Jean Rabe - Traición

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Dhamon Fierolobo y su banda de mercenarios han fijado sus codiciosas miradas en el siguiente objetivo, un tesoro largo tiempo olvidado y oculto bajo una pradera. Las leyendas prometen incontables riquezas, una fortuna tan inmensa que resulta increíble. Pero en el mundo de los ladrones, lleno de secretos y engaños, hay que pagar un alto precio por una fortuna semejante, un precio mayor que la insoportable agonía que Dhamon padece bajo la maldición de una escama de dragón. Un precio tan alto que puede costarle la vida a Dhamon.

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—¡Deprisa! —gritó Dhamon; se instaló frente a Fiona, entre un par de púas, y sujetó con fuerza dos trozos del pellejo del manticore—. ¡Rig, muévete! ¡Maldred! ¡Maallllldred!

El marinero ayudó a otro hombre a subir al otro manticore, que entonces batía las alas a mayor velocidad, y estuvo a punto de derribar a Rig con la fuerza de las ráfagas de viento que provocaba. El ergothiano sujetó el pellejo del animal y empezó a encaramarse sobre él. Casi había conseguido izarse sobre el lomo de la bestia cuando fue alcanzado por una lanza.

Entre el estrépito, Dhamon escuchó cómo su antiguo compañero lanzaba un grito de dolor; luego, vio cómo una segunda lanza se hundía en la espalda del marinero, y éste caía al suelo como una muñeca rota. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca, y el cuello se había torcido a causa de la caída.

Fiona contempló la escena con incredulidad.

—¿Dhamon?

Dhamon volvió a llamar al marinero, pero éste no se movió, y comprendió que no volvería a moverse. Tragó saliva con fuerza y clavó las rodillas en el lomo de la montura.

—¡Volad! —gritó—. ¡Sacadnos de aquí!

Los animales obedecieron rápidamente; cada uno transportaba tres jinetes. Fiona intentó bajarse, no obstante, alargando la mano inútilmente hacia Rig, y Dhamon tuvo que girarse para sujetarla y mantenerla en su lugar.

—Rig —dijo ella, con el rostro ceniciento, y los ojos llenos de lágrimas—. Rig está ahí abajo. Tengo que ir junto a Rig.

Dhamon consiguió colocarla delante de él, sujetándola con fuerza mientras ella se debatía.

—Tengo que ir con él —sollozó la mujer—. Le amo, Dhamon. Tengo que decirle que le amo. —Enterró la cabeza en el pecho del hombre mientras el manticore se elevaba más alto—. Vamos a casarnos.

—Se ha ido, Fiona —dijo Dhamon, cuyos ojos se llenaron también de lágrimas—. Rig se ha ido.

Atisbo por última vez por encima del costado de su montura, distinguiendo una postrera imagen del cuerpo del marinero. Vio cómo los dracs rodeaban a los hombres que quedaban y cómo las estrafalarias criaturas eran devueltas a empujones a sus jaulas. Los habitantes de lugar, llenos de curiosidad, empezaban a salir a la calle entonces que las cosas parecían un poco más tranquilas.

Dhamon no vio a la niña que se hallaba de pie detrás de una espira en un tejado cercano. No tendría más de cinco o seis años, y una melena cobriza le ondeaba sobre los hombros a impulsos de la brisa.

Ni tampoco vio Dhamon a otra figura conocida, ésta surgiendo de un portal oscuro como la noche sólo a una docena de metros del lugar en el que había estallado la pelea. Maldred había contemplado la escena desde el principio: había visto cómo Dhamon sacaba a los prisioneros liberados a la superficie, cómo los ayudaba creando el caos en la plaza del mercado como distracción, cómo subía a la Dama Solámnica al lomo del manticore. Había visto morir a Rig, y a Dhamon alejarse por los aires.

Lo había observado todo y se había mantenido aparte. No había hecho nada.

El fornido ladrón cerró los puños con fuerza, regresó al portal, y penetró en la oscura habitación situada al otro lado.

En el cielo, una docena de dracs intentaron seguir a los manticores, pero las enormes criaturas eran demasiado veloces, y rápidamente dejaron atrás la ciudad ocupada por la ciénaga. Dhamon abrazó a Fiona con el brazo derecho, y con la izquierda se inclinó hacia el frente y se las arregló para agarrar un puñado de crines. Tiró de ellas para llamar la atención del animal.

—Tenemos que aterrizar —gritó—. Debo ocuparme de estos hombres.

Hizo lo posible por localizar un claro lo bastante lejos de la ciudad como para que fuera de su agrado.

