Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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Mina se puso de pie. Consciente de que la irritada diosa la seguía con la mirada, pasó delante del tablero de khas, de la armadura desmoronada y de los dos sillones, y se dirigió al rincón del fondo. El yelmo de cráneo de carnero estaba tirado en el suelo. Mina miró de reojo a Zeboim. Los iris siempre cambiantes de la diosa habían adquirido un matiz tan gris como los muros pétreos del alcázar. Los incansables vientos agitaban su cabello y sus ropas.

«Quería atraparme —se dijo Mina mientras se daba la vuelta—. Que estuviera en deuda con ella al prodigarme riquezas. No mentí. Mi lealtad y mi fe están con los muertos, sólo que no con los que ella cree.»

La joven recogió el yelmo y lo examinó con curiosidad. Los cuernos del carnero se retorcían hacia atrás desde el espantoso cráneo que formaba el visor. Cada caballero era libre de elegir su propio símbolo en el diseño de la armadura. A Mina le resultaba fascinante que Krell hubiese escogido un carnero. Debía de haber sentido la necesidad de demostrar algo. Levantó el pesado yelmo y se lo puso torpemente bajo el brazo. Las puntas de los cuernos y los bordes dentados de acero se le hincaron en la carne.

—¿Algo más? —inquirió Zeboim con mordacidad—. A lo mejor te apetece tener una de sus botas como recuerdo.

—Te lo agradezco, señora —respondió Mina, que fingió no percatarse del sarcasmo e hizo una reverencia—. Te honro y te venero.

Zeboim resopló desdeñosamente, sacudió la cabeza y observó a la joven con los ojos entrecerrados.

—Juraría que hay algo más que quieres.

Mina se olió una trampa. Intentó descifrar qué se traía entre manos la diosa.

—¿Un viaje seguro desde esta maldita roca? —sugirió Zeboim.

Mina se mordió los labios. Quizá había llegado demasiado lejos. La diosa de las olas podría ahogarla sin ningún problema.

—Sí, majestad —contestó con el tono más humilde que pudo darle a su voz—. Aunque tal vez sea más de lo que merezco.

—Ahórrate esa actitud rastrera para aquellos a quienes les guste —espetó Zeboim, taciturna —. Empiezo a lamentar haberte otorgado mi favor. Creo que voy a echar de menos atormentar a Krell.

«No me habéis hecho ningún favor, señora», se dijo Mina para sus adentros. Esperó, tensa, el veredicto de la diosa. Ni siquiera Chemosh podría protegerla cuando se hiciera a la mar, que era jurisdicción de Zeboim.

La diosa lanzó a Mina y al yelmo una última mirada que resultó desdeñosa y burlona. Luego giró sobre sus talones y abandonó la biblioteca. El viento de su ira aulló y se descargó sobre Mina, sacudiéndola implacable hasta que a la joven no le quedó más opción que ponerse a gatas para eludir su azote. Se quedó agazapada, gacha la cabeza y ceñido el yelmo entre sus brazos, mientras el viento la flagelaba.

Entonces renació la calma. El viento exhaló un último e irritado siseo ante de amainar por completo.

Mina suspiró profundamente. Ésa era la respuesta de la diosa o, al menos, confiaba en que lo fuera. Se incorporó tan de prisa que se tambaleó y a punto estuvo de caer de nuevo. Los encuentros con el Caballero de la Muerte y con la diosa la habían dejado exhausta, tanto física como psíquicamente. Estaba muerta de sed y, a pesar de los abundantes charcos de lluvia, casi tan grandes y profundos como estanques, el agua tenía un aspecto oleoso y olía a sangre. No la bebería ni por todos los collares de perlas del mundo. Y aún le quedaba regresar a la Escalera Negra, descender por aquellos peldaños rotos y resbaladizos hasta el pequeño velero que esperaba abajo y después realizar la travesía por la mar gruesa, los senos de una deidad furiosa.

Echó a andar cansinamente hacia la puerta. Al menos la tormenta había amainado. La tromba de agua se había convertido en una susurrante llovizna. El viento estaba en calma, aunque de vez en cuando resurgían rachas violentas y cortas.

