—Ayúdame, por favor... —dijo la joven con voz débil y quejumbrosa.
Aunque con cierto retraso, la Centinela despertó a la Guardiana. No podía explicar la repentina presencia de la mujer; debería haberla visto acercarse, pero en cambio no la vio. El hecho de que alguien pudiera acercarse a ella de un modo tan silencioso la asustaba, y que eso hubiera sucedido en un lugar donde la visibilidad era perfecta en kilómetros a la redonda resultaba increíble.
En cuanto despertó y tomó el control de la conciencia de Sorak, la Guardiana miró al exterior a través de los ojos del elfling y examinó con atención a la desconocida. Parecía joven, apenas veinte años de edad, y sus cabellos eran negros, largos y brillantes; la piel se mostraba pálida y perfecta, y las piernas, delgadas y deliciosamente torneadas. La cintura, fina, estaba rodeada por un estrecho cinturón de cuentas. Los brazos resultaban delicados, y los pechos, gruesos y respingones, los portaba sujetos por un fino sostén de cuero. La joven protegía con unas sandalias los bien moldeados pies, y llevaba tan poca ropa encima que casi iba desnuda: un minúsculo trozo de tela cortado en diagonal que apenas le cubría los muslos, con nada más excepto una capa para protegerse del frío del desierto. Tenía el aspecto de una esclava, pero no parecía que hubiera realizado nunca ninguna clase de agotadora tarea física.
—Por favor... —repitió—. Por favor, te lo ruego, ¿puedes ayudarme?
—¿Quién eres? —inquirió la Guardiana—. ¿De dónde has salido?
—Me llamo Teela —respondió la joven—. Los bandidos me robaron de una caravana de esclavos, pero me escapé y he estado deambulando por esta llanura desolada durante días. Estoy muy cansada y me muero de sed. ¿Puedes ayudarme, por favor?
Había adoptado una postura seductora, calculada para exhibir el exuberante cuerpo en todo su esplendor, sin darse cuenta de que era a una mujer a quien hablaba. Lo que veía era a Sorak, no a la Guardiana, y estaba claro que apelaba a sus instintos masculinos.
La Guardiana receló de inmediato. El efecto que una joven tan hermosa, y en apariencia tan vulnerable, podía tener en un varón era indiscutible, pero la entidad se mostraba inmune a sus evidentes encantos. Aunque se despertaron sus instintos protectores, éstos estaban orientados no a proteger a la muchacha de aspecto desvalido, sino a la tribu.
—No parece que hayas estado viajando a pie durante días —repuso con la voz de Sorak.
—A lo mejor sólo fueron uno o dos días, no lo sé. He perdido la noción del tiempo. No sé qué hacer. Me he extraviado, y no he podido encontrar ningún rastro. Es un milagro que te haya encontrado a ti. ¿Sin duda no echarás a una joven en apuros? Haría cualquier cosa para mostrar mi gratitud. —Hizo una significativa pausa—. Cualquier cosa —repitió en voz baja, y empezó a acercarse.
—Quédate donde estás —ordenó la Guardiana.
La joven siguió acercándose, colocando un pie justo frente al otro, de modo que su cuerpo se balanceara provocativo.
—He estado sola tanto tiempo —dijo– que ya había perdido toda esperanza. Estaba segura de que moriría aquí, en este lugar horrible. Y ahora la providencia ha enviado a un apuesto y poderoso protector...
—¡Deténte! —repuso la Guardiana—. No des ni un paso más.
Ryana se agitó ligeramente.
La joven siguió avanzando. Cuando se encontraba a tan sólo tres metros, extendió los brazos, abrió por completo la capa al hacerlo y mostró su hermosa figura.
—Sé que no me echarás —insistió con una voz velada que estaba llena de promesas—. Tu compañera está profundamente dormida, y si no hacemos ruido, no tenemos por qué despertarla...
¡Vagabundo!, llamó la Guardiana, hablando internamente y replegándose para dejar salir a la otra entidad. Al momento, el porte de Sorak cambió.