23

Traición

Dhamon necesitó casi una hora para vendar las heridas de los tres hombres que habían traído con ellos; usó lo que pudo salvar de las ropas de éstos y de su propia túnica.

Incluso Ragh ayudó. Los heridos vivirían, si bien necesitaban descanso y comida. Dhamon declaró que se aseguraría de que los manticores los depositaran en algún lugar razonablemente seguro y lejos del pantano. Zanjada aquella tarea, se volvió hacia la Dama Solámnica.

Los ojos de Fiona estaban apagados e inexpresivos.

—Rig —empezó Dhamon—. Siento lo de Rig, su muerte. No siempre me llevé bien con él, pero era un buen hombre, Fiona, y…

—¿Rig? —La mujer alzó los ojos para encontrarse con su triste mirada, iluminada por las estrellas que tan tenuemente parpadeaban entonces en un cielo que se iba aclarando—. Volveremos a ver a Rig muy pronto, Dhamon. Vamos a casarnos el mes próximo. Tienes que venir a nuestra boda. Será algo magnífico. Estoy segura de que Rig querrá que estés allí.

Dhamon miró con más atención al interior de los ojos de la mujer y vio locura en ellos.

—Rig está muerto —dijo, paciente.

Ella rió de un modo horripilante.

—No seas estúpido. Rig me está esperando, Dhamon. En Nuevo Puerto, en el muelle. Va a capitanear un transbordador allí. Viviremos en el acantilado, donde disfrutaremos de una hermosa vista del mar. La boda se celebrará en la playa, creo. A Rig le gustará. Ya verás lo bien que nos irá todo.

Dhamon la condujo hasta el manticore de mayor tamaño, la ayudó a montar, y luego, ayudó a los tres hombres a subir en el otro animal; ni se preocupó en preguntarles sus nombres. A continuación, dio la vuelta para colocarse delante de las criaturas y alzó la mirada hacia sus ojos demasiado humanos.

—Tengo otra petición que haceros —dijo—. Otro lugar al que llevarnos. Quedaréis totalmente libres después, aunque supongo que os podéis negar a esto.

El animal más pequeño inclinó la cabeza para contemplar mejor a Dhamon.

—¿Adónde? —fue todo lo que preguntó.

—Estos hombres necesitan que los lleven a la isla de Schallsea. Allí hay una comunidad de místicos que no los rechazarán.

Dhamon montó detrás de Fiona sobre la criatura más grande.

—Existe una fortaleza solámnica en Ergoth del Sur —indicó mientras agarraba un puñado de las crines del animal—. Se encuentra muy lejos de aquí, pero es de donde procede Fiona. Quiero llevarla allí. Los otros caballeros la ayudarán y se ocuparán de ella. La gente de allí puede transmitir la información por mí; sobre la muerte de Rig. Habría que informar a Palin Majere, y a algunos otros. ¿Haréis eso?

Casi al unísono, las enormes criaturas batieron las alas, produciendo aquel sonido hiriente otra vez, y como una sola alzaron el vuelo y, dirigiéndose al oeste, se alejaron del claro.

«Regresaré aquí —se juró Dhamon—. Dejé a Maldred en alguna parte de esa ciudad inmunda, a mi amigo más íntimo y querido. Regresaré a buscarlo».

No muy al este de la ciudad había una cueva enorme, y la oscuridad de su interior era casi un manto palpable que envolvía cómodamente a la criatura que tenía su guarida en el interior. Tan sólo su respiración delataba la presencia del ser. Su aliento era chirriante e irregular, y resonaba en las paredes de piedra. La brisa jugueteaba con los rizos cobrizos de la niña que se hallaba justo pasado el umbral.

Nura Bint-Drax parecía una querúbica criatura de no más de cinco o seis años, ataviada con un vestido diáfano, que brillaba como si estuviera hecho de magia.

—¿Amo? —llamó con su voz infantil mientras se adelantaba.

Conocía la cueva de memoria, y mientras avanzaba su figura cambió para convertirse en la de una joven ergothiana de cabellos muy cortos. Entonces se cubría con una túnica de cuero negro, una que había pertenecido a Dhamon Fierolobo.

—Amo.

Dos esferas de un apagado color amarillo aparecieron en medio de las tinieblas, proyectando sólo la luz necesaria para mostrar el enorme hocico de la criatura y a la mujer de piel oscura que quedaba empequeñecida por su tamaño. Los ojos del ser tenían una circunferencia mayor que las ruedas de un carro y lucían unas lóbregas rendijas de aspecto felino. La gruesa película que los cubría daba una idea de los muchos años que tenía la bestia.

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