—Bien hecho, Mina —dijo Chemosh—. Estoy satisfecho.

Mina levantó la cabeza y miró a su alrededor con la esperanza de que el dios estuviese allí con ella, en el Alcázar de las Tormentas. No se lo veía por ningún sitio y la joven comprendió al punto que había sido tonta al pensar que podría haber ido a la isla. Zeboim seguiría vigilándola y la presencia del dios lo desvelaría todo.

—Me alegra haberte complacido, mi señor —musitó Mina, para quien el elogio de Chemosh actuó como una hoguera que le dio calor.

—Zeboim cumplirá su promesa y mantendrá la mar en calma. Te admira. Todavía alberga la esperanza de ganarte para su causa.

—Jamás, mi señor —respondió con firmeza la joven.

—Lo sé, pero ella no lo sabe y, en consecuencia, no pongan a prueba su paciencia mucho tiempo. ¿Tienes el yelmo de Krell? —Sí, señor. Lo llevo conmigo, como ordenaste. —Mantenlo a buen resguardo. —Sí, señor.

—Que los vientos te traigan en seguida a mis brazos, Mina —dijo el Señor de la Muerte.

Ella sintió un roce en la mejilla, un beso depositado en su piel. Se llevó la mano a la cara, cerró los ojos, y se deleitó con la calidez de la caricia. Cuando abrió los ojos, había recuperado las fuerzas como si hubiese comido y bebido.

Pensando en la seguridad del yelmo, despojó a uno de los muchos cadáveres de la capa harapienta y envolvió en ella la pieza de armadura, tras lo cual aseguró el paquete con el cinturón que quitó a otra de las víctimas. Acarreando el yelmo en el envoltorio, salió de la Torre del Lirio y cruzó la plaza de armas, en dirección a la Escalera Negra y a su pequeño velero.

8

Desde su ventajosa posición en el cielo, Zeboim observó cómo el balandro de Mina se mecía a través de las aguas del mar que resplandecían con el sol y se dirigía hacia una franja de costa desierta y rocosa. Siendo una diosa impaciente y cruel, Zeboim podría haber levantado una ola para que volcara la pequeña embarcación o llamar a un dragón marino para que la devorara o infinidad de cosas más con las que atormentar o matar a la mortal. Eso no habría significado nada para ella, que a veces hundía barcos llenos de almas vivientes y mandaba a pasajeros y tripulantes a una muerte aterradora por ahogamiento o los veía sufrir durante días y días, acurrucados en los minúsculos botes salvavidas hasta que morían de sed y la exposición a condiciones climáticas extremas, o los devoraban los tiburones.

Zeboim disfrutaba con sus súplicas desesperadas. Le encantaba oírlos invocarla. Le prometían cualquier cosa con tal de que les perdonara la vida. A veces no les hacía caso y los dejaba morir. Otras escuchaba sus plegarias y los salvaba. No actuaba simplemente por capricho, como a menudo se la acusaba por parte de los mortales y de los otros dioses. Era una diosa inteligente, calculadora, que sabía cómo actuar ante un público.

Los marineros muertos no dejaban regalos en sus altares ni alzaban al cielo cantos de alabanza para ella. Pero los marineros que escapaban a la muerte por ahogamiento jamás pasaban ante un santuario de la Diosa del Mar sin detenerse para dejar una muestra de su gratitud. Los marineros que temían ahogarse le hacían las mejores ofrendas con la esperanza de ganarse su favor. A fin de conseguir que todos regresaran a ella, Zeboim tenía que ahogar a unos pocos de vez en cuando. Otro tanto ocurría con huracanes y maremotos, inundaciones y ciclones. El hombre que veía a su hijo arrastrado por un torrente clamaba su nombre para bendecirla o para maldecirla, dependiendo de si su mano bajaba y sacaba al chico o lo mantenía bajo las aguas. Bendiciones o maldiciones, ambas cosas eran alimento en su mesa ya que a la siguiente estación de lluvias ese hombre acudiría a su santuario para suplicarle que perdonara la vida de sus otros hijos.

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