Jean Rabe - Traición

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Dhamon Fierolobo y su banda de mercenarios han fijado sus codiciosas miradas en el siguiente objetivo, un tesoro largo tiempo olvidado y oculto bajo una pradera. Las leyendas prometen incontables riquezas, una fortuna tan inmensa que resulta increíble. Pero en el mundo de los ladrones, lleno de secretos y engaños, hay que pagar un alto precio por una fortuna semejante, un precio mayor que la insoportable agonía que Dhamon padece bajo la maldición de una escama de dragón. Un precio tan alto que puede costarle la vida a Dhamon.

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En el interior, varios ogros deambulaban por la calle principal. Con unas estaturas que oscilaban entre los dos metros setenta y cinco y los tres de altura, diferían bastante en aspecto, aunque la mayoría lucían rostros amplios con enormes narices gruesas, algunas decoradas con aros de plata y acero y huesos de animales. La piel que los cubría iba de un tono marrón claro —el color de las botas de Dhamon—, a un caoba brillante. Había algunos que mostraban una enfermiza coloración de un verde grisáceo, y una pareja que paseaba cogida del brazo por la calle tenía un color ceniciento.

—Rikali podría seguir aquí —indicó Maldred a Dhamon mientras penetraban en la ciudad—. Al fin y al cabo, le dijiste que ibas a regresar a buscarla. El sanador Sombrío Kedar sabrá si todavía anda por ahí, y su establecimiento no está muy lejos.

El gigantón ladrón indicó en dirección a la zona sudeste de la ciudad de los ogros.

—Mal, si Riki fuera lista, no me habría esperado —repuso el otro, sacudiendo la cabeza—. Si se molestó en esperar…

Hizo una pausa mientras se frotaba el cuello para eliminar la tortícolis.

»Bueno, entonces es que no es muy lista, y es culpa suya si no se ha marchado. Espero que se sienta feliz aquí. ¿Yo? Me marcharé enseguida. Nuestra intención es entrar y salir de este lugar en un par de horas, ¿no es cierto?

Al mirar hacia una callejuela lateral, Dhamon observó la presencia de una docena de ogros que cargaban grandes sacos de lona en carretas. Los trabajadores llevaban ropas harapientas y andrajosas pieles de animales, y cubrían sus pies desnudos con sandalias. Cada uno de ellos tenía un aspecto mugriento, tan terrible en todos los sentidos como los esclavos liberados, que seguían avanzando pesadamente detrás de él y de Maldred.

—No quiero estar aquí —musitó, asustado, uno de los pocos humanos liberados, pero el agudo oído de Dhamon captó el comentario y mentalmente le dio la razón.

—Es mejor que las minas —replicó el enano que iba a su lado—. Cualquier cosa es mejor que aquel agujero infernal. No veo a nadie encadenado aquí.

El humano y el enano prosiguieron su apagada conversación. El suelo por el que andaban estaba húmedo, como si hubiera llovido intensamente un poco antes, algo insólito en esas tierras montañosas, normalmente áridas. El cielo estaba muy cubierto; amenazaba lluvia y proyectaba una palidez tenebrosa sobre un lugar ya de por sí lúgubre.

—Es una ciudad encantadora —reflexionó Dhamon con ironía.

—Desde luego —respondió Maldred, y lo decía en serio.

Al cabo de una hora —tras una breve parada para adquirir unas pocas jarras de la potente cerveza de los ogros a la que Dhamon se habían aficionado—, se encontraban sentados ante la enorme mesa de comedor de la mansión de Donnag. Los guardias del gobernante se habían llevado a los esclavos liberados a otra parte, después de haber asegurado a Maldred que se les trataría adecuadamente.

—Nos estamos satisfechos de que ayudaras en el regreso de nuestra gente, Dhamon Fierolobo, Nos satisface mucho. Tienes nuestra más profunda gratitud.

El caudillo ogro estaba sentado en un sillón que podría haber pasado por un trono, si bien los brazos acolchados estaban desgastados y deshilachados, en especial allí donde sus dedos en forma de zarpas enganchaban los hilos.

Maldred dirigió una veloz mirada a su padre; luego, devolvió su atención a la suntuosa comida que tenía delante y atacó las bandejas. Dhamon mantuvo la atención puesta en Donnag, pues no le apetecía demasiado comer en la mansión de un ogro, aunque le satisfacía que el gobernante ogro hubiera despedido a sus guardias para hablar con Dhamon y Maldred, su hijo, en privado.

