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Simon Hawke: El Nómada

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Simon Hawke El Nómada

El Nómada: краткое содержание, описание и аннотация

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Empuñando a , la legendaria espada de los reyes elfos, Sorak se ha abierto paso a través de las inhóspitas tierras de Athas. Ahora, junto con su compañera villichi, Ryana, se acerca al objetivo de su misión: un avangion a punto de nacer, que guarda el secreto del pasado de Sorak y la promesa del futuro de Athas. Pero Sorak no es el único que busca al Sabio; el rey-hechicero de Nibenay está decidido a destruir al avangion antes de que se haya formado por completo... y aunque todavía no ha conseguido localizarlo, sabe que Sorak puede y conducirle directamente hasta él.

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—Como gustes —respondió el monarca—. Ya no significan nada para mí.

—Muy bien, pues. Consideradlo hecho —afirmó Valsavis volviéndose para marchar.

—Espera —ordenó el Rey Espectro—. No he dicho que puedas irte.

—¿Hay alguna cosa más, mi señor?

—Toma esto —dijo Nibenay, tendiéndole con sus afiladas zarpas un anillo de oro y con forma de ojo cerrado—. Mediante este anillo, controlaré tus progresos. Y, si necesitaras mi ayuda, puedes ponerte en contacto conmigo por medio de él.

Valsavis tomó el anillo y se lo puso.

—¿Es eso todo, mi señor?

—Sí; puedes marchar ahora.

El corpulento mercenario se volvió para salir.

—No me falles, Valsavis —dijo el Rey Espectro.

El hombre se detuvo y giró la cabeza por encima del hombro.

—Yo nunca fallo, mi señor.

—¡Sorak, deténte! ¡Por favor! Tengo que descansar —suplicó Ryana.

—Nos detendremos a descansar al amanecer —respondió él sin dejar de andar.

—Yo carezco de tu constitución de elfling —replicó ella cansada—. Soy una simple humana, y aunque villichi, mi resistencia física tiene un límite.

—Muy bien —cedió él—. Nos detendremos. Pero sólo durante unos instantes; luego, debemos seguir adelante.

La muchacha, agradecida, se dejó caer de rodillas y tomó el odre que llevaba colgado al hombro para beber.

—No malgastes el agua —advirtió el joven al ver que tomaba varios tragos largos—. No hay forma de saber cuándo encontraremos más.

—¿Por qué ha de preocuparnos el que nos quedemos sin agua —inquirió ella mirándolo con expresión perpleja– si podemos cavar un agujero y utilizar un conjuro druídico para que brote del suelo?

—Desde luego, debes de estar muy cansada —respondió Sorak—. ¿Has olvidado sobre qué superficie andamos? Todo esto es sal. Y el agua salada no saciará tu sed; la empeorará.

—¡Oh! —dijo ella con una sonrisa forzada—. Claro. Qué atolondrada soy. —Con expresión lastimera, volvió a colgarse el odre al hombro. Sus ojos se clavaron en la lejanía que se extendía ante ellos, donde las oscuras moles de las Montañas Mekillot se recortaban contra el cielo nocturno—. No parecen estar más cerca que ayer —observó.

—Deberíamos llegar a ellas dentro de otros tres o cuatro días como mucho —repuso Sorak—. Es decir, si no nos detenemos para descansar muy a menudo.

La joven aspiró con fuerza y expulsó el aire por medio de un prolongado y cansado suspiro mientras volvía a ponerse en pie.

—Te has salido con la tuya —anunció—. Estoy lista para seguir.

—Amanecerá en una o dos horas —dijo Sorak mirando el cielo—. Entonces, nos detendremos para dormir.

—Y asarnos —apuntó ella cuando volvieron a iniciar la marcha—. Incluso de noche, esta sal sigue estando caliente bajo mis pies; la siento a través de mis mocasines. Absorbe el calor del día como una roca colocada en una hoguera. ¡Me parece que nunca más volveré a sazonar la verdura con sal!

Llevaban cinco días de viaje por las Llanuras de Marfil, avanzando sólo de noche porque durante el día el abrasador sol oscuro de Athas convertía la llanura en un horno de un calor insoportable, y sus rayos, al reflejarse sobre los cristales de sal, cegaban. Descansaban, pues, en las horas diurnas, tumbados sobre la sal y cubiertos por sus capas, sin temer demasiado a las criaturas de presa que recorrían el extenso páramo athasiano, ya que ni siquiera las formas de vida más resistentes del desierto se aventuraban por las Llanuras de Marfil. Allí no crecía ni vivía nada. Hasta donde alcanzaba la vista, desde las Montañas Barrera, en el norte, hasta las Montañas Mekillot, en el sur, y desde el estuario de la Lengua Bífida, en el oeste, hasta el inmenso Mar de Cieno, en el este, no había nada excepto una llanura plana de cristales de sal, que centelleaban con una luminiscencia espectral bajo la luz de la luna.

