—Puedes enviarlo al vestíbulo cuando haya terminado.
Los dedos del draconiano encontraron una grieta.
—He dicho que no vas a ir a ninguna parte, bestia.
El sivak se volvió. Maab se hallaba sólo a unos pocos pasos de distancia, con una mano huesuda posada sobre la cadera; la otra gesticulaba en el aire. Las uñas de dos de sus dedos despedían un pálido resplandor verde.
—He decidido un precio por curar al humano… y ese precio eres tú. Criatura, serás un magnífico criado, mejor que los que corretean por mi castillo. Eres fuerte y listo, a juzgar por el modo como hablas. El humano debe renunciar a su bien adiestrada mascota. A mi hermana le gustas; me lo acaba de decir. Hemos decidido que tú eres mi precio por curar a Dhamon.
El resplandor se extendió a sus otros dedos; luego, toda su mano adaptó una macilenta tonalidad verdosa, que avanzó lentamente por el brazo y desapareció bajo la manga.
—No volveré a ser esclavo de nadie —siseó el sivak.
—Lo siento, criatura. Serás mía. No será tan malo. Puedes atrapar grandes ratas rechonchas para mi hermana.
Ragh actuó con tal rapidez que cogió a la hechicera por sorpresa; levantó la espada y la proyectó en sentido horizontal con todas sus fuerzas. El arma alcanzó el cuello de la mujer en el mismo instante en que el brillo verde surgía de sus dedos y fluía en dirección al sivak. El draconiano se acuclilló, y la hoja hendió el cuello y seccionó la cabeza de los hombros. Una neblina verde quedó suspendida justo por encima de la cabeza de la criatura, y ésta se arrastró por debajo de ella.
—Odio a los hechiceros —masculló al mismo tiempo que limpiaba la hoja en la capa apolillada de la mujer—, hasta tal punto que no pienso adoptar tu aspecto, anciana. Mi querida anciana, no eras tan poderosa, al fin y al cabo. Sólo estabas loca.
El sivak fue hacia el baúl de marinero y lo abrió; estaba vacío. Introdujo el cuerpo y la cabeza en el interior, y se colocó la rana de jade alrededor del cuello; a continuación, limpió apresuradamente la sangre, y entonces recordó el escudo.
—Querida hermana, será mejor que le hagas compañía.
Depositó el escudo encima del cuerpo y deslizó el baúl debajo de la mesa donde estaba Dhamon. Después regresó a la pared, teniendo buen cuidado de no tocar la neblina verde, aunque intentó localizar el mecanismo que podía abrir la puerta secreta.
—Me siento como si un elefante me hubiera pisado la cabeza.
Ragh giró en redondo y encontró a Dhamon incorporado sobre la mesa, con las ropas y la piel veteadas con un arco iris de colores producto de las mezclas de Maab. Tenía la cara sofocada y brillante, un recordatorio de su fiebre, y todo lo sufrido le había dejado el rostro macilento. Tomó unas cuantas bocanadas de aire y sacudió la cabeza, apartando la enmarañada melena del rostro.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si ese mismo elefante se hubiera sentado también sobre mi pecho. Me sentiría mejor si me devolvieras la espada.
Pasó las piernas con cuidado por encima del borde de la mesa, arrojando al suelo unos cuantos de los cuencos de la anciana y haciendo una mueca dolorida cuando éstos se estrellaron con estrépito contra el suelo de piedra.
—Sigo oyendo mejor de lo que debería —masculló—. En cuanto a la escama…
Cerró los ojos y soltó un profundo suspiro. Cuando los abrió contempló su pierna y empezó a frotar los polvos de colores y la arena. Éstos estaban húmedos y terrosos, y tardó un tiempo en conseguir eliminarlos.
Había una gran escama debajo, pero el grupito de escamas más pequeñas había desaparecido.
Dhamon contempló con fijeza la carne y sofocó un sollozo.
—Debería haber sabido que no existe cura —dijo—. Debería haberlo sabido.
—Es por eso por lo que se fue… con su hermana —indicó el sivak—. Temía que te enojaras al ver que no podía ayudarte. Dijo que se moría de ganas de comerse sus ratas.
