—Por mi vida. Esto es el paraíso —declaró Rikali.
Alargó la mano hacia un enorme cristal verde y consiguió cerrar los dedos alrededor, justo en el instante en que Maldred la agarraba por el tobillo y tiraba de ella hacia atrás.
—Una esmeralda —anunció la semielfa, dándole vueltas ante sus asombrados ojos, sin prestar atención a sus rodillas arañadas y ensangrentadas; la gema en bruto era unos cuantos tonos más oscura que la pintura que ella se había aplicado en los párpados el día anterior—. Por mi vida, que haré que un joyero la talle para mí. —La introdujo en su bolsillo y giró en redondo hacia Maldred, que la detuvo posando un dedo sobre los labios de la mujer.
—He estado aquí antes, Riki —empezó—, unas cuantas veces… solo. Antes era siempre sólo mi cuello el que arriesgaba. Hay patrullas. Las he visto. Principalmente cubren lo alto del valle, atrapando a la gente que desciende mientras el sol brilla y se los ve con claridad. Ese es el motivo de que escondiéramos el carro y los caballos.
—De modo que por eso vinimos de noche —reflexionó el kobold.
Sus diminutos ojos iban y venían de un lado a otro, posándose en una parcela de piedras preciosas, para a continuación clavarse en otra. Su mirada era como una abeja, sin descansar en un mismo sitio ni un momento y respiraba entrecortadamente debido al nerviosismo.
—Podemos evitar las patrullas —continuó Maldred—. Y los mineros. Pero hemos de tener cuidado, mucho cuidado, y estar alerta. Rikali tiene razón. Matan a los intrusos.
Los dedos de Rikali permanecían en su bolsillo, con las afiladas uñas tintineando sobre los bordes de la esmeralda.
—Puedo tener cuidado —susurró—. Y puedo ser rica. Mucho.
—No me importa si algunas de estas gemas van a parar a tus bolsillos —asintió el hombretón—. Coge todo lo que puedas meter en tus bolsas y ropas. Pero estamos aquí ante todo por Dhamon.
La mujer lanzó una mirada llena de curiosidad al susodicho, se volvió y enarcó las cejas inquisitiva.
—Lo explicaremos más tarde —indicó Maldred.
—Lo explicaréis ahora —replicó ella, en un tono un poco más alto de lo que había deseado.
—Tenemos que recoger todo lo que podamos del valle —prosiguió el hombretón.
—Y utilizaremos nuestro tesoro para adquirir algo muy antiguo y aún más valioso. Algo que nos proporcionará grandes ganancias —añadió Dhamon.
—No imagino que haya nada que produzca más ganancias que esto.
—En ese caso, Riki —observó Maldred con una ahogada risita—, no tienes demasiada imaginación.
Ella frunció el entrecejo y volvió a mirar a Dhamon, que estaba ensimismado con la belleza del lugar. La expresión de la semielfa se suavizó al tiempo que sonreía melancólica.
—Por Dhamon, pues. Cualquier cosa por Dhamon.
—Y en última instancia por nosotros —añadió el gigante—. Cargaremos nuestros sacos con las piedras preciosas más hermosas, nos ocultaremos tras los peñascos hasta que oscurezca y luego lo transportaremos todo de vuelta al carro. Lo haremos durante dos días, pues no podemos tentar a la suerte mucho más tiempo, para entonces tendremos el carromato bastante lleno y podremos dirigirnos a Bloten.
—La encantadora capital de Blode, en el corazón del territorio ogro —siseó Rikali, y su sarcástica voz sonó menos mordaz que de costumbre. La mujer se acercó más a Dhamon—. ¿Qué pueden tener los ogros que tú quieras, amor? Y ¿por qué no me has hablado de ello?
—Porque no puedes guardar un secreto, querida Riki.
—Ahora pongámonos a trabajar —aconsejó Maldred—. Y recordad, tened cuidado. —Salió a rastras de detrás del peñasco y descendió aún más al valle, intentando ocultarse tras los afloramientos rocosos y grandes agujas mientras avanzaba.
