Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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Este ser me intriga, silbó Malys. Me convendría tener a mi servicio a alguien con el valor suficiente para enfrentarse a tantos hombres. Lo quiero vivo e ileso. Mata a los demás para darle una lección.

El subcomandante Gistere tragó saliva e hizo una seña a los arqueros, señalando diferentes objetivos: Palin Majere, Gilthanas, Ulin, Feril y el más corpulento de los prisioneros. En ese momento, Dhamon arremetió contra él. Gilthanas se unió al ataque mientras el hechicero comenzaba a pronunciar un encantamiento.

Feril, aturdida por el inesperado regreso de Dhamon, recuperó rápidamente la compostura. Más tarde habría tiempo para explicaciones... siempre y cuando sobrevivieran. Rebuscó en su saquito y sacó una concha marina. A su espalda, Ulin musitaba las palabras de otro encantamiento.

En el mismo momento de la llegada de Dhamon, Palin se había decidido por un hechizo. El regreso del antiguo Caballero de Takhisis lo había turbado y tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse y no equivocar las palabras del encantamiento. Mientras recitaba las palabras arcanas, una flecha pasó a su lado y se clavó en la garganta de un prisionero. Oyó el zumbido de otra flecha e inmediatamente después un gemido de Ulin a su espalda.

—¿Hijo? —susurró Palin al tiempo que concluía el hechizo y el aire se llenaba de pequeños fragmentos de oro, plata, rubíes, esmeraldas y jacintos.

La luz mortecina del sol tocó estos fragmentos, que comenzaron a girar y a reflejar un deslumbrante caleidoscopio de colores. Algunos de los caballeros arrojaron las armas para cubrirse los ojos, pero era demasiado tarde: el hechizo de Palin los había enceguecido, y también a la mayoría de los prisioneros.

El hechicero miró por encima de su hombro. Ulin estaba tendido boca abajo, junto a las brasas, y tenía una flecha clavada en la espalda.

—¡Ulin!

Gilthanas corrió hacia su objetivo, la hechicera de la Espina, pero un caballero con una espada de empuñadura larga le cerró el paso. El elfo se hizo a un lado justo a tiempo para escapar al golpe del arma, que atravesó el aire quieto con un ruido silbante.

Dhamon, que estaba junto al qualinesti, trazaba movimientos amplios y oscilantes con la alabarda. Acostumbrado a pelear con espadas, aún no se había familiarizado con su nueva arma. Sin embargo, aunque al principio parecía ingobernable, pronto comenzó a hacer cosas inverosímiles.

Al chocar con la espada de un caballero, la alabarda adquirió un suave resplandor azul y partió la hoja en dos. Luego continuó el movimiento en arco y atravesó la armadura negra del caballero como si fuera de tela. Con la misma facilidad se hundió en la carne que había debajo, y la erupción de sangre cubrió el pecho y la cara de Dhamon. El Caballero de Takhisis murió antes de llegar al suelo.

Dhamon dio media vuelta, parpadeando para aclararse la vista, y se encontró frente a frente con un par de caballeros. Sujetó con firmeza el mango de la alabarda y alzó ésta a la altura de su cintura. Una vez más, la hoja atravesó armas y armaduras, y pronto hubo dos caballeros menos.

El subcomandante Gistere vio que sus arqueros apuntaban a Dhamon y gritó gara que cambiaran de objetivo:

—¡A Palin Majere! ¡Este es mío!

Dhamon derribó a tres caballeros más en el tiempo que Gistere demoró en dar un paso al frente y colocarse en posición de defensa, con la larga espada en una mano y un escudo en la otra.

Dhamon giró en redondo, derribando a otros dos caballeros. Aunque estaba prácticamente cubierto de sangre, no era la suya. Por fin miró al subcomandante y le gritó:

—¡Ordena a tus hombres que paren! No es necesario que derramemos más sangre.

Gistere negó con la cabeza y alzó la espada. Si pudiera infligir a ese hombre una herida pequeña para obligarlo a arrojar el arma...

Lo quiero vivo, le recordó Malystryx en su mente. Y también quiero su arma.

