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Simon Hawke: El Nómada

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Simon Hawke El Nómada

El Nómada: краткое содержание, описание и аннотация

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Empuñando a , la legendaria espada de los reyes elfos, Sorak se ha abierto paso a través de las inhóspitas tierras de Athas. Ahora, junto con su compañera villichi, Ryana, se acerca al objetivo de su misión: un avangion a punto de nacer, que guarda el secreto del pasado de Sorak y la promesa del futuro de Athas. Pero Sorak no es el único que busca al Sabio; el rey-hechicero de Nibenay está decidido a destruir al avangion antes de que se haya formado por completo... y aunque todavía no ha conseguido localizarlo, sabe que Sorak puede y conducirle directamente hasta él.

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Veela deseaba fervientemente que siguiera hablando, pero no se atrevió a sobrepasar aun más los límites permitidos. Aunque Nibenay no parecía darse cuenta; jamás lo había visto así.

—¿Qué hace un nómada, Veela? —inquirió por fin el monarca.

—Pues... —No estaba muy segura de cómo responder. ¿Debía tomar la pregunta de modo literal?—. Supongo que... deambula, mi señor.

—Sí —dijo el Rey Espectro alargando la palabra en un siseo sibilante—. Deambula; desde luego.

Veela no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Quién era este Nómada por quien Nibenay, que hacía tanto tiempo había dejado de interesarse por lo que sucedía en su ciudad, se preocupaba tanto? ¿Qué había de importante en él para inquietar a un rey-hechicero ante cuyo poder todo ser vivo se estremecía?

—¿Has averiguado algo más? —preguntó Nibenay.

—No, mi señor. Os he referido todo lo que he podido descubrir. Y tal y como ya he dicho, no puedo responder de la veracidad de algunas de las historias que me han contado.

—Te has portado muy bien —repuso él, asintiendo con la cabeza y ofreciéndole un cumplido sin precedentes—. No obstante, hay más aspectos que necesito saber.

—Seguiré con mis investigaciones al instante, mi señor.

—No; ha abandonado la ciudad. Ya no percibo su presencia. Dudo que haya gran cosa que puedas descubrir ahora.

—Como deseéis, mi señor —respondió ella inclinando la cabeza.

Aguardó a que le diera permiso para retirarse, pero la orden no llegó enseguida. En su lugar, el Rey Espectro pronunció una nueva orden.

—Haz venir a Valsavis.

Los ojos de Veela se abrieron de par en par ante tal mención. Era un nombre que no había oído pronunciar desde hacía años, un nombre que los pocos que aún lo conocían apenas osaban pronunciar en voz alta.

—Han pasado muchos años, mi señor —observó, inquieta—. Puede ser que ya no esté vivo.

–Valsavis vive —dijo Nibenay, y lo afirmó como un hecho que no se podía poner en duda—. Tráelo a mi presencia.

—Como ordenéis, mi señor —repuso Veela inclinándose mientras abandonaba la estancia andando de espaldas. Las pesadas puertas esculpidas se cerraron tras ella por sí solas.

El ligero carruaje se bamboleaba cuesta arriba por el sendero lleno de baches que atravesaba las estribaciones de las Montañas Barrera. Sentada a la sombra de su baldaquín, Veela observaba el camino con atención mientras el conductor instaba al kank a seguir ascendiendo por la ladera. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que la templaria estuvo en este paraje, muchos años sin haber abandonado siquiera la ciudad, y le preocupaba si podría recordar la ruta. Sin embargo, incluso después de todo este tiempo, aquí y allá, detalles del sendero le resultaban familiares. Había recordado la amplia curva cerrada del camino cuando éste rodeaba un enorme afloramiento rocoso y cómo discurría luego paralelo a la ladera antes de volver a describir una curva y seguir por una cuesta a través del desfiladero.

Completada la mitad de trayecto por el desfiladero, Veela rememoró que había un sendero que se desviaba a la izquierda, hacia el interior de los árboles. Recordaba que era difícil de descubrir y, por lo tanto, lo buscaba con atención. A pesar de ello, le pasó por alto, y el carruaje tuvo que dar la vuelta, una maniobra nada fácil en aquella vía tan estrecha. Hubo de descender mientras el conductor hacía retroceder al kank empujando despacio el carruaje fuera del sendero y ladera arriba, y luego ligeramente hacia adelante. Maldiciendo para sí, el cochero repitió el proceso otras dos veces antes de conseguir girar por completo el vehículo. Veela volvió a subir, y esta vez avanzaron a un paso aún más lento, en tanto ella escudriñaba con atención la ladera en busca del sendero. A punto estuvo de pasarlo nuevamente por alto.

