Simon Hawke - El Nómada

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El Nómada: краткое содержание, описание и аннотация

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Empuñando a
, la legendaria espada de los reyes elfos, Sorak se ha abierto paso a través de las inhóspitas tierras de Athas. Ahora, junto con su compañera villichi, Ryana, se acerca al objetivo de su misión: un avangion a punto de nacer, que guarda el secreto del pasado de Sorak y la promesa del futuro de Athas. Pero Sorak no es el único que busca al Sabio; el rey-hechicero de Nibenay está decidido a destruir al avangion antes de que se haya formado por completo... y aunque todavía no ha conseguido localizarlo, sabe que Sorak puede y conducirle directamente hasta él.

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Ryana se colocó espalda con espalda con Sorak, y ambos empezaron a describir cautelosos círculos, manteniendo el contacto entre ellos y sin dejar de observar con atención a su alrededor. Con un repentino fragor, la criatura volvió a surgir del suelo y se reformó a los pies de los dos jóvenes en un intento por separarlos. Ryana se vio arrojada al frente y cayó de bruces, pero Sorak se contorsionó, girando en redondo, y acercó a Galdra a su cuerpo, haciendo que describiera un arco horizontal mientras él daba la vuelta. La hoja atravesó limpiamente el torso de su adversaria, partiéndolo, y un surtidor de sal lo envolvió por completo en tanto la criatura lanzaba un alarido agónico. Como minúsculas gotas de lluvia, los cristales de sal tintinearon sobre el suelo, y el aullido del ser se perdió en la distancia. Una vez más, la mañana quedó silenciosa.

Ryana respiró con fuerza y envainó la espada.

—Todo lo que deseaba consistía en dormir un rato —dijo—. ¿Era eso pedir demasiado?

—Lamento haberte despertado —se disculpó Sorak con una mueca—. Intenté no hacer ruido.

Ryana contempló el sol oscuro, que justo en ese momento empezaba a alzarse malévolo por detrás de las montañas. Bajo sus pies, la sal comenzaba ya a calentarse.

—No creo que pudiera dormir ahora, de todos modos —dijo—. Será mejor que sigamos adelante. Todo lo que deseo es perder de vista este maldito lugar.

—Resultará un trayecto duro si lo hacemos bajo el sol —indicó Sorak.

—No mucho más duro que ser asesinada mientras duermes —replicó ella, y se echó la mochila al hombro con un suspiro—. Vámonos.

—Como quieras —respondió él, recogiendo su mochila y su bastón. Contempló con anhelo las montañas, pero al mismo tiempo se preguntó qué nuevos peligros los aguardarían allí.

Valsavis se encontraba al lado de un enorme afloramiento rocoso de una ladera situada justo fuera de la ciudad, desde donde se contemplaban las Llanuras de Marfil. Examinó el suelo a su alrededor y descubrió tenues señales que muchos otros habrían pasado por alto. Sí, habían acampado aquí, no cabía duda alguna, aunque sin encender fuego porque habrían traicionado su posición al estar tan cerca de la ciudad. Y eso, en sí mismo, suponía una indicación tan clara de quiénes se habían detenido a descansar allí como si hubieran cincelado sus nombres en la roca que tenían detrás. Se habían esforzado por no dejar pruebas de su presencia, y para la mayoría de rastreadores probablemente este lugar en el que habían reposado habría pasado inadvertido. No obstante, Valsavis no era un rastreador corriente.

Sabía que habían abandonado la ciudad; eso ya se lo había dicho el Rey Espectro. De lo que Nibenay no estaba enterado era de cómo habían salido o en qué dirección lo habían hecho. Si hubiera querido, el monarca podría muy fácilmente haberlo averiguado él mismo por mediación de un conjuro, pero incluso Valsavis era demasiado prudente para sugerir tal cosa: conocía la avaricia de Nibenay en cuanto al empleo de poder que no estuviera directamente relacionado con su progresiva metamorfosis.

