Deslizó juguetonamente las largas uñas por las plantas de los pies del hombre e hizo una mueca de disgusto cuando él no reaccionó.
—Corazón, vas a tener que relajarte o, de lo contrario, no te divertirás.
Se tendió a su lado y jugueteó con los cordones de la túnica.
—Elsbeth, creo que has perdido tu chispa.
Las palabras procedían de una joven excesivamente delgada y de largas piernas, que estaba tumbada al otro lado de Dhamon; tenía los negros cabellos tan cortos que parecían un casquete sobre su cabeza. Era de piel oscura, una ergothiana por su acento, y sus pequeños dedos trazaban dibujos invisibles sobre la mejilla del hombre.
—Tal vez seas un poquitín demasiado vieja para él, Els. Creo que prefiere mujeres más jóvenes, que no estén recubiertas de tanta carne.
La otra profirió un sonido enojado y, con un suspiro, mediante el que fingía sentirse herida, se echó la rubia melena por encima del hombro.
—Satén, de ese modo hay más parte de mí a la que amar. Y ya sabes que acabo de cumplir los veinte.
La joven de largas piernas se echó a reír, y el sonido musical de su risa recordaba campanillas de cristal movidas por el viento.
—¿Veinte? Els, ¿a quién crees que engañas? Puede ser que sean veinte años perrunos. Dijiste adiós a los treinta hace ya unos cuantos meses.
Las dos mujeres se golpearon juguetonamente la una a la otra por encima del pecho de Dhamon, riendo y turnándose en tirar de la túnica del hombre. Finalmente, consiguieron quitarle la prenda y arrojarla al suelo.
—Hay muchos músculos —declaró Satén en tono apreciativo, al mismo tiempo que sus dedos descendían para recorrer una irregular cicatriz sobre el estómago de Dhamon—. Tú tal vez quieras a un hombre con todos sus dientes, Els. ¿Yo? Yo siempre prefiero a un hombre con músculos, incluso aunque esté un poco flaco.
Se inclinó sobre él y le musitó algo al oído. Entonces él sonrió, aunque fue algo efímero, y enseguida su rostro recuperó aquella expresión impenetrable.
—¿Cuál dijiste que era tu nombre, cariño? —Elsbeth estudiaba entretanto la cicatriz del rostro de Dhamon—. No soy muy buena recordando nombres.
—La edad hace estas cosas —intervino Satén—. Te estropea la memoria.
—Dhamon Fierolobo —se escuchó decir a una voz profunda procedente del otro extremo de la habitación—. Su nombre, señoras, es Dhamon Evran Fierolobo: luchador a lomos de dragón, verdugo de dracs y extraordinario buscador de tesoros. No encontraréis a un granuja más apuesto en todo Krynn, excepto, claro está, a un servidor.
Quien hablaba era un hombre más musculoso aun que Dhamon, que medía casi dos metros diez de estatura y estaba tumbado sobre el otro lecho, uno de mayor tamaño que amenazaba con derrumbarse bajo su considerable peso… y el de las tres mujeres apenas vestidas que estaban abrazadas a su cuerpo. Las pálidas pieles de éstas destacaban violentamente sobre la figura sudorosa y bronceada por el sol, y dos de ellas saludaron con la mano al unísono a Dhamon, que había alzado la cabeza para contemplar a los otros. La tercera mujer estaba ocupada enroscando los dedos en los cabellos castaños del hombretón y cubriéndole el rostro anguloso de besos.
—¿Y vos, señor, sois…? —inquirió Elsbeth, siguiendo la mirada de Dhamon hasta el otro extremo de la estancia—. No creo haber oído vuestro nombre tampoco.
El gigantón no respondió y se limitó a echar la sábana por encima de él y sus compañeras.
—Ése es Maldred —indicó, por fin, Dhamon; su voz sonaba espesa debido al ron, y sentía la lengua torpe en la boca—. Maldred, príncipe heredero de todo Bloten. No es en absoluto más apuesto que yo. De hecho, en realidad es de color azul y…
—¡Eh! —intervino rápidamente el otro, sacando la cabeza de debajo de las sábanas—. Cuidado con lo que dices, amigo mío. Dhamon, ¿es qué no tienes nada mejor que hacer que hablar? Venir aquí fue idea tuya, al fin y al cabo.