—¡Deténte! —ordenó al conductor.

En cuanto el carruaje se detuvo, descendió y retrocedió andando varios metros. Sí, ahí estaba, casi imposible de descubrir de tan cubierto de maleza como se hallaba. Una simple senda, poco más que una vereda dejada por un animal en su recorrido cotidiano, por la que no había otro modo de avanzar que no fuera a pie.

—Espera aquí hasta que regrese —indicó al cochero.

Comenzó el ascenso utilizando el poder que le había conferido el Rey Espectro para despejar el camino mientras subía por la ladera. La maleza que cubría el sendero se marchitaba y moría ante ella mientras avanzaba.

El camino seguía una ruta sinuosa en su ascenso por la empinada ladera; doblaba a la izquierda, luego a la derecha, después a la izquierda de nuevo por entre árboles y alrededor de afloramientos rocosos mientras se aproximaba a la cima de la colina. Al cabo de un rato, cruzó el límite de la vegetación arbórea y salió por en medio de dos peñascos a una zona despejada, cerca de la cumbre, cubierta sólo de rocas y matorrales, pastos de montaña y flores silvestres. Había llegado a la cima de las estribaciones, y las montañas situadas más allá se alzaban sobre su cabeza. El sendero continuaba un poco más por la empinada cuesta y luego, poco a poco, se nivelaba a la vez que describía una curva alrededor de unas rocas.

Al pasar junto a las rocas, la mujer echó una ojeada abajo y vio las laderas inferiores de las estribaciones, uno de los pocos lugares de Athas, aparte de la cordillera forestal de las Montañas Resonantes, donde aún podía hallarse vegetación viva y en crecimiento. En el valle en forma de media luna situado a sus pies se encontraba la ciudad de Nibenay y, a larga distancia, en dirección sudoeste, estaba la ciudad de Gulg. Alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, todo era desierto estéril. Justo hacia el sur, extendiéndose como un océano centelleante de cristal, aparecían las Llanuras de Marfil, un inmenso mar de sal. Era un panorama espectacular y, por un instante, se limitó a permanecer allí, conteniendo la respiración y contemplándolo todo. Luego, a lo lejos, oyó el inconfundible sonido de alguien cortando leña.

Siguió adelante y penetró en el no muy llano claro de la cima. Ante ella había una pequeña cabaña construida por completo con troncos toscamente tallados; detrás se veían otra edificación más pequeña, un cobertizo para guardar cosas y unos corrales. Aparte de eso, la cabaña estaba aislada por completo. Una columna de humo surgía por la chimenea de piedra.

A medida que se acercaba siguiendo el sendero que giraba hasta conducir a la parte delantera de la cabaña, Veela pudo oler el agradable aroma de la madera de pagafa al arder. Había un pequeño porche cubierto, adosado a la cabaña, con algunos toscos muebles de madera, pero ninguna señal del leñador, y el sonido que había escuchado antes había cesado. Frente al porche, descubrió un enorme tocón de pagafa con un hacha clavada en él y, junto al tocón, un montón de leña recién cortada. Miró en derredor. No se veía a nadie. Iba a ascender los cuatro peldaños de madera que conducían al porche cuando una voz profunda y ronca sonó de improviso a su espalda.

—Me pareció oler a templaria.

Giró en redondo. El hombre situado de pie justo detrás de ella, a menos de metro y medio de distancia, había aparecido de repente como salido de la nada, moviéndose con tanto sigilo como un espectro. Era alto y muy fornido, con una abundante melena de largos cabellos grises que le caían por debajo de los hombros.

Lucía una espesa barba gris, y su rostro estaba arrugado por los años y curtido por las inclemencias del tiempo. Había sido un hombre muy apuesto, y lo seguía siendo, no obstante su edad y su aspecto temible. En el pasado, tenía una nariz bien moldeada, pero se la habían roto varias veces; aun así conservaba todavía todos los dientes, y los ojos, de un sorprendente color azul celeste, contradecían su edad, centelleando llenos de energía. Una vieja cicatriz de una herida hecha con un cuchillo o una espada ascendía desde la barba, atravesaba el pómulo izquierdo y desaparecía bajo el cabello.

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