Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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Krell y Ariakan habían pasado muchas horas ante el tablero de khas. El recuerdo de aquellas horas había acudido impetuoso a la mente del caballero mientras tramaba el asesinato de su comandante. Ariakan siempre le había ganado al khas.

El tablero redondo del khas, con sus recuadros hexagonales negros, rojos y blancos, se hallaba en su sitio habitual, encima de un pedestal de hierro forjado que había delante de un gran hogar abierto en el suelo. Las piezas de jade azabache y verde, talladas a mano, se enfrentaban unas a otras sobre el campo de batalla cuadriculado en negro, rojo y blanco. Krell se encontraba en mitad de una partida contra sí mismo (juegos en los que ganaba por regla general), pero había retirado las piezas con el propósito de ponerlas en su posición de inicio.

Ahora tendría que empezar otra vez. Enfurruñado, alargó la mano enguantada, agarró un peón y lo movió al cuadrado adyacente. Soltó el peón y estaba a punto de levantarse para ponerse en la silla que había al otro lado del tablero cuando cambió de opinión. Utilizaría otra apertura. Alargó la mano hacia el peón e iba a cambiarlo de posición cuando una voz —la voz de una persona viva— le habló justo encima del hombro.

—No puedes hacer eso —dijo Mina—. Va contra las reglas. Has apartado la mano de la pieza y debe quedarse donde la pusiste.

Ni en la vida ni en la muerte Ausric Krell jamás se había quedado tan estupefacto como en ese momento.

Se giró velozmente para ver quién había hablado. Era una mujer esbelta, con el cabello de un tono rojo ardiente como su ira y los ojos de color ambarino; llevaba la ropa empapada y sostenía una palanca en las manos. La barra de hierro se dirigía hacia su cabeza.

Sobresaltado al verla con vida cuando había dado por hecho que estaba muerta, impresionado por la temeridad de la mujer y por el hecho de que no estuviese postrada de terror ante él, y cogido por sorpresa por la repentina rapidez del ataque, Krell sólo tuvo tiempo de soltar un furioso gruñido antes de que la barra de hierro se descargara sobre su yelmo.

Una ardiente llamarada alumbró la perpetua oscuridad en la que Krell vivía y después se apagó.

La negrura de Krell se hizo aún más negra.

El golpe de Mina, asestado con toda la fuerza que le prestaban el miedo y la decisión, desprendió el yelmo de Krell del cuerpo y lo lanzó rebotando y repicando por el suelo hasta que chocó contra algunos cadáveres que había amontonados en un rincón. La armadura en la que su energía de muerto viviente estaba encerrada permaneció erguida, sentada en el sillón, medio vuelta hacia ella, una mano todavía extendida hacia la pieza de khas y la otra alzada en un gesto inútil de frenar el ataque de Mina.

La joven enarbolaba la barra en alto y observaba tanto el yelmo tirado en el suelo como la armadura sentada en el sillón, lista para descargar otro golpe si cualquiera de las dos cosas hacía el más mínimo movimiento.

El yelmo continuó inmóvil. La armadura tampoco se movió. Podría haber sido una de las que se exhibían en el palacio de un noble palanthino. Mina estaba a punto de soltar un suspiro trémulo y bajar la palanca, cuando la puerta se abrió violentamente a su espalda y golpeó contra la pared de piedra con un batacazo tan fuerte que faltó poco para que se le parara el corazón del susto. Mina enarboló la barra y se giró rápidamente para enfrentarse a su nuevo adversario.

La fuerte ráfaga de viento precedía a la diosa.

Zeboim parecía vestida de tormenta, con las ropas ondeando de forma continua, agitadas por los vientos cambiantes que giraban a su alrededor cuando entró en la estancia. Mina soltó la palanca y cayó de hinojos.

—Diosa del Mar y la Tormenta, he hecho lo que prometí. Lord Ausric Krell, el caballero traidor que asesinó vilmente a tu hijo, ha sido aniquilado.

Gacha la cabeza, Mina atisbo por debajo de las pestañas para ver la reacción de la diosa. Zeboim pasó a su lado sin mirarla, con los ojos verde mar clavados en la armadura manchada de sangre y en el yelmo, tirado en un rincón, lo único que quedaba de Ausric Krell.

