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Simon Hawke: El Nómada

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Simon Hawke El Nómada

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Empuñando a , la legendaria espada de los reyes elfos, Sorak se ha abierto paso a través de las inhóspitas tierras de Athas. Ahora, junto con su compañera villichi, Ryana, se acerca al objetivo de su misión: un avangion a punto de nacer, que guarda el secreto del pasado de Sorak y la promesa del futuro de Athas. Pero Sorak no es el único que busca al Sabio; el rey-hechicero de Nibenay está decidido a destruir al avangion antes de que se haya formado por completo... y aunque todavía no ha conseguido localizarlo, sabe que Sorak puede y conducirle directamente hasta él.

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Simon Hawke

El Nómada

A Brian Thomsen

Agradecimientos

Con toda mi gratitud a Rob King, Troy Denning, Robert M. Powers, Sandra West, Jennifer Roberson, Deb Lovell, Bruce y Peggy Wiley, Emily Tuzson, Adele Leone, al equipo de Arizona Honda y a mis alumnos, que me mantienen en forma y me enseñan tanto como yo, a ellos.

Prólogo

La pesada puerta de madera en forma de arco se abrió por sí sola con un chirrido sonoro y prolongado de sus vetustas bisagras. Veela tragó saliva con fuerza y aspiró profundamente para calmar los nervios. La larga ascensión por la escalera de la torre le había quitado el resuello, y ahora el fétido hedor que surgía de la entrada la estaba mareando. Con las rodillas trémulas por el agotamiento y el temor, extendió el brazo para apoyarse en la jamba de la puerta, al tiempo que intentaba contener las ganas de vomitar. Las palpables emanaciones de malévolo poder que brotaban del interior de la habitación resultaban especialmente abrumadoras. Las había sentido durante toda la larga ascensión por la pétrea escalera de caracol, y había sido como nadar contra una corriente poderosa y opresiva.

—Adelante —dijo una voz sepulcral desde el interior.

La templaria se detuvo indecisa en la entrada de la oscura sala circular, contemplando con recelo la grotesca figura que se alzaba ante ella. El ser se encontraba delante de una de las ventanas de la torre, observando la ciudad mientras el oscuro sol se hundía despacio en el horizonte y las sombras se alargaban.

—Acércate más, para que pueda verte —indicó el dragón.

—Como deseéis, mi señor —respondió ella tragando saliva y llena de aprensión.

Vacilante, se aproximó a la criatura, que se volvió y le lanzó una gélida mirada con sus inmutables ojos amarillos.

—Recuérdamelo una vez más —dijo el dragón—. ¿Cuál de ellas eres tú?

—Veela, mi señor.

—Ah, sí; ahora te recuerdo. —El comentario surgió categórico, sin emoción. Era posible que la reconociera realmente, y también que volviera a olvidarla en cuanto ella abandonara su presencia.

A Veela le costaba creer que la espantosa criatura ante la que se encontraba ahora hubiera sido en una ocasión su esposo. Todavía lo era, pero no quedaba ni rastro del hombre que conoció entonces. Recordaba lo honrada que se había sentido al ser escogida esposa del Rey Espectro de Nibenay. También sus padres se habían enorgullecido; su hija iba a ser una reina. En realidad, sin embargo, las muchas esposas de Nibenay eran templarias, no reinas. Al entrar al servicio del soberano, se las educaba para su nuevo papel en la sociedad de la ciudad, llamada como su monarca, y se las preparaba con toda rigurosidad para asumir sus deberes oficiales como factótums de Nibenay y portadoras de su poder.

Para Veela, aquello significaba abandonar el cuchitril que había compartido con su familia y trasladarse al palacio en medio de un lujo inimaginable junto con las demás templarias, que eran todas esposas de Nibenay. Suponía dejar de andar descalza sobre un suelo de tierra batida, disponer de un séquito de sirvientes que le lavarían los pies y el cuerpo diariamente, y deambular calzada con suaves sandalias de piel sobre delicados suelos de mosaico. Le afeitarían los sucios cabellos y ya no se cubriría con harapos, sino con vaporosas túnicas blancas, bordadas en oro y plata, que podría cambiarse a diario. Aprendería a leer y a escribir, y le enseñarían a aplicar las leyes de la ciudad; pero lo que era más importante, la iniciarían en las artes mágicas y ejercería el poder del Rey Espectro.