Entretanto, la hechicera se acuclilló detrás de un caballero para protegerse de Gilthanas y señaló con un dedo de uña muy larga al qualinesti, que se demoraba en llegar a su lado porque una flecha lo había alcanzado en el hombro. La mujer rió del dolor del elfo y pronunció una sucesión de palabras indescifrables para quienes la rodeaban.

Pero Gilthanas sabía lo que decía. Aunque él solía fiarse más de la espada que de los maleficios, él también conocía la magia. El elfo apretó los dientes, avanzó con el alfanje y aguardó lo inevitable. Un haz de luz entre anaranjada y rojiza salió del dedo de la hechicera en dirección al pecho del elfo. Gilthanas estaba preparado, de modo que resistió mejor el electrizante dolor. Continuó avanzando y esta vez consiguió derribar al caballero que protegía a la mujer. El alfanje del elfo se hundió en el vientre del hombre, que se desplomó en el acto.

El mágico haz de luz continuó brotando del dedo de la hechicera mientras Gilthanas extraía su arma del cuerpo del caído con considerable esfuerzo. El elfo dirigió una mirada fulminante a la mujer de túnica gris y cayó de rodillas; un dolor insoportable le paralizaba las extremidades. Gilthanas trató de levantar el arma, y soltó una maldición cuando lo atravesó otro rayo. Sus dedos temblaban de manera incontrolable, y el alfanje cayó de sus manos.

—Muere, qualinesti —ordenó la hechicera. Gilthanas hizo un gran esfuerzo para no gritar, y cayó de bruces, temblando de pies a cabeza—. ¡Muere, elfo!

—¡No! —gritó Feril.

La kalanesti había terminado de pronunciar su encantamiento y arrojó la concha de mar a la hechicera. La concha se detuvo en el aire, encima de la cabeza de la mujer, y un instante después el aire que la rodeaba se llenó de un resplandor verde azulado. Perlas de agua cayeron sobre su túnica gris y se extendieron sobre su cara como una capa de sudor.

La hechicera dio un respingo y se llevó las manos al pecho, abandonando el hechizo que atormentaba a Gilthanas. Más agua de mar cubrió su piel y su ropa. La mujer gimió y cayó al suelo, soltando espuma por la boca y por su ancha nariz. Hasta Gilthanas se sorprendió de este inusitado truco mágico. Feril había convertido el aire que rodeaba a la hechicera en agua de mar, y ésta había ahogado a su adversaria.

El qualinesti se incorporó con dificultad y se arrancó la flecha del hombro.

—Gracias —dijo a Feril mientras recogía su alfanje y miraba alrededor.

Le dolía el hombro y su brazo comenzaba a entumecerse, pero apartó el dolor de su mente. Feril ya invitaba a los árboles y las plantas de la zona a unirse a la lucha, y las ramas avanzaban como serpientes para amarrar a los caballeros.

Cuando uno de ellos corrió a examinar a la hechicera caída, Gilthanas fue a su encuentro. Sus espadas chocaron y ambos retrocedieron para levantarlas. El qualinesti se arrojó al suelo, rodó hacia adelante bajo el arco del arma de su contrincante y le clavó el alfanje de Rig en el abdomen.

Gilthanas oyó exclamaciones de asombro a su espalda. Las plantas de Feril habían enredado a varios caballeros, que estaban aterrorizados por lo que ocurría. El elfo se lanzó sobre otro caballero. Por el rabillo del ojo vio cómo Dhamon mataba a otros dos hombres y luego se detenía a arrancar las flechas de sus piernas. El suelo estaba bañado de sangre, y el luchador de aspecto salvaje tenía que andar con cuidado para no tropezar con los cadáveres.

Palin Majere dejó escapar un suspiro de alivio al ver que Ulin había conseguido sentarse. El hechicero volvió a centrar su atención en las luces titilantes que aún llenaban el aire de la mitad del claro. Se concentró y aumentó el poder del hechizo. Los fragmentos de piedras preciosas y los trocitos de oro y plata brillaron con más fuerza —como las chispas de una hoguera— y se arremolinaron en torno a los caballeros, quemando las caras y las manos de aquellos que no estaban atrapados entre el follaje.

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