—Era de un Dragón Rojo.
—Ya te oí… y a él… la primera vez —replicó ella—. Locos estáis los dos. De todos modos, no importa de qué color era el dragón. Esto debería servir.
Soltó un profundo suspiro, que sonó a hojas otoñales persiguiéndose por un terreno reseco.
—La magia era tan sencilla antes. Se podía ver con tanta facilidad la energía en el aire, en el suelo, sentir cómo te envolvía como una manta por la noche. Ya no queda demasiada, querida hermana, pero con el regalo de Raistlin podríamos encontrar la necesaria para ayudar a este joven. Aunque desde luego, le cobraremos un precio exorbitante por nuestros servicios.
El sivak retrocedió, observando con atención cómo vertía un polvo tras otro sobre la pierna de su compañero; no dejó de farfullar ni un solo momento. La mujer se detuvo, tomó un puñado de ojos de lagarto y se los metió en la boca antes de proseguir con su ritual y conseguir que no se distinguiera ni un centímetro de la escama bajo la colorida mezcla.
—Exorbitante.
Se echó a reír entrecortadamente mientras alargaba las manos hacia las páginas y empezaba a leer; el papel se disolvía mágicamente a medida que lo leía. Cuando no quedó nada, agarró el tubo de asta y retiró el extremo con el pulgar; inclinó el recipiente, de modo que algo se deslizó hasta la palma de su mano.
El sivak lo contempló con fijeza. El objeto era un pedazo de jade del tamaño de una ciruela grande, tallado en forma de rana, y sus ojos eran agujeros por los que se había ensartado una tira de cuero. La anciana se lo pasó alrededor del cuello, y éste se quedó colgando hasta casi la cintura. El draconiano fue hacia el otro lado de la mesa para ver mejor.
Maab volvía a hablar, veloz, y sólo unas pocas palabras eran distinguibles: Lunitari, Solinari, Nuitari, las lunas que ya no estaban presentes en los cielos de Krynn; Túnicas Negras; Malys; Sable, y nombres que no significaban nada para el sivak. Mientras ella seguía con su parloteo, la rana que colgaba de su cuello vibró como si respirara, y cuando el sivak la miró, vio que sus piernas se movían y la cabeza giraba. La boca de la talla de jade se abrió y mordió a través de la túnica de Maab, hasta abrir un agujero por el que se coló para penetrar en su piel. Desapareció en el interior sin dejar detrás otra cosa que la bamboleante tira de cuero. En unos segundos, la herida producida por la figura se cerró, y la tela se zurció por sí sola, mágicamente.
—Siento la magia en lo más profundo de mi vientre —murmuró la mujer—. Se dirige a mi corazón.
Bajo las manos de la anciana, Dhamon empezó a moverse.
—Siento el poder del regalo de Raistlin. Una parte del veneno de dragón empieza a abandonar ya a tu amigo; se aleja.
El cuerpo de Dhamon estaba sobre la mesa, pero su mente se encontraba muy lejos de ese laboratorio subterráneo de la hechicera y muy lejos también de aquella ciudad. Se vio a sí mismo en un bosque al sur de Palanthas, combatiendo con un Caballero de Takhisis, e iba ganando. Varios caballeros yacían a su alrededor, eliminados por él y por sus compañeros. Un hombre era el único enemigo que quedaba, y el corazón de Dhamon latía con el alborozo de la batalla. Sus golpes eran precisos, pulidos por los años pasados entre los caballeros oscuros y, luego, bajo la tutela del anciano solámnico que había salvado su vida. Tras unos mandobles más consiguió herir de gravedad al adversario, y al cabo de un minuto se arrodillaba junto al moribundo. Dhamon sostuvo la mano de su enemigo y ofreció consuelo durante aquellos últimos hálitos de vida. Como recompensa, su enemigo se arrancó una escama de Dragón Rojo del pecho y la colocó sobre el muslo de Dhamon.
El dolor lo abrumó, pero al mismo tiempo la hembra de Dragón Rojo ocupaba toda su visión, tan poderosa que se hizo con el control de su mente y su cuerpo. Dejó que pensara que la había derrotado durante un tiempo y se mantuvo oculta en lo más recóndito de su pensamiento, aguardando su oportunidad para reafirmarse. Aquel momento llegó cuando se hallaba ante la presencia de Goldmoon, y la Roja le ordenó que matara a la afamada sanadora. Dhamon casi lo consiguió, pero Rig y Jaspe, Feril y los otros hicieron todo lo posible por impedírselo…, y lo consiguieron.
