Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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Staughton había sido una villa de unos doscientos vecinos en la época del Primer Cataclismo. Había crecido y prosperado en los siglos transcurridos desde entonces. Su población rondaba los seis mil habitantes en la actualidad y había sobrepasado las murallas en dos ocasiones, de forma que se habían derribado, se habían desplazado y se habían vuelto a levantar. Había ahora una parte interior, que se llamaba la Ciudad Antigua, un anillo exterior conocido como la Ciudad Nueva, y otra ampliación que, de momento, no tenía un nombre oficial pero a la que en la localidad se referían a ella como la «más nueva». Todas las partes de la ciudad aparecían limpias para la ocasión y engalanadas con banderitas y flores de primavera. La juventud se despertó temprano, ansiosa de que la diversión empezara. Éste era su día de jolgorio, un día en el que los padres y las madres se quedaban convenientemente ciegos a los besos robados y a la medianoche como hora marcada para volver a casa.

Éste era el día y tal era el talante de la ciudad y de sus gentes cuando el palanquín negro, moviéndose lenta y majestuosamente, apareció en la calzada que llevaba a la población. De inmediato llamó la atención. Los que aguardaban en la fila y lo vieron en primer lugar lo contemplaron con asombro y después tiraron de la manga a los que tenían delante para decirles que se volvieran para mirar. A no tardar, toda la hilera de gente que esperaba para entrar en la ciudad estiraba el cuello y lanzaba exclamaciones maravilladas al verlo.

El palanquín no se sumó a la fila sino que avanzó calzada adelante, hacia las puertas. La gente se apartó a un lado para dejar que pasara. Un silencio asombrado e intranquilo cayó sobre la multitud. Nadie, desde el noble caballero hasta el mendigo itinerante, había visto nada semejante.

Las cortinillas eran de seda negra y se mecían suavemente con el movimiento de los porteadores. La caja era negra e iba orlada con brillantes calaveras doradas. Las porteadoras, porque eran mujeres, eran las que más llamaban la atención: cuatro humanas, de más de metro ochenta de estatura y musculosas como hombres. Se parecían todas y eran muy bellas. Vestían túnicas negras de una tela transparente que se les pegaba al cuerpo, de manera que parecía que casi se podía ver a través del vaporoso tejido, que ondeaba con el movimiento de sus pasos. No miraban ni a izquierda ni a derecha, ni siquiera a unos jóvenes ebrios que les gritaron al pasar por delante. Andaban con gesto frío e impasible, el peso de su carga transportado sobre los hombros con facilidad.

Los que consiguieron apartar la mirada de las porteadoras echaron un vistazo al interior del palanquín para tratar de ver a la persona que viajaba en él. Las cortinillas negras, gruesas y rematadas con una pesada orla de cuentas doradas, obstruían la vista.

Mientras el palanquín pasaba, un hombre —clérigo de Kiri—Jolith— reconoció las calaveras doradas que adornaban los costados.

—Cuidado, pequeños —advirtió mientras corría para agarrar a unos chiquillos bulliciosos que corrían al lado del palanquín—. ¡Esas calaveras son símbolos de Chemosh!

De inmediato se corrió la voz por la fila de la gente de que la persona que viajaba en el palanquín era un clérigo del Señor de la Muerte. Algunos temblaron con un escalofrío y desviaron la mirada, pero la mayoría se sintió intrigada. Del palanquín no irradiaba la sensación de miedo; por el contrario, una dulce fragancia de perfume penetrante emanaba por las cortinillas al mecerse éstas.

El clérigo de Kiri—Jolith, que se llamaba Lleu, vio que la gente sentía curiosidad, no miedo, y ello le causó inquietud al no saber qué hacer. Los clérigos de todos los dioses habían esperado que Chemosh intentara asir las riendas del poder que manejaba Sargonnas. Durante un año, desde el retorno de los dioses, los clérigos habían especulado respecto al audaz paso que daría. Por lo visto, Chemosh ya se había puesto en marcha finalmente. Lleu advirtió que muchos lo observaban con expectación, esperando que montara un número. Guardó silencio mientras las extrañas porteadoras pasaban junto a él, si bien clavó la vista en las cortinillas para tratar de atisbar quién iba dentro.