Nunca había averiguado cómo fue seleccionada. Nibenay poseía magia, y se decía que podía verlo todo. A lo mejor la había visto en un cristal mágico mientras se disponía a ir a dormir, y la joven le había gustado; quizás una de sus otras esposas se había fijado en ella cuando realizaba algún recado en la ciudad y la había escogido para formar parte del harén. Jamás se lo habían dicho, y ella no había tardado en aprender a no preguntar; a las esposas se les decía sólo aquello que debían conocer. «Aún no sabes lo suficiente para hacer preguntas», le comunicaron las templarias superiores, que la habían educado. «Y cuando sepas lo suficiente, no tendrás que preguntar.»

Sólo tenía doce años cuando fue a vivir al palacio, y la ceremonia de la boda se celebró al día siguiente. Le afeitaron los cabellos, la lavaron y bañaron con aceites perfumados, la vistieron con una sencilla túnica blanca y le colocaron una pequeña diadema de oro alrededor de la cabeza. Después, la condujeron hasta una enorme sala central del edificio, donde se encontraba el trono del monarca. Todas las esposas del soberano estaban presentes, ataviadas con sus túnicas blancas y alineadas a ambos lados de la estancia. Entre ellas se podía encontrar desde jovencitas de rostros tiernos a ancianas de facciones arrugadas.

Veela había sentido una sensación de creciente nerviosismo y ansiedad. Nunca antes había visto al Rey Espectro..., ni tampoco, como descubrió, iba a verlo en el día de su boda. El trono permaneció vacío mientras la templaria superior celebraba la solemne ceremonia matrimonial. Fue breve e incorporó los juramentos que debía realizar como templaria del Rey Espectro. Al finalizar, cada una de las esposas se acercó y la besó levemente en ambas mejillas. Se había casado, y el monarca ni siquiera había estado presente en su propia boda.

Tuvieron que transcurrir cinco años más antes de que pudiera verlo, cinco años durante los cuales completó su preparación como templaria. La noche de su entrada oficial en las filas templarias, el rey-hechicero la había hecho llamar. Una vez más la bañaron y perfumaron con aceites y fragancias, y en esta ocasión se eliminó todo el pelo de su cuerpo. Luego la condujeron a la alcoba del Rey Espectro.

No había sabido qué esperar. Tras vivir en el palacio durante cinco años, nunca lo había visto ni de refilón, ni había podido hablar sobre él con ninguna de las otras esposas. Su nombre no se mencionaba jamás, excepto en edictos oficiales. Cuando la introdujeron en el dormitorio, lo encontró esperándola, y permaneció un buen rato con la mirada baja después de que los sirvientes hubieran salido; por fin, se arriesgó a alzar los ojos. Él permanecía allí, inmóvil, contemplándola.

Era un hombre alto, que superaba con creces el metro noventa de estatura, y demacrado, de facciones profundamente hundidas. Era calvo por completo y tenía la nariz ganchuda como la de un ave de rapiña. El cuello y los brazos se mostraban extraordinariamente largos y delgados, y los dedos eran como garras. La frente resultaba tan pronunciada que parecía un saliente sobre los ojos, que poseían un extraño y luminoso tono dorado. El rey no dijo nada; se limitó a extender hacia ella una mano que recordaba una zarpa. Un veloz gesto de los esqueléticos dedos y la túnica de la joven cayó al suelo, dejándola desnuda; acto seguido, le hizo una seña para que se metiera en la cama.

Fuera lo que fuera lo que pudiera haber esperado, no se pareció en nada a lo que la imaginación había inventado. La habitación se oscureció de improviso —quedó tan oscura que ni siquiera podía verse la mano si se la acercaba al rostro—, y notó cómo él se introducía en el enorme lecho y luego cómo su cuerpo parecía deslizarse encima de ella. No hubo besos, ni caricias, ni se intercambiaron palabras tiernas. Finalizó prácticamente después de empezar. La tomó y lanzó un gruñido satisfecho, aunque si fue de complacencia por la realización del acto o por la confirmación de su virginidad, ella no lo supo nunca; casi de inmediato, los braseros llamearon con fuerza, inundando de luz la estancia, y él desapareció. Y no volvió a verlo durante otros diez años.

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