Otros dragones revolotearon por su mente calenturienta; un misterioso Dragón de las Tinieblas, que inmovilizó a Dhamon bajo una garra inmensa, y una hembra de Dragón Plateado. Ambos se afanaron en romper el control de la Roja. Su mente regresó al laboratorio, se posó en el techo y, desde allí, inspeccionó todo lo que había abajo, incluido él mismo.
Contempló cómo la anciana loca se cernía sobre su cuerpo, realizando dibujos en los polvos que había extendido sobre la pierna. Eran sensaciones curiosas: observar a la mujer, examinar ese viejo laboratorio, espiar al sivak. Dhamon sintió dolor, pero no debido a lo que la mujer hacía, sino por las alternativas sacudidas de calor y frío que lo traspasaban. Otras imágenes se superpusieron a las de Maab: la del Caballero de Takhisis que lo maldijo con la escama; la de Malys, y la del Dragón de las Tinieblas, que se fue tornando más grande y oscuro. Su cuerpo se volvió negro, sus ojos mates, con un fulgor amarillo.
Sintió una opresión en el pecho, como si lo exprimieran en un torno, y su respiración se tornó entrecortada. Escuchó una voz que se inmiscuía en su dolor, un susurro áspero. El sivak.
—¿Vivirá? ¿Curará?
—Es demasiado pronto para saberlo —respondió Maab—. Mi conjuro no está completo, y no se ha abierto paso aún a través de la magia que lo aflige. Ves, algunas de las escamas más pequeñas han desaparecido. Esperemos que mi hermana y yo tengamos éxito. Dejemos que el hechizo prosiga. Hemos determinado un precio por nuestra ayuda.
Las visiones del Dragón de las Tinieblas y de la Roja se esfumaron, y el laboratorio regresó a la oscuridad. Dhamon notó cómo su mente era atraída de vuelta al interior de un cuerpo febril, que no podía moverse. Todo lo que veía por entre los cerrados párpados era una luz apagada procedente de la brillante esfera del techo, y todo lo que escuchaba era a su corazón martillando en sus oídos.
Maab se sentó en un viejo baúl de marino junto a la mesa donde estaba Dhamon. La mujer clavó la mirada en el draconiano, que permanecía sentado en el suelo y le devolvió la mirada. La rana había regresado a su puesto en la tira de cuero. Ragh sostenía la espada frente a él; la empuñadura resultaba un poco pequeña para encajar cómodamente en su mano. Bajó los ojos a la hoja y vio que le devolvía una parte del reflejo de su rostro.
—La naga, anciana —dijo—. Nura Bint-Drax. ¿Qué sabes de ella? ¿Sabes dónde puedo encontrarla?
Transcurrieron varios minutos antes de que la mujer rompiera el silencio.
—Conozco a Nura Bint-Drax. Conocí a la naga hace años, cuando mi hermana no insistía en que permaneciera a su lado. La encontré grosera. ¡Qué pena que se la espere en la ciudad mañana! Estoy segura de que sigue siendo una… maleducada.
—Nura Bint-Drax —insistió el sivak—. ¿Dónde puedo encontrarla cuando regrese?
Al ver que Maab no respondía, el draconiano se movió hacia la pared. Eligió un punto entre dos librerías, y Maab descendió del baúl y se aproximó despacio hacia él.
—Es por aquí por donde entramos. Lo sé.
—Criatura, tú no vas a ir a ninguna parte. Tu compañero humano…
—Sí, le esperaré —repuso Ragh—. Apresúrate y acaba tu hechizo. Me estoy cansando de esto. Quiero su ayuda para matar a la naga. Es sorprendentemente formidable para ser un hombre. Termina tu hechizo, ¿quieres? —dijo palpando la pared.
—Está casi terminado. Unos minutos más, y estará libre de todas las escamas, incluso de la grande. Para hechiceras con la habilidad que poseemos mi hermana y yo, no ha sido tan difícil contrarrestar la magia de dragón.
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