Se detuvo para acuclillarse entre un par de columnas naturales de granito que estaban salpicadas de pedazos de aguamarinas. Tras echar una ojeada alrededor, hundió las puntas de los dedos en un trozo de tierra suelta que había entre ellas. Un zumbido de tono agudo brotó de las profundidades de su garganta y resonó musicalmente en las columnas a modo de acompañamiento del viento. Sus dedos removieron el polvo y, de repente, su mano derecha empezó a escarbar, cavando un agujero para dejar al descubierto un trozo de raro topacio rosa tan grande como su puño. Lo apartó hacia un lado y siguió con su tarareo y su excavación, encontrando más y más trozos, manteniendo el hechizo hasta que ya no pudo más. Apoyándose en una columna para recuperar energías, tomó un buen trago de su odre, vaciándolo prácticamente. A continuación abrió un saco de lona y lo llenó con cuidado con los preciosos cristales que había desenterrado.
Trajín marchó en otra dirección, pero asegurándose de tener al hombretón al alcance de la vista para sentirse seguro. El kobold era lo bastante menudo para ocultarse con facilidad detrás de rocas que sobresalían del suelo, y recogía pedazos de cristal mientras avanzaba, girándolos entre los dedos en busca de imperfecciones, para desechar sin una vacilación a los que no cumplían sus considerablemente severos criterios. Los bolsillos de sus calzas azules no tardaron en estar a punto de reventar, bastante antes de que empezara a llenar sus sacos de lona.
—Yo sé lo que es valioso, amor —dijo Rikali, indicando a Dhamon que la siguiera—. Desde luego también lo saben Mal y Trajín. Por mi vida, que todo esto es tan maravilloso. —Le cogió la mano, arañando suavemente con sus afiladas uñas la palma, y tiró de él en dirección sur—. Todo esto tiene valor, pero algunos cristales son superiores.
Señaló una hendidura, y hacia ella se encaminaron a toda prisa. Parcialmente oculta en las sombras, la semielfa aspiró con fuerza, considerando el aire mucho más fresco en ese lugar, y apoyó la espalda contra el pecho de Dhamon, girando la cabeza de derecha a izquierda para observar cómo danzaban los colores.
—Es una suerte que Mal no me dijera que veníamos aquí —confesó—. Realmente no habría seguido adelante. No le mentía. Ni siquiera te habría seguido a ti hasta aquí, Dhamon Fierolobo. —Le sonrió ampliamente—. Pero me alegro de que estemos aquí. Maravilloso. No creo que los enanos deban tener todo esto para ellos solos, ni tampoco creo que deban tenerlo los ogros. Ninguna de esas criaturas de aspecto horrible pueden apreciar realmente su belleza. Son gentes belicosas y mezquinas, ya lo creo, y no se merecen algo tan exquisito como esto.
Dhamon no había hablado desde que el sol había ascendido, pues seguía hipnotizado ante la visión de sus ojos.
—Y ¿qué es eso de usar toda esta riqueza, bueno, la mayor parte de ella al menos, para comprar algo especial para ti? —Rikali le dio un fuerte codazo para romper el hechizo—. ¿Qué puedes querer más que esto? —Hizo un ademán con la mano—. Dime, amor. No deberías tener secretos para mí.
—Una espada.
La mujer calló, claramente sorprendida por la respuesta.
—¿Una espada nos va a hacer a todos ricos? —Escupió al suelo y sacudió la cabeza—. Tienes una espada. Una muy bonita que robaste en ese hospital. Y que vale una buena cantidad de acero, desde luego.
—Una espada mejor.
—No existe espada por la que valga la pena renunciar a estas gemas. —Dhamon le lanzó una aguda mirada. Ella continuó—: Bien, ¿dónde está esta espada? Podría ayudarte a robarla. Nos introduciríamos en el campamento ogro en el que esté y saldríamos de él sin que nadie se enterara. Y entonces tú tendrías tu vieja espada y nosotros conservaríamos todas estas piedras preciosas.
—Robarla sería demasiado arriesgado.
¿Más arriesgado que esto? indicó la expresión de su rostro. Movió el labio inferior.
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