Zeboim tocó la armadura con las puntas de los dedos y después le dio un empujón.

La armadura se desmoronó. Los guanteletes cayeron al suelo. La coraza se inclinó en el sillón. Las grebas se desplomaron a derecha e izquierda. Los botas siguieron rectas, sin moverse del sitio. Zeboim se aproximó al yelmo. Asomó un delicado pie por debajo del repulgo y empujó desdeñosamente el yelmo con la puntera. El casco de cráneo de carnero se balanceó un poco y después se quedó quieto. Las cuencas vacías, oscuras como la muerte, miraban al vacío.

Mina siguió de rodillas, inclinada la cabeza, con los brazos cruzados sobre el pecho en un humilde gesto implorante. El viento, escolta de la diosa, era gélido y crudo, y Mina tiritaba de forma incontrolable. Por el rabillo del ojo siguió vigilando a la diosa.

—¿Tú hiciste esto, sabandija? —demandó Zeboim—. ¿Tú sola? —Sí, majestad —contestó Mina con humildad.

—No te creo. —Zeboim echó una rápida ojeada en derredor, como si estuviera segura de que tenía que haber un ejército escondido en los estantes o un guerrero poderoso metido dentro de un armario. Al no encontrar más que ratas, la diosa volvió la vista hacia Mina—. Claro que eras la protegida de mamá. Tiene que haber algo más en ti de lo que se aprecia a simple vista.

La voz de la diosa se suavizó, adquirió la calidez de la primavera, una ondulación de aliento en el agua bañada de sol.

—¿Has elegido una deidad nueva a la que seguir, pequeña?

Antes era «sabandija». Ahora, «pequeña». Mina ocultó una sonrisa.

Había visto venir esa pregunta y tenía preparada la respuesta. Contestó sin alzar la vista.

—Mi lealtad y mi fe están con los muertos.

Zeboim frunció el entrecejo, al parecer contrariada.

—¡Bah! Ahora Takhisis no puede hacer nada por ti. Una fe como la tuya debería ser recompensada.

—No pido que se me recompense —repuso Mina—. Sólo deseo servir.

—Eres una embustera, pequeña, pero una embustera tan divertida que lo pasaré por alto.

Mina alzó los ojos hacia la diosa con una punzada de preocupación. ¿Acaso había penetrado Zeboim en su corazón?

—Los tarados mentales del panteón tal vez se traguen tu fingida piedad, pero yo no —siguió, desdeñosa, Zeboim—. Todos los mortales desean una recompensa a cambio de su fe. Nadie da nada por nada.

Mina respiró más tranquila.

—Vamos, pequeña —añadió la diosa en tono persuasivo—. Arriesgaste la vida para destruir a ese gusano de Krell. ¿Cuál era la verdadera razón? Y no me digas que lo hiciste porque su traición ofendió tu delicado sentido del honor.

Mina alzó los ojos para encontrarse con los de la diosa, de color gris verdoso.

—Sí que querría tener algo, si no es mucho pedir, majestad.

—¡Lo sabía! —exclamó Zeboim, pagada de sí misma—. ¿Qué quieres, pequeña? ¿Un arcón del mar repleto de esmeraldas? ¿Un millar de collares de perlas? ¿Tu propia flota naval? ¿O quizá el legendario tesoro de los caballeros negros escondido abajo, en las criptas? Me siento generosa. Dime qué deseas y te lo concederé.

—El yelmo del Caballero de la Muerte, mi señora —contestó Mina—. Eso es lo que quiero.

—¿Su yelmo? —repitió Zeboim, estupefacta. Hizo un ademán desdeñoso hacia el yelmo tirado en el suelo, cerca de la mano momificada de una de las víctimas de Krell—. Ese montón de chatarra no vale nada. Un circo ambulante quizá te daría unas monedas por él, aunque dudo que siquiera a esa gente les interesara.

—A pesar de todo, es lo que quiero —manifestó la joven—. Ése es mi deseo.

—Entonces, tómalo, por supuesto —contestó la diosa, que agregó entre dientes—: Estúpida mocosa. Podría haberte hecho más rica de lo que imaginas. No sé qué vería mi madre en ti.

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