Se irguió más, echó los hombros atrás, y su cuerpo se puso alerta, aunque exteriormente parecía relajado. Mientras la muchacha seguía acercándose, la mano del Vagabundo descendió veloz hacia el cuchillo que pendía de su cinturón; extrajo el arma rápidamente y, en un único movimiento, la lanzó contra la mujer que se aproximaba.
El cuchillo pasó a través de ella.
Con un siseo enfurecido, la joven se abalanzó sobre él, y, al hacerlo, su figura se difuminó y se tornó borrosa. El Vagabundo se hizo a un lado con gran destreza mientras ella saltaba, y la mujer cayó al suelo.
Cuando se incorporó ya había dejado de ser una hermosa joven. La ilusión de la escasa ropa que llevaba había desaparecido, y el cálido tono pálido de su piel se había tornado lechoso con puntitos relucientes. Ya no lucía una larga melena negra, sino una oscilante cabellera de cristales de sal, y sus facciones se habían esfumado. Dos hendiduras marcaban el lugar donde habían estado los ojos; un leve promontorio señalaba el espacio de la nariz, y un agujero sin labios, parodia de una boca, se abría de par en par y enseñaba un continuo goteo de cristales de sal, como el polvo al deslizarse por el interior de un reloj de arena.
Sorak despertó y contempló a la novia de las arenas, un ser que sólo conocía por lo que había leído. Al igual que el paisaje marchito del planeta, la criatura era el resultado de una magia profanadora incontrolada. Un conjuro potente y que absorbía la energía vital de todo lo que tenía a su alrededor podía, en ocasiones, abrir una fisura en el plano material negativo y permitir así que un ente como la novia de las arenas se escabullera por la abertura. Nadie sabía con exactitud qué eran, pero atrapadas en un plano existencial que les era extraño, adoptaban una forma a partir del suelo que tenían alrededor, por lo general arena, aunque en este caso, la criatura había creado su identidad corpórea a base de los cristales de sal de las Llanuras de Marfil. Ahora que la ilusión se había hecho añicos, el ser se disponía a atacar.
A Ryana la despertaron los semiaullidos, semisiseos inhumanos que emitía aquel ser, y se incorporó veloz con una voltereta al tiempo que desenvainaba la espada.
–¡Quédate atrás! —gritó Sorak, que sabía que las armas corrientes no afectaban a la criatura, puesto que pasaban a través de los movedizos cristales de sal como cuchillos clavándose en la arena. Sin embargo, Galdra no era un arma corriente. En cuanto la criatura volvió a saltar sobre él, Sorak se hizo a un lado, rodó por el suelo y sacó la espada en tanto volvía a incorporarse.
Ryana mantuvo la distancia, agazapada. El ser se encontraba entre los dos, intentando decidir sobre su siguiente ataque, ya que no le intimidaban en absoluto las armas. De improviso, se fundió con la salada superficie de la llanura en una cascada de cristales.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Ryana.
—¡Colócate junto a mí, rápido! —le instó Sorak.
A la vez que la joven se movía para obedecer, la criatura se alzó de repente del suelo a su espalda.
—¡Detrás de ti! —gritó Sorak.
La muchacha giró en redondo y lanzó un mandoble con su espada. Ésta pasó a través del cuello de la criatura, pero el golpe, que habría decapitado a cualquier otro ser, no tuvo el menor efecto. La hoja se limitó a penetrar por entre los cambiantes cristales de sal, que recuperaron su forma en cuanto los hubo traspasado. Mientras la novia de las arenas extendía los brazos hacia Ryana, en un intento de sujetarla y absorber toda su energía vital, Sorak dio un salto al frente e hizo que Galdra descendiera describiendo un arco. La hoja mágica de acero elfo silbó en el aire y rebanó uno de los brazos del ser.
Rota la conexión con el cuerpo, el brazo se hizo añicos en medio de un surtidor de relucientes cristales de sal, que cayeron al suelo con un repiqueteo. Dolorida y anonadada, la criatura lanzó un aullido sobrenatural. El elfling volvió a blandir la espada, pero en esta ocasión la criatura saltó hacia atrás, fuera de su alcance, asustada ahora que sabía que ésta no era una espada corriente. Una vez más, se fusionó con el suelo con un sonido que recordaba el de la arena derramada.
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