Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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—Lo estás, Krell. Y jamás lo olvidarás.

—¿Tus órdenes, mi señor?

Los pensamientos de Chemosh no dejaban de desviarse hacia Mina, y el Caballero de la Muerte empezaba a resultarle una molestia insoportable.

—Todavía no tengo órdenes para ti —dijo—. Le estoy dando vueltas a un plan en el que tomarás parte, pero aún no es el momento adecuado. Tienes permiso para marcharte.

—Sí, mi señor. —Krell hizo una reverencia y echó a andar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones, desconcertado—. ¿Marcharme adonde, mi señor?

—A donde quieras, Krell —replicó Chemosh, impaciente. Tenía los ojos puestos en Mina, igual que los de la joven estaban prendidos en los de él.

—¿Puedo ir a cualquier parte? —Krell quería estar completamente seguro—. ¿La diosa no puede alcanzarme?

—No, pero yo sí puedo —dijo Chemosh, que perdía la paciencia por momentos—. Ve a donde quieras, Krell. Lleva a cabo cualquier barbaridad que se te ocurra, pero no aquí.

—¡Así lo haré, mi señor! —Krell hizo otra reverencia—. En ese caso, mi señor, si no me necesitas para nada más...

—Lárgate, Krell.

—Esperaré tu llamada, mi señor. Hasta entonces, me despido. Adiós.

Krell salió del mausoleo acompañado del tintineo metálico de la armadura. Chemosh cerró de golpe la puerta de bronce tras él y la atrancó.

—Creía que habías sido muy hábil al capturar a ese desdichado, Mina, pero ahora veo que podría haber mandado a un enano gully a buscarlo. —Chemosh le sonrió para que comprendiera que estaba bromeando y alargó las manos hacia la joven, que las agarró y se acercó a él.

—¿Y cuál va a ser mi recompensa, mi señor?

Los ojos ambarinos brillaban; su cabello era una llamarada roja y dorada. Las manos apretaban las suyas y el dios sintió la suavidad de la piel recubriendo la dureza de los huesos. Podía percibir la sangre palpitante que circulaba por las venas y ver el latido de la vida en el hueco de la garganta. Estrechándola contra sí, se deleitó con su calidez, la calidez de la vida, la calidez de la mortalidad.

—¿Cómo he de servir a mi señor? —preguntó Mina.

—Así —contestó y la tomó en sus brazos.

Le besó los labios. Le besó el hueco de la garganta. Le quitó la blusa que la cubría y, ciñéndola, oprimió la boca contra el seno, por encima del corazón.

El beso abrasó la carne, que empezó a ennegrecerse con su tacto. Mina gritó. Se puso rígida y se retorció de dolor mientras forcejeaba entre sus brazos. Él la retuvo con firmeza, pegada contra sí. Y entonces, muy despacio, se apartó.

La joven se estremeció, suspiró. Abrió los párpados y lo miró a los ojos. Después, con un gesto de dolor, bajó la vista a su seno.

Tenía una marca, la huella de sus labios, grabada a fuego en la piel. —Eres mía, Mina—dijo Chemosh.

El beso había traspasado carne y hueso y había llegado al corazón. La joven sentía rebullir en su interior el poder que acababa de darle y se inclinó hacia él con los labios entreabiertos, anhelando que la besara una y otra vez.

—Soy tuya, mi señor.

El deseo, doloroso, se adueñó de Chemosh, que ya no se lo cuestionó. La tomaría, la haría suya, pero necesitaba estar seguro de que ella lo entendía.

—No serás una esclava para mí, como lo fuiste de Takhisis.

Le acarició el cuello, pasó los dedos sobre la huella dejada por su beso. La carne estaba chamuscada y empezaba a formarse una ampolla donde sus labios la habían tocado. Recorrió con el dedo el trazo del negro estigma de su beso.

—Serás mi Suma Sacerdotisa, Mina. Saldrás al mundo a ganar seguidores para mí, seguidores que sean jóvenes, fuertes y hermosos como tú. Seré su dios, pero tú serás su señora. Tendrás poder sobre ellos, un poder absoluto, el poder de la vida y la muerte.