«El viejo bastardo se ha vuelto realmente horrendo y detestable», se dijo el mercenario. No conseguía entender cómo sus esposas templarias podían soportar el aspecto que tenía, y menos aun cumplir con los deberes maritales. A Nibenay, sin embargo, ya no le preocupaban las cuestiones de la carne; por norma, los hechiceros casi nunca se permitían el lujo de tales placeres efímeros y devoradores de energía. De todos modos, Valsavis no podría comprender jamás qué impulsaba a un hombre a querer transformarse en una monstruosidad; el poder, evidentemente, pero aun así... Para el mercenario habría sido un precio demasiado alto, aunque claro está, se recordó a sí mismo, él no era un rey-hechicero y no había poseído nunca tan elevadas ambiciones.

En realidad, la ambición había estado siempre notablemente ausente de su vida. No tenía gran cosa, pero lo que poseía era más que suficiente. Llevaba una existencia solitaria en las estribaciones de las Montañas Barrera porque no le gustaba en exceso la compañía de la gente. La conocía demasiado bien; la había estudiado con detenimiento, y cuanto más había averiguado sobre su naturaleza, menos había querido relacionarse con ella. Vivía con sosiego y sencillez, sin la necesidad de otra compañía que no fuera la suya propia. Los bosques de las Montañas Barrera contenían gran cantidad de caza; el cielo estaba despejado, y el aire, libre de los olores pestilentes de la ciudad. Nadie perturbaba su soledad; nadie excepto —en ciertas y contadas ocasiones– el Rey Espectro, Nibenay.

Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Nibenay solicitó sus servicios. En su juventud, Valsavis fue un soldado, un mercenario que recorrió el mundo y trabajó para cualquiera que necesitara guerreros y pudiera pagarlos. En uno u otro momento de su vida, había servido en los ejércitos de casi todas las ciudades-estado de Athas y, en numerosas ocasiones, había sido contratado por la mayoría de las grandes casas comerciales como guarda de caravana. Nadie se hacía rico sirviendo como mercenario, pero él no necesitaba riquezas, y siempre había conseguido sobrevivir. Eso parecía suficiente. El momento crucial de su vida llegó cuando, hacía ya muchos años, sirvió como capitán en el ejército del Rey Espectro.

En aquella época, Nibenay todavía no se había retirado de las cuestiones políticas de su ciudad, como hizo en cuanto consiguió un progreso significativo en su metamorfosis dragontina. Ahora dejaba el gobierno del territorio casi por completo en manos de las templarias, pero en aquellos tiempos había tenido un papel más activo. Hubo una ocasión en que uno de los aristócratas más influyentes de la ciudad intentó hacerse con el poder, guiado por el claro objetivo de derrocar al Rey Espectro y suplantarlo en el trono. Utilizando las riquezas de su familia, abandonó la ciudad y estableció su cuartel general en Gulg, donde había forjado una poderosa alianza con la Oba, la reina-hechicera Lalali-Puy. Al Rey Espectro le llegó la noticia de que este aristócrata estaba reclutando un ejército, con la intención de marchar sobre Nibenay, y fue entonces cuando su atención se dirigió hacia un joven capitán de la guardia.

Valsavis nunca descubrió por qué o cómo le había elegido el soberano. Tal vez había oído algo de su historial y reputación; a lo mejor, había visto en él algún detalle que le hizo comprender que el joven capitán poseía un potencial sin explotar. Era posible, también, que hubiera utilizado alguna forma de adivinación. Valsavis nunca lo supo. Sólo supo que el Rey Espectro lo había elegido para una tarea especial y muy peligrosa, una que tendría que realizar solo. Lo enviaron a Gulg para que se infiltrara en el ejército que el aristócrata rebelde estaba creando, con el fin de asesinarlo.

No había resultado nada difícil. El blanco estaba tan seguro de la lealtad de sus bien pagadas tropas y tan resuelto a demostrar que era un comandante sencillo que se mezclaba con sus hombres, que casi no había tomado precauciones para su seguridad. Valsavis llevó a cabo la misión con éxito en mucho menos tiempo del que esperaba y, luego, escapó sin problemas aprovechando la confusión que se originó. El Rey Espectro se sintió complacido y no tardó en encargar al mercenario otros servicios similares.

Con el tiempo, Valsavis fue relevado de todos sus otros deberes y se convirtió en el asesino personal del rey; seguía los pasos de sus enemigos y los eliminaba dondequiera que se encontraran. Su reputación creció, y la gente empezó a temer su nombre. Nadie se le había escapado jamás; no importaba adónde huyeran, siempre los localizaba. Era muy, muy bueno en lo que hacía.

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