Jean Rabe - Traición

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Dhamon Fierolobo y su banda de mercenarios han fijado sus codiciosas miradas en el siguiente objetivo, un tesoro largo tiempo olvidado y oculto bajo una pradera. Las leyendas prometen incontables riquezas, una fortuna tan inmensa que resulta increíble. Pero en el mundo de los ladrones, lleno de secretos y engaños, hay que pagar un alto precio por una fortuna semejante, un precio mayor que la insoportable agonía que Dhamon padece bajo la maldición de una escama de dragón. Un precio tan alto que puede costarle la vida a Dhamon.

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Un drac de un tamaño considerable había descubierto al grupo y se abalanzaba sobre ellos pasillo adelante, con las patas palmeadas golpeando la húmeda piedra del suelo. Sujetando su espada como si fuera una lanza, Dhamon corrió al encuentro de la criatura, que, impelida por su impulso y estupidez, fue incapaz de detenerse a tiempo y se empaló a sí misma. Dhamon retrocedió a toda prisa, chocando contra Fiona y Rig a la vez que evitaba el chorro de ácido.

—Jamás pensé que quisiera volver a verte —dijo la Dama Solámnica a Dhamon—, pero en cierto modo sabía que vendrías en nuestra ayuda.

Fiona le dedicó una leve sonrisa.

Se escuchó el sonido de un barril de agua de lluvia haciéndose pedazos y otro estallido de ácido, que indicaba otro drac muerto, cortesía de Ragh.

—Dhamon, ¿cómo nos encontraste? —inquirió Rig—. ¿Cómo sabías que nos habían capturado?

Las ropas excesivamente holgadas del marinero estaban hechas jirones, desgarradas por lo que probablemente eran las zarpas de un drac, y su piel se veía llena de inflamadas cicatrices dejadas por el ácido. Tenía un profundo corte en el antebrazo, y en su cuello había una gruesa cicatriz nudosa que brillaba en un tono rosado a la luz de la antorcha. Fiona parecía macilenta y menuda sin su cota de malla, y mostraba una cicatriz en el lado izquierdo del rostro. Los dos respiraban con dificultad.

—¿Cómo pudiste saber que nos encontrábamos aquí? —insistió el marinero.

—No os buscaba a vosotros —respondió Dhamon, por fin—. No sabía que os habían capturado. Sinceramente, no me importa cómo llegasteis hasta aquí. Estaba buscando… algo.

Agitó la mano para que se movieran pasillo adelante, paseando los ojos por todos los huecos con la esperanza de encontrar unas escaleras. Penetraron en una enorme zona despejada. Allí no había ninguna antorcha, aunque sí había candelabros vacíos, primorosamente trabajados.

—Rig, toma una antorcha del pasillo de ahí atrás, ¿quieres?

El marinero obedeció al momento y distribuyó unas cuantas antorchas más a los prisioneros liberados.

—¿Buscando qué?

Una mirada severa indicó al ergothiano que era mejor no volver a preguntar.

—Nos atraparon unos tramperos —explicó Fiona—. Vimos su fogata después de dejaros a ti y a Maldred en las minas de plata. Parecía como si sólo cazaran animales.

—De los de cuatro patas —interpuso Rig.

—Bajamos la guardia, y nos cogieron. Capturaron a otros de camino aquí. Creo que hemos estado en este lugar durante… no sé cuánto tiempo; semanas, un mes, o más. No teníamos ni idea de lo que nos iban a hacer. Si no hubieras aparecido y…

—Os habrían dejado morir, por lo que parece —indicó el draconiano, mirando a la pareja y a los otros prisioneros liberados, que avanzaban desordenadamente junto a ellos—. O tal vez os habrían convertido en dracs cuando hubieran doblegado por completo vuestras voluntades.

—Hay prisioneros por todas partes aquí abajo —dijo Rig mientras se esforzaba por mantenerse a la altura de Dhamon—. Tú y yo podríamos liberarlos y…

—Tú y yo —indicó el otro en tono sucinto— podemos salir de aquí con el pellejo intacto. No podemos liberar la ciudad, Rig. Tú has conseguido huir simplemente porque yo me perdí por aquí abajo. Maldred está en alguna parte de la ciudad ahí arriba. Tengo que llegar hasta él, y luego los dos nos iremos muy lejos de este lugar.

—Todas estas personas, Dhamon…

Los ojos del marinero se abrieron de par en par.