—Me debéis más que vuestro agradecimiento, su señoría —repuso Dhamon con un evidente dejo mordaz en su voz.

Los anillos que perforaban el labio inferior del caudillo tintinearon, y sus ojos se abrieron, autoritarios.

—De hecho, vuestra deuda resulta considerable, abotargada apología de…

—¡Esto es un ultraje! —Donnag se puso en pie, y un agolpamiento de color apareció en su rostro rubicundo, que enrojeció aún más si cabe, al mismo tiempo que alzaba la voz—. Nuestro agradecimiento…

—No es suficiente.

Dhamon también se puso en pie, y por el rabillo del ojo vio que Maldred había dejado el tenedor sobre la mesa y paseaba la mirada del uno al otro.

El caudillo gruñó. Dio una palmada, y una sirvienta humana que había estado aguardando en una oquedad de la pared trajo un enorme morral de cuero. Estaba vacío. Los ojos del hombre se entrecerraron.

—Nos anticipamos que el amigo de mi hijo podría querer algo más tangible —manifestó Donnag, su lengua se movió como si las palabras resultaran desagradables en su boca—. Nos llamaremos a nuestros guardias, que te escoltarán hasta nuestra cámara del tesoro; allí podrás llenar la bolsa tanto como desees. Luego, Dhamon, puedes marcharte.

—Tomaré eso, lleno con vuestras mejores gemas, como pago por liberar a los esclavos —respondió el otro, sacudiendo la cabeza negativamente—. Pero todavía estáis en deuda conmigo.

Los dedos de Dhamon aferraron el borde de las mesa, los nudillos se tornaron blancos.

Maldred intentó atraer la mirada de su amigo, pero los ojos de Dhamon estaban clavados en los del caudillo.

—Nos no comprendemos —farfulló el ogro, enojado, se volvió hacia la criada—. ¡Guardias! Cógelas ahora. —En voz más baja, siguió—: Nos habíamos esperado que no necesitaríamos a los guardias, que en esta ocasión los tres podríamos conversar.

—No —interpuso Dhamon—. Sin guardas. —Se volvió hacia la muchacha y le dirigió una mirada fulminante—. Tú te quedas aquí de momento.

La joven permaneció quieta como una estatua.

—Joven insolente —dijo Donnag—. Aunque eres un simple humano, nos hemos sido más que generosos contigo. Nos te hemos tratado mejor de lo que hemos tratado jamás a otros de tu raza. Esa espada que llevas…

Wyrmsbane . Redentora —siseó él.

—… Es la espada que en una ocasión perteneció a Tanis el Semielfo. Nos te la dimos.

—Me la vendisteis —corrigió Dhamon— a cambio de una auténtica fortuna.

—Se trata de una espada de un gran valor, humano.

Los ojos de Donnag eran finas rendijas.

—Una espada sin valor. Apuesto a que Tanis jamás poseyó esta cosa. Jamás la tocó. Nunca la vio. Nunca supo que esta maldita cosa existía. Me estafasteis.

Antes de que el ogro pudiera decir nada más, Dhamon se apartó de un salto de la mesa, volcando la silla, desenvainó a Wyrmsbane y corrió hacia el caudillo ogro.

—¡Guar…! —fue todo lo que Donnag consiguió decir antes de que el puño del otro se hundiera en su estómago, derribándolo de nuevo en su asiento.

—No es algo sin valor —jadeó el ogro, intentando inútilmente alzarse—. Créeme, no es cierto. En realidad…

—Es un pedazo de mierda —escupió Dhamon—, al igual que vos. Su magia no funciona, Donnag.

El ogro sacudió la cabeza, entristecido, y se recostó de nuevo en su sillón, intentando recuperar la dignidad. Miró a su alrededor buscando a su hijo, pero el cuerpo de Dhamon no le dejaba ver a Maldred, que lo contemplaba todo fríamente, sin dejar que se entrevieran sus emociones.

—La magia funciona de un modo distinto ahora que cuando se forjó la hoja. A lo mejor ahora…

—Creo que sabíais desde el principio que esta cosa no servía.

El caudillo alzó una mano temblorosa, como si quisiera argüir algo, y a modo de respuesta, Dhamon clavó la rodilla en la barriga del ogro y apuntó con la espada a su garganta. Detrás de ambos, Maldred se levantó despacio y se apartó de la mesa cautelosamente.

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