En el interior de la cueva, la oscuridad era un manto impenetrable que envolvía a la criatura que allí dormía. Sólo la delataba su respiración, áspera y desigual, que rebotaba persistentemente contra las paredes de piedra y escapaba en forma de brisa para remover los rizos cobrizos de la niña que se encontraba justo al otro lado de la entrada.
No tenía más de cinco o seis años. De apariencia querúbica, iba ataviada con un vestido diáfano, que a primera vista daba la impresión de estar confeccionado con pálidos pétalos de flores, pero que tras un examen más minucioso parecía, por el contrario, relucir como si estuviera hecho de magia. Los dedos de la mano izquierda estaban fuertemente cerrados sobre el mango de una alabarda, un arma con la hoja de un hacha y cuya longitud, de más del doble de la estatura de la niña, le confería un aspecto excesivamente pesado para ella; entretanto, los dedos de la mano derecha acariciaban, juguetones, las hojas de helecho gigantes que servían para ocultar la boca de la cueva. El verde de los helechos era intenso, avivado por un llameante sol crepuscular y con un toque aceitoso que le prestaba la humedad reinante. Diminutas gotas de agua, brillando como diamantes, adornaban las hojas.
—Mumummmm… ummm —canturreó al descubrir una oruga peluda, a rayas anaranjadas y marrón dorado, que, reluciente, destacaba sobre una fronda salpicada de diamantinas gotitas. La contempló durante un buen rato; luego, la tomó con suavidad y la sostuvo ante sus grandes ojos azules—. Blanda —declaró—. Muy bonita.
El insecto se retorció lentamente, y en respuesta, la niña rió con una voz que no era infantil en absoluto e introdujo la oruga en su boca para engullirla, al mismo tiempo que penetraba en la cueva y era tragada a su vez por la oscuridad.
—¿Amo? —musitó mientras sus pies descalzos avanzaban instintivamente con pasos quedos, golpeando apenas la piedra.
Se trataba de una cueva enorme, cuya profundidad no podría haber adivinado ni en el caso de que hubiera habido docenas de antorchas ardiendo alegremente. Era una de las varias que la criatura poseía en esa parte de Krynn, todas conectadas mediante túneles subterráneos, por los que a la pequeña se le permitía en ocasiones vagar. Esa caverna, en concreto, era la que conocía mejor.
Aunque bien protegido del sol, el interior resultaba asfixiante. El aire, húmedo y cargado, estaba impregnado por el fuerte hedor agridulce de la descomposición. La niña inhaló con fuerza, reteniendo y saboreando el aroma, para luego expelerlo casi de mala gana.
—¿Amo?
Una pausa; luego repitió de nuevo la palabra, aunque ya no fue una pregunta, mientras sin el menor esfuerzo arrojaba la alabarda al suelo, donde la hoja se estrelló contra la piedra y produjo un sonido metálico. En respuesta, dos esferas de un apagado color amarillo aparecieron en medio de la oscuridad. Eran ojos más grandes que ruedas de carreta y estaban atravesados por lóbregas rendijas felinas. A pesar de que los cubría una gruesa película, despedían una luz tenue, espectral, justo la suficiente para iluminar el imponente hocico de la criatura y a la niña, que quedaba empequeñecida por él. La pequeña se alzó de puntillas y alargó una mano hacia arriba para rozar el borde de las fauces del ser.
—¿Me llamaste, Criatura de Tiempo Inmemorial? —Su voz, ronca entonces, poseía un tono mordaz, una sensualidad femenina.
La respiración chirriante de la criatura quedó interrumpida por un retumbo de palabras tan sonoras y potentes que provocaron que un temblor recorriera el suelo.
—Nura Bint-Drax —dijo, alargando penosamente cada sílaba, que regresaba en forma de eco—. Nura, mi muy joven sierva.
—Tu elegida.
La niña sonrió y se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que extendía horizontalmente los brazos. Volvió la cabeza a un lado y a otro, de modo que la ardiente brisa producida por el fétido aliento del ser pudiera bañarla.