—Las compadezco —repuso él—. Lo siento por ellas. No soy tan inhumano que no me sienta afectado por esto. —Aceleró el paso, y los que lo seguían tuvieron que correr para mantenerse a su altura—. Pero no pienso arriesgar mi vida por salvar la suya.

—El draconiano —dijo Rig después de recorrer otro centenar de metros—. ¿De qué va todo eso?

—Venganza —respondió Dhamon—. Ragh busca venganza.

Permanecieron en silencio mientras recorrían un pasillo y ascendían por el siguiente, en ocasiones dejando atrás jaulas que contenían cuerpos en descomposición y esqueletos cuyos huesos las ratas habían dejado bien pelados. En una celda, los barrotes estaban tan oxidados que Dhamon les dio un violento tirón y se rompieron. Salió una docena de hombres que apenas podían andar, y que se aferraron los unos a los otros y a las paredes para no caer al mismo tiempo que murmuraban incrédulas frases de agradecimiento.

—¿Qué pasa con los otros? —quiso saber un hombre—. Con las otras celdas.

—Fiona y yo regresaremos a buscarlos —replicó Rig—. Cuando tengamos armas y armaduras, y Caballeros de Solamnia.

Dhamon pasó junto a otras dos celdas, cuyos barrotes eran más un montón de óxido que barras de hierro. También éstas las abrió de un tirón, para seguir luego su marcha sin decir una palabra.

Los prisioneros liberados, casi treinta entonces, constituían un grupo variopinto. Algunos eran evidentemente caballeros de Solamnia y de la Legión de Acero, a juzgar por los andrajosos capotes que lucían. Otros, por sus pieles curtidas y manos encallecidas, parecían labradores o pescadores. Sus edades oscilaban entre apenas salidos de la infancia a mediados de los cincuenta, y los más jóvenes y sanos de entre ellos contaron que se les había dicho que no tardarían en ser convertidos en dracs. Apestaban a sudor y orina, y muchos de ellos tenían llagas infectadas que precisaban cuidados. Un par de hombres de un aspecto tan saludable que era evidente que no llevaban demasiado tiempo encerrados transportaban a un camarada herido entre ambos.

Un número igual de hombres tuvieron que ser dejados atrás debido a que agonizaban o estaban demasiado malheridos, o a que Dhamon no hizo el menor esfuerzo por romper los barrotes. Rig fue dejando muy claro mientras pasaba junto a ellos que haría todo lo que estuviera en su poder para regresar en busca de tantos como pudiera.

Los olores eran intensos, en especial para los agudos sentidos de Dhamon, y éste tenía que hacer grandes esfuerzos para no vomitar.

—Moveos más deprisa —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Moveos u os dejaré aquí para que os pudráis.

Llegaron a un corredor que no tenía salida, y Rig estaba a punto de indicar a los que los acompañaban que dieran media vuelta cuando Dhamon lo detuvo.

—Hay una corriente de aire aquí.

Palpó los ladrillos, oprimió dos, y la pared giró a un lado. Él y Ragh se deslizaron rápidamente al pasillo situado al otro lado, seguidos por el resto.

—Vamos a tener compañía aquí —indicó Dhamon al sivak, pues su agudo sentido del oído así se lo indicaba.

Más adelante se escuchaban los apagados siseos de unos dracs. Se trataba únicamente de dos, y a los pocos instantes no eran más que charcos de ácido sobre el suelo.

El siguiente túnel que tomaron estaba seco y olía a cerrado. El techo estaba repleto de telarañas, que la cabeza del sivak iba apartando. Lo siguieron durante casi una hora mientras serpenteaba y giraba sobre sí mismo, pasando junto a innumerables antorchas mágicas, colocadas en candelabros esculpidos.

—Ya no estoy seguro de qué dirección estamos siguiendo —dijo Dhamon al draconiano—, pero da la sensación de que vamos hacia el norte. Y…

Una pizca de aire fresco llegó hasta él, proveniente de una grieta en la pared, y Dhamon se apresuró a introducirse por ella, haciendo una seña a los demás para que lo siguieran.

Algunos minutos más tarde, penetraban en una cueva recubierta de moho. Las pocas antorchas que los hombres sostenían no proyectaban luz suficiente como para llegar a todas las paredes, pero la luz que llevaba uno de los hombres mostró otra grieta, ésta más amplia y con escalones que ascendían. Sin una palabra, Dhamon encabezó la marcha, escuchando con atención, con la esperanza de oír lo que pudiera aguardarles más adelante, pero no detectó otra cosa que el golpear de pies sobre los peldaños a su espalda.

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