Dhamon dio unos golpecitos a la pierna, que estaba dolorida allí donde habían estado las escamas de menor tamaño.
—Al menos, consiguió algo —farfulló; se le hizo un nudo en la garganta, y echó la cabeza hacia atrás—. Debería haber sabido que no había esperanza. Todo esto fue una pérdida de tiempo. Tendría que haber…
—Yo todavía tengo la esperanza —le interrumpió el sivak— de que mientras estemos aquí en la ciudad podamos encontrar y matar a Nura Bint-Drax.
Dhamon saltó de la mesa y fue hacia el draconiano con la mano extendida.
—La quiero muerta tanto como tú, pero no voy a ir tras ella. Tengo que localizar a Mal. Ante todo, los dos debemos salir de este lugar.
Ragh le entregó la espada con cierta renuencia, y Dhamon se apresuró a envainarla.
—Veamos si podemos encontrar el modo de subir hasta la calle. Me pregunto qué hora es.
Dhamon paseó la mirada por la habitación y observó la presencia de una neblina verde que se desvanecía y que la esfera de luz del techo empezaba a perder brillo y a liberar las sombras de los rincones.
Pasó junto al sivak para dirigirse a un hueco entre librerías, y sus dedos apretaron los ladrillos, hasta que encontró uno que se movió. La pared se abrió, y penetró en el estrecho pasillo del otro lado.
—¿Vienes? —dijo volviendo la cabeza para mirar a Ragh.
Dhamon clavó la mirada pasillo abajo. Éste parecía en cierto modo diferente de como era cuando lo había recorrido para llegar al laboratorio; no era curvo, sino esquinado y más estrecho en ciertos sitios. El aire también olía de manera distinta. No se percibía ni rastro del aroma a flores silvestres que había habido cuando la anciana estaba presente, y entonces la atmósfera estaba cargada y llena de humedad.
A lo mejor habían salido por un lugar que no era el mismo por el que habían entrado al laboratorio. Se volvió y descubrió que la pared se había cerrado detrás de él, y aunque recorrieron con los dedos la superficie de piedra, ni él ni el sivak consiguieron localizar un modo de volver a abrir aquella sección.
—Deberías haber obligado a la hechicera a que esperara hasta que yo despertara —dijo al draconiano.
—No quiso escucharme —replicó éste, malhumorado.
Dhamon profirió un profundo suspiro y marchó por el corredor. Dejaron atrás una antorcha tras otra, cada una sostenida por una escultura distinta en la pared: una era un elefante, y la antorcha hacía de trompa; otra, un babuino. Había varias criaturas que no pudieron identificar. Anduvieron durante varios cientos de metros sin decir una palabra, y Dhamon se preguntó por un instante si cada candelabro de pared no estaría conectado a una puerta secreta que conducía a estancias repletas de tesoros de Maab o de secuaces de Sable. En otro momento, tal vez habría querido explorar, especialmente si Mal hubiera estado con él; pero entonces todo lo que deseaba era encontrar una salida.
—Tendría que haber hecho que Mal viniera aquí con nosotros —dijo al sivak.
Viajaron, según se figuró Dhamon, durante casi un kilómetro, pero no llegaron a ningún otro pasillo. Ni tampoco encontraron una escalera que los condujera de vuelta a la torre de la anciana. La cólera de Dhamon ante la situación iba en aumento, pero hizo todo lo posible por controlarla; no era culpa del sivak que se hubieran perdido, o que la enloquecida anciana hubiera desaparecido.
—Aquí —declaró el draconiano minutos más tarde.
La criatura se había detenido frente a un candelabro que parecía la cabeza de un caimán de hocico chato.
—Noto aire que sale de una rendija aquí.
Dhamon contempló con fijeza la escultura, y luego la pared a ambos lados de ella. Distinguió grietas alrededor de dos de los ladrillos, defectos que no habría detectado antes de que sus sentidos se tornaran tan anormalmente agudos. Concentrándose, sintió el contacto del aire sobre su piel. El olor seguía siendo opresivo, pero distinto, y percibió un tenue olor a sangre y a detritus humanos. No habían olido nada parecido cuando descendieron.
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