Jean Rabe - Traición

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Dhamon Fierolobo y su banda de mercenarios han fijado sus codiciosas miradas en el siguiente objetivo, un tesoro largo tiempo olvidado y oculto bajo una pradera. Las leyendas prometen incontables riquezas, una fortuna tan inmensa que resulta increíble. Pero en el mundo de los ladrones, lleno de secretos y engaños, hay que pagar un alto precio por una fortuna semejante, un precio mayor que la insoportable agonía que Dhamon padece bajo la maldición de una escama de dragón. Un precio tan alto que puede costarle la vida a Dhamon.

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—La Aflicción de Lahue —susurró Dhamon.

Recordó que el diamante recibía su nombre de los bosques de Lahue, en Lorrimar, donde fue encontrado, y que poseía un valor incalculable. Se lo había quitado al caudillo ogro Donnag y lo había arrojado sin pensárselo dos veces a los pies de Maldred haría unos tres meses.

Elsbeth se recostó hacia atrás, manteniendo las manos firmes sobre el pecho del hombre.

—Así que realmente eres un fabuloso buscador de tesoros, Dhamon Fierolobo. Tu amigo, también. Tesoros ocultos bajo mi cama. ¡Y collares de gemas!

Dhamon se encogió de hombros, y el inesperado movimiento arrojó a la mujer al suelo.

—De todos los piojosos…

Pero Elsbeth se detuvo y sonrió. Luego, correteó a reunirse con Dhamon. Le pasó una pierna por encima y se sentó sobre su pecho para mantenerlo inmóvil.

—También yo poseo algunos tesoros, poderoso verdugo de dracs. ¿Qué tal si intercambiamos algunos?

—A lo mejor os daremos a vosotras, señoras, unas cuantas gemas antes de que nos vayamos —dijo Dhamon, alzando los ojos hacia la mujer. Y en voz más baja añadió—: A lo mejor las usaremos para conseguir salir de este país olvidado de los dioses.

—¿Nos daréis joyas?

—Sí; os daremos algunas joyas. —«Pero no las mejores del lote», añadió para sí, pues el ron no había afectado sus sentidos hasta ese punto—. También puedes quedarte mi maldita espada, por lo que a mi respecta. Empéñala en alguna parte y cómprate un perfume mejor. Esa arma no ha hecho ningún buen servicio.

La mujer depositó sobre la frente y mejillas de Dhamon una ávida lluvia de besos, esparciendo gran cantidad de pasta roja.

—Cariño, por aquí no pasa mucha gente como tú y el príncipe heredero de ahí. Normalmente, son tramperos, ladrones, en su mayoría ogros y sus hermanos mestizos; ninguno de ellos con más de unas pocas monedas en los bolsillos, ninguno de ellos con tantas joyas hermosas. —Se balanceó sobre las caderas y clavó los ojos en un punto de la barbilla del hombre; luego, bajó la mirada hacia una gruesa cadena de oro que colgaba de su cuello—. Así que qué os trajo a ti y al príncipe heredero…

—Nos dirigimos fuera de Blode —explicó Dhamon—. Estamos hartos del territorio ogro. Somos ladrones, querida Elsbeth, como la mayoría de los que pasan por aquí. Pero no quisiera divulgar demasiados secretos del oficio.

Lanzó una carcajada hueca, pasándose la mano por la frente. Le dolía la cabeza; llevaba demasiado tiempo sin tomar un nuevo trago de ron. El calor de ese verano resultaba abrasador; eso, y el calor del cuerpo de la mujer frotándose contra él le impedían respirar con facilidad. Deseaba otro trago.

—Ladrones apuestos.

La mujer jugueteó con un fino aro de oro que colgaba de la oreja del hombre. Después, sonrió ampliamente y se acurrucó más sobre él.

—Ahora, respecto a esos pantalones…

—No —respondió Dhamon de manera tajante, y le sostuvo la mirada hasta estar seguro de que ella se sentía más que un poco incómoda—. Cuando oscurezca —añadió al cabo de unos instantes—. Entonces, me quitaré los pantalones.

—Un ladrón y un caballero —gorjeó ella, dirigiendo de nuevo la vista a la cadena de oro que rodeaba el cuello del hombre—. ¿Y a quién le robaste todas esas joyas, cielo?

—Ésas las gané —repuso Dhamon con una carcajada.

—¿Las ganaste? ¿Quieres contármelo?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué tal si nos lo cuentas a cambio de algo de beber? —Satén se encontraba de pie ante la pareja, con una jarra de cerámica de cuello largo en cada mano—. Ron con especies, ¿de acuerdo? —Se movía tan silenciosamente que Dhamon ni siquiera se había dado cuenta de que había regresado.

