irá bien. Mis amigos y yo os acompañaremos a la ciudad. —Se acercó y advirtió que la mayoría lo miraban con recelo. Entonces recurrió a otra táctica para tranquilizarlos:— Mi padre es Palin Majere. Está cerca de aquí, ocupándose de los demás caballeros.
Estas palabras cumplieron su cometido, y Ulin comenzó a desatar a los prisioneros.
Feril estaba tendida boca abajo, entre los helechos que bordeaban el camino. La elfa respiró hondo, aspirando el embriagador aroma de la tierra. Estiró los dedos y tocó las hojas, delicadas y fuertes al mismo tiempo. Cerró los ojos y se representó mentalmente los helechos.
—Uníos a mí —murmuró con un tono similar al rumor del viento entre las hojas—. Sentid lo que yo siento. —La kalanesti flexionó varias veces los dedos y sacudió la cabeza. Los helechos imitaron sus movimientos, y ella sintió la energía que ascendía desde las raíces y corría por los tallos. Sintió el sol en su espalda y tuvo la impresión de que absorbía su fuerza—. Uníos a mí —repitió.
Un sonido se filtró en su mundo. Era Gilthanas.
—Los caballeros se acercan —dijo.
Feril oyó el rumor de las hojas que se separaban. Palin estaba de rodillas junto a ella. Luego oyó otros sonidos, rápidos e intensos: botas de cuero corriendo sobre la tierra. Volvió a concentrarse en los helechos.
—Uníos a mí —musitó.
Luego su visión retrocedió y vio el arbusto que estaba junto a los helechos, las hojas como velos del sauce situado a pocos palmos de distancia. Vio las altas hierbas, el musgo, los numerosos rosales silvestres.
El sonido de las botas se acercó, y las plantas comenzaron a moverse al ritmo de los dedos de la elfa. Las ramas del roble que se alzaba sobre su cabeza, el velo del sauce, los helechos; todos se balanceaban, se estiraban, se contorsionaban. El roble rugió e inclinó una rama que atenazó como si fuera un lazo el cuello del primer caballero de la fila. El velo del sauce envolvió a otros dos, sujetándolos con tanta fuerza como una telaraña a unos insectos indefensos.
Feril apretó los puños, y las altas hierbas golpearon como látigos los tobillos de los caballeros, y derribaron a todos aquellos que no estaban junto a los árboles. Los rosales silvestres rodearon las pantorrillas de los caballeros, y los helechos maniataron a los enemigos que cayeron al suelo.
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