Jean Rabe - Traición

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Dhamon Fierolobo y su banda de mercenarios han fijado sus codiciosas miradas en el siguiente objetivo, un tesoro largo tiempo olvidado y oculto bajo una pradera. Las leyendas prometen incontables riquezas, una fortuna tan inmensa que resulta increíble. Pero en el mundo de los ladrones, lleno de secretos y engaños, hay que pagar un alto precio por una fortuna semejante, un precio mayor que la insoportable agonía que Dhamon padece bajo la maldición de una escama de dragón. Un precio tan alto que puede costarle la vida a Dhamon.

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Dhamon rompió finalmente el silencio.

—¿De modo que consideras que esa mujer sabia, que crees que es capaz de curar males y que piensas que ha seguido viva durante todos estos siglos, puede… —buscó la palabra adecuada— curarme? —Al cabo de un momento, apretó los labios para formar una fina línea, con los ojos todavía fijos en la vacilante imagen de la torre—. No, una persona así no podría existir; ni entonces ni tampoco ahora. Y no está bien darme tales esperanzas.

También Maldred tenía la vista fija en el pergamino.

—Existía entonces. Los relatos de Sombrío Kedar son ciertos. Existe hoy en día; lo sé. Dhamon, éste es el motivo por el que seleccioné el mapa de las Praderas de Arena de mi padre. Aunque la verdad es que no lo creía capaz de generar magia. Recordé los relatos de Sombrío. Recordé la existencia de la mujer sabia. Recordé las historias sobre el puerto pirata y su fabuloso botín.

—El tesoro pirata —instó el otro—. Tú lo quieres. Yo lo quiero.

Maldred asintió, pero su amigo no percibió el gesto.

—Lo necesitamos. Sombrío dijo que la sanadora podía realizar maravillas, pero que cada hazaña suya era muy cara… Podía exigir las riquezas de un príncipe a cambio de su magia. En el tesoro pirata debería haber la cantidad suficiente como para satisfacer sus deseos.

—Si sigue viva —susurró Dhamon—, si es que alguna vez existió.

Llevó la mano hasta su muslo para palpar la escama de dragón bajo la tela de los pantalones.

—Vale la pena probarlo. Debería ser capaz de curarte a cambio de tan antiguas riquezas; tal vez unas riquezas mágicas.

—Sí, lo vale —replicó Dhamon—. Y si la tal mujer sabia no es otra cosa que un viejo cuento de ogros, al menos tendremos el botín de los piratas.

—Botín.

La palabra fue pronunciada en lenguaje humano, aunque provino de un ogro que se había acercado silenciosamente y se hallaba entonces inclinado sobre el mapa.

—Quiero botín. Quiero mapa.

El ogro sonrió de oreja a oreja, mostrando una hilera de amarillentos dientes rotos. Un segundo ogro se unió a él.

—Mapa —afirmó el nuevo ogro—. Lo queremos.

Empezó a farfullar en la lengua de los ogros mientras Maldred se levantaba y enrollaba el mapa, al mismo tiempo que le indicaba en la misma lengua que se apartara.

Dhamon desenvainó la espada, lo que dio a su camarada tiempo para devolver el mapa al tubo e introducirlo en un profundo bolsillo.

—El mapa es nuestro —declaró Dhamon.

Maldred recalcó tal declaración estrellando el puño contra el rostro del ogro más cercano, y los dos compañeros abandonaron precipitadamente la taberna.

—Adiós a tu cena a base de cerdo asado —indicó Maldred mientras corrían por la estrecha calle de tierra.

—No estaba tan hambriento —repuso el aludido, encogiéndose de hombros—. Además, no me gusta nada este pueblo. Sin duda, encontraremos alguno en el que haya unos cuantos humanos, a ser posible de la variedad femenina, mientras abandonamos este maldito territorio.

4

Tesoros ocultos

—¿Qué te parece si tú y yo encendemos un buen fuego, cariño?, ¿uno que haga que este caluroso día de verano parezca un gélido día invernal?

Dhamon Fierolobo no respondió. Contempló con fijeza a la mujer, capturando con sus ojos oscuros los pálidos ojos azules de ella y reteniéndolos. Tenues líneas parecidas a patas de gallo se alejaban de los ángulos exteriores, las pestañas lucían una gruesa capa de khol y llevaba los párpados pintados de un brillante tono morado, lo que le recordaba ligeramente a Rikali, una semielfa con la que había convivido y que era más habilidosa y llamativa en lo relativo a pintar su rostro, mucho más joven. Finalmente desvió la mirada, y la mujer parpadeó y sacudió la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla.