Una vez que el palanquín hubo pasado, dejó su sitio en la fila para, caminando al margen de la multitud, seguirlo discretamente. Cuando el palanquín llegara a las puertas, la persona que iba dentro tendría que identificarse a los guardias, y Lleu se proponía echarle una ojeada.

No obstante, muchos otros habían tenido la misma idea y la multitud se adelantó en tropel, de forma que se apelotonaron detrás del palanquín mientras se daban codazos para tener mejor vista. Los guardias, al oír que aquello tenía algo que ver con Chemosh, habían enviado a un corredor de la guarnición a pedir instrucciones al corregidor. El corregidor llegó a caballo para encargarse de la situación e interrogar personalmente a esa persona. Se hizo un profundo silencio en la multitud cuando el palanquín llegó a las puertas, y todos esperaron descubrir algo del misterioso ocupante.

El corregidor echó un vistazo al palanquín y a las mujeres que lo transportaban y se rascó la mejilla en un gesto obvio de no saber cómo proceder.

—Mi señor corregidor —saludó en voz baja Lleu—, si puedo servirte de ayuda...

—¡Hermano Lleu, me alegra verte de vuelta! —exclamó el corregidor con alivio. Se inclinó en la silla para mantener un breve intercambio— ¿Crees que es un clérigo de Chemosh?

—Es lo que creo, señor —respondió Lleu—. Clérigo o sacerdotisa. —Echó una ojeada al palanquín—. Las calaveras doradas son las de Chemosh, sin lugar a dudas.

—¿Qué hago? —El corregidor era un fornido hombretón acostumbrado a ocuparse de reyertas tabernarias, no de mujeres de un metro ochenta cuyos ojos no se movían y que cargaban con un palanquín que transportaba a un viajero desconocido—. ¿Les mando largarse con viento fresco?

Lleu estuvo tentado de responder afirmativamente. La llegada de Chemosh no era buena señal para nadie, de eso estaba seguro. El corregidor tenía autoridad para negar la entrada a cualquiera por cualquier razón.

—Chemosh es un dios del Mal. Creo que estaría dentro de tu jurisdicción...

—¿Hacer qué? —inquirió una voz de mujer que temblaba de indignación—. ¿Prohibir al representante de Chemosh el paso a vuestra ciudad? ¡Supongo que eso significa que lo siguiente que haréis será prender fuego a mi santuario y expulsarme a mí!

Lleu suspiró profundamente. La mujer vestía los ropajes verdes y azules propios de una sacerdotisa de Zeboim. La ciudad de Staughton se alzaba a orillas de un río. Zeboim era una de las diosas más populares de la ciudad, sobre todo en la estación de lluvias. Si el corregidor negaba el acceso al representante de uno de los dioses de la oscuridad, se correría el rumor de que Zeboim sería la siguiente en marcharse.

—Deja que pasen —dijo Lleu, que agregó en voz alta para que la muchedumbre lo oyera—: Los dioses de la luz fomentan el libre albedrío. No le decimos a la gente en qué puede creer o en qué no.

—¿Estás seguro? —preguntó el corregidor, ceñudo—. No quiero ningún problema.

—Es lo que te aconsejo, mi señor. La decisión, por supuesto, es tuya.

Los ojos del corregidor pasaron de Lleu a la sacerdotisa de Zeboim, y de ésta, al palanquín. Ninguno de ellos le sirvió de mucha ayuda. La sacerdotisa de Zeboim lo observaba con los ojos entrecerrados. Lleu había dicho todo cuanto tenía que decir. El palanquín seguía parado delante de las puertas, y las porteadoras esperaban pacientemente.

El corregidor se adelantó para dirigirse al ocupante invisible.

—Tu nombre y la naturaleza de los asuntos que te traen a nuestra bella ciudad —inquirió en tono enérgico.

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