Se sentó en la cama y alargó la mano hacia la que parecía la más grande de las dos jarras. Quitó el corcho con el pulgar y bebió copiosamente, dejando que el potente licor resbalara por su garganta. Ardió allí un instante, y luego se convirtió en un agradable calorcillo, que se extendió hacia su cerebro y ahuyentó el dolor de cabeza y el resto de males. Tomó otro buen trago y ofreció la jarra a Elsbeth.

—¡Oh, no!, cielo —gorjeó ella—. Ya beberé después.

—Tal vez no quede nada más tarde —replicó él.

Tomó otro buen trago y sostuvo el recipiente bajo su nariz. El aroma del licor con especias era preferible al de Pasión de Palanthas y a cualquiera que fuera el nauseabundo perfume dulzón que Satén se había echado por encima.

La ergothiana alargó la segunda jarra en dirección a la otra cama. El brazo de Maldred salió disparado hacia el exterior desde debajo de la sábana para sujetar el cuello del recipiente. Farfulló un «gracias» mientras introducía la jarra bajo las ropas.

—Sí, después, señor Fierolobo —ronroneó Elsbeth—. Tomaré un poco después de que nos cuentes la historia de esas gemas. Y después de que oscurezca —añadió mientras volvía a tirar, juguetona, de sus pantalones.

Satén se unió a ellos, trepando por encima de Dhamon para ir a tumbarse junto a él, en el otro lado.

—Si tu historia es buena, querido, iré a buscar otra jarra de ron. O dos.

Los oscuros ojos del hombre centellearon. No era de los que acostumbran a jactarse o a explicar historias, pero todavía había luz en el exterior y quedaba mucho tiempo. Pasó el pulgar por el borde de la jarra, bebió casi la mitad del contenido de otro largo trago y empezó.

—Mal y yo teníamos que llevar a cabo una misión para el gobernante de Blode, un feo ogro llamado Donnag. Nuestra tarea consistía en rescatar a unos esclavos de unas minas de plata para su señoría y transportarlos, una vez liberados, de vuelta a Bloten. Un lugar muy animado, Bloten.

—Era las minas de plata de la hembra de Dragón Negro Sable —contribuyó Maldred desde debajo de la sábana—. Las minas estaban custodiada por dracs. —Se produjo una pausa—. Pero como dije, Dhamon es muy bueno matando dracs, aunque no es tan bueno en sus tratos con las gentes de Bloten. Sigue, Dhamon. Cuéntales nuestro viaje a la ciudad de los ogros…

5

Recordando Bloten

Dhamon, Maldred y los esclavos liberados de las minas de plata se hallaban ante una desmoronada pared que tenía quince metros de altura en algunas partes. Las zonas más altas eran los tramos en mejor estado. En algunas secciones, la pared se había desplomado por completo, y las aberturas habían sido rellenadas alternativamente con rocas amontonadas y sujetas con argamasa, y con maderos hundidos profundamente en el suelo rocoso y sujetos con tiras de hierro oxidado y gruesas sogas. Se habían clavado lanzas en la parte superior de la pared, con las puntas inclinadas en distintas direcciones para mantener fuera a los intrusos.

En lo alto de una barbacana particularmente deteriorada se encontraba un trío de ogros bien acorazados. Tenían las espaldas encorvadas y estaban cubiertos de verrugas; las grisáceas pieles se veían llenas de furúnculos y costras. El de mayor tamaño mostraba un diente roto, que sobresalía en un ángulo extraño desde su mandíbula inferior. Gruñó algo y golpeó su garrote de púas contra el escudo; luego, volvió a gruñir y señaló a Dhamon y a Maldred, para a continuación alzar el arma con gesto amenazador y escupir. El guardia se sentía receloso. Conocía a Maldred, pero no reconoció al mago ogro de piel azulada bajo esa apariencia humana.

El otro respondió al guardia en la misma lengua gutural, y prácticamente gritó, mientras acercaba una mano al pomo de la espada, y la otra, a la bolsa de monedas colgada de su cinturón. Tras un momento de vacilación, la desató y la lanzó al centinela. El ogro entrecerró sus ojillos redondeados, dejó en el suelo el garrote e introdujo un dedo rechoncho en la bolsa para remover el contenido. Aparentemente satisfecho con la tasa —o soborno—, gruñó a su compañero, que abrió la puerta.

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