—Eres un tipo raro. ¿Sabes que podrías ser un poco más amable, corazón? Vamos, dedícale una gran sonrisa a Elsbeth para que pueda verte los dientes. Me gustan los hombres que tienen toda la dentadura.

La mujer se inclinó hacia el frente para besar con suavidad la punta de la nariz del otro, en la que dejó una mancha roja procedente de la pasta con la que se había embadurnado los labios. Hizo un puchero al ver que la expresión estoica del hombre no variaba.

—Ni siquiera has mostrado la más diminuta de las sonrisas, cielo. ¿Qué tal si me dedicas una pequeñita? —gorjeó—. Harás que crea que he perdido mi encanto. Todos los que pasan el rato con Elsbeth sonríen.

Dhamon permaneció impasible.

Entonces, la mujer realizó un sordo resoplido, desviando el aliento hacia arriba con el labio inferior y haciendo que la colección de rizos que colgaban sobre la frente revolotearan y volvieran a posarse.

—Bien, supongo que podría estar alegre por los dos. ¡Aguarda! Sé lo que hace falta. Una pizca más de Pasión de Palanthas. Eso hará que hierva tu sangre.

Se acercó despacio a una bandeja colocada sobre un estrecho guardarropa, balanceando las amplias caderas. Tomó un frasco de cristal azul, se aplicó generosamente un poco del perfumado aceite en el cuello y detrás de las orejas, y dejó que un hilillo descendiera por el escote en pico de su vestido. Luego, se dio la vuelta para estudiar a Dhamon Fierolobo.

El hombre estaba sentado en el borde de una cama hundida que olía a moho y a cerveza rancia. Toda la habitación olía a madera vieja y a sudor, y a varías fragancias de perfumes baratos, incluido entonces el potente y almizcleño Pasión de Palanthas. Todos los olores guerreaban para captar su atención, y el ron con especias que había estado bebiendo hacía que le diera vueltas la cabeza. Había una jofaina con agua sobre una mesita unos pasos más allá, y por un instante consideró la posibilidad de introducir el rostro en ella para despejar sus sentidos y refrescarse; hacía tanto calor ese día. Pero aquello implicaba levantarse de la cama, y la bebida había entumecido sus piernas y había convertido en plomo el resto de su cuerpo.

También había un gran espejo amarillento colgado de la pared por encima de la jofaina, y podía contemplar su reflejo en el combado cristal. Los pómulos aparecían marcados y hundidos, lo que daba a su rostro un leve aspecto macilento; también había sombras bajo los oscuros ojos, y una fina cicatriz en forma de media luna surgía justo de debajo del ojo derecho y desaparecía en el interior de una mal cuidada barba, tan negra como la enmarañada masa de cabellos que le caía sobre los amplios hombros. A pesar de su aspecto desaliñado, tenía una apariencia juvenil e impresionante, y por entre la abertura de la túnica de cuero el pecho aparecía delgado, musculoso y tostado por el sol.

—Vamos, amor mío. Sonríe para la hermosa Elsbeth.

Dhamon suspiró, y en un esfuerzo por conseguir que callara le ofreció una mueca afectada y torcida. Ella gorjeó, se deshizo hábilmente de sus ropas y le dedicó un guiño; a continuación, giró como una bailarina para que él pudiera admirar sus largos y dorados cabellos brillando a la luz de la puesta de sol que se derramaba por la ventana del segundo piso. Terminada la exhibición, avanzó hacia él con un exagerado paso majestuoso, al igual que un gato; colocó las manos sobre los hombros del hombre y lo echó de espaldas. Después, le cogió las piernas y las balanceó a un lado, de modo que quedara totalmente tumbado sobre la cama. Le quitó las botas de un tirón, arrugó la nariz y agitó la mano para ahuyentar el olor, que, según Dhamon, no podía ser ni con mucho tan ofensivo como los otros hedores que se mezclaban en la habitación mal ventilada.

—Deberías pagarte un buen baño, y luego conseguir unas botas nuevas —dijo ella, moviendo un dedo ante él—. Estas botas tienen más agujeros que una raja de queso de Karthay.

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