—¿Qué aliciente puedo ofrecerles, mi señor? —inquirió Mina—. A los jóvenes no les gusta pensar en la muerte...

—Les darás un regalo mío. Un don de valor excepcional, uno que la humanidad ha deseado desde el principio de los tiempos.

—Haré con gusto lo que me pidas, mi señor —dijo Mina, que respiraba de forma entrecortada.

Chemosh le retiró el rojo cabello con la mano. Los sedosos mechones se enredaron en sus dedos. Los labios de la joven eran cálidos y anhelantes, tan cálidos como su carne, que se rindió a su contacto.

Estrechó fuertemente su cuerpo contra el suyo. Ella se le entregó con apasionado desenfreno, y Chemosh dejó de preguntarse cómo podía un dios hallar placer en los brazos de una mortal. Sólo se preguntó por qué había tardado tanto en descubrirlo.

Libro II

Cenizas

1

El palanquín negro llegó a la ciudad de Staughton por la mañana temprano el primer día de primavera, una festividad conocida como Alborada. Los festejos incluían una feria, un banquete y el Baile de la Flor. Siendo una de las festividades del calendario más populares, la celebración de la Alborada atraía multitud de gente a Staughton todos los años. Aunque el día todavía era sólo una franja roja y cálida en el horizonte, las puertas que daban acceso a la ciudad amurallada, situada al norte de Abanasinia, ya se encontraban atascadas de gente.

Las colas avanzaban rápidamente porque los guardias estaban de buen humor, como la mayoría de las personas que formaban las filas. La Alborada señalaba el final del frío y oscuro invierno y el regreso del sol. Era una fiesta ruidosa con la que se celebraba la vida. Habría bebida, baile, risa y jolgorio. Los participantes despertarían al día siguiente con dolor de cabeza, recuerdos borrosos y una vaga sensación de remordimiento, lo que significaba que debían de haberlo pasado en grande. A los bebés que nacían nueve meses después de esa noche se los llamaba «hijos de la primavera» y se los consideraba afortunados. Tras esta festividad siempre había bodas que se celebraban con precipitación.

La propia índole del festejo atraía a todos los zánganos y maleantes que había en kilómetros a la redonda: rateros, cortabolsas, timadores, busconas y jugadores. Los guardias sabían que era inútil tratar de impedirles que entraran en la ciudad; los que fueran rechazados en una de las puertas lo intentarían por otra y al final encontrarían el modo de pasar. El corregidor les había dicho a los guardias que no hacía falta que retuvieran la fila por hacer demasiadas preguntas a la gente, que así se enfadaría, y él quería que se gastara dinero en los puestos del mercado, en posadas y en tabernas. Sí tenían orden de rechazar a todos los kenders, pero eso era más que nada por cubrir el expediente. Tanto los guardias como los kenders sabían que, para el mediodía, estos últimos abarrotarían alegremente la ciudad.

El invierno había sido benigno en esta parte de Abanasinia, así que entre eso y la muerte de la temible Beryl había mucho que celebrar. Algunos sugirieron que también deberían celebrar el retorno de los dioses, pero la mayor parte de los habitantes de la ciudad tenía sentimientos encontrados al respecto. Staughton siempre se había considerado una ciudad virtuosa. La gente echó de menos a los dioses cuando desaparecieron la primera vez, durante el Primer Cataclismo, pero la vida continuó y la gente se acostumbró a que los dioses no estuviesen por allí. Entonces los dioses regresaron y la gente se alegró de verlos de nuevo, y la vida siguió con los dioses igual que había seguido sin ellos. Los dioses volvieron a marcharse durante el Segundo Cataclismo, y en esta ocasión la gente estaba tan ocupada en seguir adelante con la vida que apenas lo notó. Ahora los dioses habían vuelto otra vez y todo el mundo decía que estaba contento, pero en realidad todo era tan aburrido... Que si ahora cerrar los templos; que si ahora abrirlos; que cerrarlos; que volver a abrirlos. Y, mientras tanto, la vida seguía.

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