«Quizá —se dijo Sorak– la estoy presionando demasiado.» Cruzar las Llanuras de Marfil no era tarea fácil, y para la mayoría de humanos corrientes podría muy bien significar la muerte; pero Ryana era una villichi, fuerte y bien adiestrada en las artes de la supervivencia. No se parecía, ni por asomo, a una humana vulgar. Por otra parte, sin embargo, él no era en absoluto humano y poseía la mayor fuerza y resistencia física de sus dos razas; no resultaba justo esperar que ella mantuviera el ritmo que él marcaba. De todos modos, se trataba de un viaje peligroso, y estaba ansioso por dejar atrás aquella travesía. No obstante, había aun otros peligros aguardándolos cuando por fin llegaran a las montañas.

Los bandidos de Nibenay tenían el campamento base en algún punto cerca de las montañas, y Sorak sabía que no sentían el menor aprecio por él. No sólo había hecho fracasar su conspiración para tender una emboscada a una caravana comercial procedente de Tyr, sino que había acabado con uno de sus cabecillas. Si se tropezaban con los bandoleros, las cosas no les serían nada fáciles.

Para llegar al punto de destino, la población de Paraje Salado, debían cruzar las montañas; ya en sí misma, una tarea difícil. Una vez que alcanzaran el poblado, tendrían otros espinosos asuntos que resolver. El Sabio los había enviado allí en busca de un druida llamado el Silencioso, que debía conducirlos a la ciudad de Bodach, donde habrían de buscar un antiguo artilugio conocido como el Peto de Argentum. Sin embargo, ni siquiera sabían qué aspecto tenía el druida, ni tampoco, en cuanto a eso, cómo era el llamado Peto de Argentum, y Bodach era el peor lugar del mundo para buscar cualquier cosa.

Según una leyenda, en Bodach estaba oculto un gran tesoro, pero pocos de los aventureros que habían ido tras su rastro consiguieron regresar. Situada en el extremo de una península que penetraba en una de las grandes cuencas interiores de cieno, Bodach era una ciudad de no muertos. Poderoso dominio de los antiguos en tiempos pasados, sus antaño magníficas torres podían divisarse desde una gran distancia, y ocupaba muchos kilómetros cuadrados de la península. Encontrar una reliquia en una ciudad enorme y en ruinas resultaba de por sí una tarea atemorizadora; pero, además, en cuanto el sol se ponía, miles de no muertos se deslizaban fuera de sus guaridas y empezaban a merodear por las calles de la vieja ciudad. En consecuencia, muy pocos se sentían tentados de ir en busca de las riquezas de Bodach; el tesoro más grande del mundo de nada servía, si no se conseguía salvar la vida para gastarlo.

A Sorak no le importaban los tesoros. Lo que él deseaba, no se podía comprar ni con la mayor de las fortunas, porque lo que buscaba era la verdad. Desde la infancia había querido saber quiénes eran sus padres y qué había sido de ellos. ¿Seguían vivos aún? ¿Cómo pudo suceder que un halfling se apareara con un elfo? ¿Se habían conocido y por algún motivo, en contra de todas las probabilidades, se habían enamorado? ¿O acaso a su madre la violó un invasor, lo que lo convirtió en un hijo odiado, expulsado porque no había sido fruto del deseo? A lo mejor, ella no había elegido desterrarlo. ¿Lo había amado e intentado proteger, hasta que los otros miembros de la tribu descubrieron su auténtica naturaleza y se negaron a aceptarlo entre ellos? Ésa parecía la posibilidad más factible, puesto que él tenía unos cinco o seis años cuando lo abandonaron en el desierto. En ese caso, ¿qué había sido de su madre? ¿Había permanecido con su tribu, o también a ella la expulsaron? O le hicieron algo peor. Sabía que jamás encontraría la auténtica paz interior hasta que tuviera las respuestas a esas preguntas, que le habían atormentado toda la vida.

Además de eso, ahora tenía otro propósito. Incluso, aunque consiguiera descubrir la verdad sobre sí mismo, siempre seguiría siendo un intruso. No era humano, ni había encontrado nunca, entre las otras razas que había visto en Athas, a nadie ni remotamente parecido a él. Quizás era el único elfling. ¿Dónde había, pues, un lugar para él? Si lo deseaba, podía regresar al convento villichi de las Montañas Resonantes, en el que se había criado. Ellas siempre lo aceptarían, pero él no era realmente un miembro de esta comunidad y nunca podría serlo. De algún modo, estaba seguro de que su destino se encontraba en otro lugar. Había jurado seguir la Senda del Protector y la Disciplina del Druida. Por lo tanto, ¿podía existir mejor ocupación para él que entrar al servicio del único hombre que se enfrentaba solo al poder de los reyes-hechiceros?

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