—Tu muy leal sierva.
No hubo más palabras durante un rato. La criatura contempló en silencio a su visitante, y la niña se dedicó a gozar de la presencia de ésta. Entonces, los enormes ojos parpadearon, y la chiquilla retrocedió, vacilante, a la vez que los delgados brazos caían a los costados, los hombros se erguían y el rostro inmaculado miraba con fijeza al frente, para colocarse igual que un soldado en posición de firmes.
El retumbo volvió a iniciarse, y las palabras surgieron con una lentitud tan tediosa que la niña tuvo que concentrarse para comprenderlas.
—Sí, amo. He hecho una elección, una de lo más adecuado. Te sentirás complacido.
Sintió la siguiente pregunta tanto como la escuchó, pues los temblores estremecieron el suelo de piedra y le produjeron cosquillas en las plantas de los pies.
—Su nombre es Dhamon Fierolobo, amo. Un humano.
Sobrevino otro silencio, y éste pareció interminable, mientras las piernas y los brazos de Nura hormigueaban al tener que permanecer tiesos e inmóviles durante tanto tiempo. La pequeña tragó saliva de modo apenas perceptible y consiguió no pestañear. Finalmente, la respiración de la criatura se aceleró; alzó la cabeza, hundió las fauces en el cuello y lo giró para mirar con severidad a su visita, al mismo tiempo que entrecerraba los ojos con expresión de desaprobación.
—Un humano —declaró.
Las dos palabras fueron pronunciadas con tal desdén y fuerza que cuando el suelo tembló esa vez Nura tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio.
—Sí, amo. —La niña irguió con valentía la barbilla—. Dhamon es un humano, pero creo que se trata de la persona indicada.
El otro gruñó, y pedazos de roca y polvo cayeron desde lo alto como una llovizna.
—¿Estás segura, Nura Bint-Drax? ¿No tienes ninguna duda?
—Es él. —Ladeó la cabeza, y una comisura de la boca se torció ligeramente hacia arriba—. Lo he estado poniendo a prueba, Criatura de Tiempo Inmemorial.
—Lo sé.
El suelo vibró con suavidad en esa ocasión, como si la criatura ronroneara. Volvió a abrir los ojos de par en par, dando luz al interior de la cueva.
—Háblame de ese…
—Dhamon Fierolobo. —La niña inclinó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo, y sus grandes ojos infantiles fueron al encuentro de la mirada firme de su interlocutor—. Fue un Caballero de Takhisis, amo, un comandante de hombres. En una ocasión combatió a lomos de un gran Dragón Azul, pero dio la espalda a los caballeros negros, ungido por la poderosa bondad de un anciano solámnico; luego, recibió el influjo de Goldmoon, que lo convirtió en su paladín, lo que prueba que es influenciable.
Nura hizo una pausa y descifró la compleja serie de retumbos que siguieron.
»Sí, amo. Dhamon Fierolobo fue ese hombre, el que condujo a un grupo de mortales a la Ventana a las Estrellas para enfrentarse a los cinco señores supremos dragones. Salió victorioso ese día, aunque no murió ni un solo dragón. Salió victorioso porque plantó cara y siguió con vida. Es una lástima que no reconociera lo que había logrado.
Los retumbos se intensificaron, y Nura concentró todos sus esfuerzos en mantener el equilibrio y descifrar las palabras. Cuando el suelo dejó de moverse, la niña agitó las manos frente a su rostro y sacudió la cabeza.
—No, Criatura de Tiempo Inmemorial, ya no es el paladín de Goldmoon. Ya no lucha contra los señores supremos. Ahora no le preocupa otra cosa que hacer lo que desee. Hay muy pocos que lo llamen amigo.
—Un héroe caído —declaró la criatura.
—Sí, amo.
—Un vulgar ladrón.
Se produjo un sonido chirriante, casi doloroso, de alguna cosa afilada al rascar contra la piedra; luego, un gruñido gutural la animó a proseguir.
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