Todas las mujeres rieron por lo bajo.
—No me importa si habla, príncipe heredero de Bloten. —La voz de Elsbeth era entonces sedosa, y sus dedos acariciaban los nudos de los cabellos del hombre—. Tú y él podéis hacer lo que os plazca. Hablar o…
El príncipe heredero no la escuchaba. Había vuelco a desaparecer, perdiéndose por completo en los brazos de las tres damas, mientras la sábana se agitaba e hinchaba como una vela al viento.
Elsbeth devolvió su atención a Dhamon, e hizo una mueca al ver que Satén estaba abrazada a él y que los dedos del hombre se movían despacio sobre las suaves facciones de la ergothiana.
—Conozco a un ergothiano —le explicaba Dhamon—, un antiguo pirata. —Hipó y arrugó la nariz al oler su propio aliento agrio—. Su nombre es Rig Mer-Krel. ¿Has oído hablar de él?
—No. —La mujer ladeó la cabeza y le tiró de la corta barba al mismo tiempo que intentaba inútilmente pegarse más a él—. Ergoth es un lugar enorme, gran verdugo de dragones.
—Verdugo de dracs —corrigió Dhamon—. Nunca he matado a un dragón.
«Bueno, hubo aquel dragón marino, Piélago —se dijo—, pero obtuve una ayuda considerable para conseguir aquella hazaña».
—Nunca oí hablar de tu Rig Mer-Krel —prosiguió ella.
—Estupendo —repuso él—. Tampoco te gustaría Rig. Es un fanfarrón y un loco. Nunca me ha gustado mucho.
—Tú me gustas —replicó la joven, consiguiendo insinuar una mano bajo su cuello—. ¿Qué tal si ahora te quitas esto? —Le tiró de los pantalones con la otra mano.
Él sacudió la cabeza y volvió a hipar.
Elsbeth dedicó a Satén una mirada pagada de sí misma y se inclinó sobre Dhamon.
—¿Y si te los quitas por mí, cariño? Tal vez aprecias a una mujer con unos cuantos años, una que no esté tan huesuda. La experiencia es mejor que la juventud, ya sabes. Como el buen vino, mejoro con la edad.
—Y luego se convierte en desagradable vinagre —susurró la ergothiana en voz tan baja que sólo Dhamon la oyó.
—No. —Sacudió la cabeza con tozudez e hizo intención de levantarse de la cama, pero Elsbeth lo mantuvo tumbado—. Creo que seguiré con los pantalones puestos, muchas gracias.
La mujer de más edad profirió un sonido gutural, que fue rápidamente copiado por Satén.
—Eres un tipo raro —musitó la joven—. Tú mantenlo quieto —indicó a Elsbeth—, y yo iré a traerle a nuestro verdugo de dracs algo que le libere de sus inhibiciones. Le gustaba aquel ron especiado, ¿verdad? A lo mejor al príncipe heredero y a nuestras hermanas de allí también les gustaría otro trago.
La sensual ergothiana se arrastró fuera de la cama, agarró la túnica de Dhamon y se la puso. Dirigió una ojeada al lecho situado al otro extremo de la habitación; luego, se volvió para guiñar un ojo a Elsbeth antes de desaparecer por la puerta.
Elsbeth acarició la mancha de pasta roja que había dejado sobre el hombre.
—Serías muy guapo, señor Dhamon Evran Fierolobo, si te limpiaras un poco. Todo elegante con esa bonita espada… —Se volvió para contemplar el arma enfundada en la vaina que colgaba de la cabecera de la cama. La empuñadura de la espada tenía forma de pico de halcón—. Apuesto a que es valiosa.
Bajó la mano hacia un morral que había sido empujado a medias bajo la cama.
—También esto. Lo oí tintinear cuando lo dejaste caer, como si hubiera muchas monedas en su interior.
—No son monedas —respondió Dhamon, tajante—. Son gemas. Hay una buena cantidad de ellas.
—También tenemos una buena gema aquí —se escuchó decir a una voz aguda desde el otro lado de la estancia, pero quien hablaba quedaba oculto por la sábana—: el príncipe heredero y lo que lleva puesto. Tiene un enorme diamante colgado alrededor del cuello.
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