Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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El patio, pavimentado con adoquines, se encontraba vacío. Era grande y Mina lo recordó del mapa. Se extendía a la sombra de una alta torre que se llamaba Torre Central, una estructura enorme que albergaba las principales salas de reuniones, los comedores, los alojamientos del servicio. Lord Ariakan tenía sus aposentos en esa torre. También se suponía que había una cámara que conducía directamente al plano en el que Takhisis habitó en otro tiempo. No muy lejos se alzaba la Torre del Lirio, en donde la élite de los Caballeros del Lirio tenían su cuartel, y al otro lado de la fortaleza se erguía la Torre de la Calavera, hogar del ala arcana de los caballeros negros. Dispersos entre las tres había varios edificios accesorios.

El mapa en dos dimensiones que Mina había visto en la biblioteca de Palanthas no le había transmitido la idea de la inmensidad de la fortaleza. Al ponerse en camino no se había dado cuenta de lo enorme que era ni de la gran extensión de terreno que ocupaba. Y no tenía idea de en qué edificio se había instalado Krell. Mientras escudriñaba el amplio espacio abierto de la plaza de armas, Mina se preguntó si su ocurrencia de meterse a hurtadillas en el alcázar habría sido una buena idea.

«Podría pasarme días deambulando por este sitio sin encontrarlo —comprendió—. No tengo comida ni agua. Ni siquiera me atrevería a dormir por miedo a que Krell me matara.»

Al considerar todas esas circunstancias, se dijo que a lo mejor le habría convenido más correr el riesgo y enfrentarse a él al final de la escalera. La joven sacudió la cabeza para desestimar sus dudas.

—Chemosh me trajo aquí. No me abandonaría a mi suerte.

Reforzada la seguridad en sí misma, Mina empujó la puerta para abrirla y se disponía a salir al patio cuando lo vio.

Krell salía por detrás de un muro, procedente de la dirección del acantilado donde lo había visto por última vez.

La joven se quedó completamente inmóvil, sin osar respirar siquiera.

Krell pasó delante de ella a menos de dos metros. Si hubiera salido de su escondrijo un segundo antes habría tropezado con él.

El Caballero de la Muerte era una imagen terrible de contemplar. El tormento abrasador de su vida condenada irradiaba intensamente rojo a través de las rendijas para los ojos del casco de cráneo de carnero. Mina sabía que si se quitaba aquel casco resultaría aún más espantoso ya que debajo no había nada. Nada salvo el agujero abierto en la existencia donde había estado su vida, y ese agujero era más negro que la oscuridad dentro de un sepulcro cerrado y aislado dentro de una cripta olvidada.

La armadura articulada y facetada —decorada con la calavera y el lirio—estaba manchada con la sangre que Zeboim le había hecho derramar durante los incontables días de tortura. Esa sangre relucía rojiza, fresca, como el día que la había vertido en medio de sus gritos de dolor. La intensa lluvia no arrastraba esa sangre. Iba dejando huellas sangrientas a medida que caminaba.

Vestía una espada que tintineaba contra su costado, pero su arma más potente era el miedo. Podía utilizarlo para machacarle el espíritu hasta reducirlo a una pulpa trémula del mismo modo que usaría sus puños para desmenuzarle huesos y carne.

El terror que irradiaba de él en oleadas alcanzó a Mina, que se acobardó y se encogió bajo su azote. Cuando se había enfrentado al otro Caballero de la Muerte, lord Soth, iba armada con el poder del Único y blandía en la mano el arma del Único. Soth no tenía poder sobre ella, y había quedado enterrado bajo los escombros de su fortaleza.

Mina ya no llevaba armadura. Chemosh le había pedido que se desprendiera de ella como prueba de su fe en él. Debía enfrentarse al formidable Caballero de la Muerte con una camisa de paño empapada y pegada al esbelto cuerpo, lo que parecía poner en relieve el hecho de que era de suave y temblorosa carne mientras que él estaba hecho de acero y muerte.

El miedo la paralizó. No podía moverse y se quedó acuclillada en el umbral, con el estómago acalambrado y los músculos de las piernas contraídos por dolorosos espasmos. Krell sólo tenía que girar la cabeza y la vería temblorosa en la puerta, acobardada como un enano gully. Iría hacia ella enfurecido y ella no podría hacer nada más que encogerse ante él, amilanada.

Mina cerró los ojos para no verlo. La tentación de huir era abrumadora y luchó para sobreponerse.

«Caminé sola por el valle maldito de Neraka —se dijo con los dientes apretados—. Soporté las pruebas de la Reina Oscura. Takhisis me tomó en sus brazos y su gloria me abrasó la carne, y sin embargo ahora tiemblo ante ese pedazo de mierda. ¿Es que sólo soy valiente cuando una deidad me lleva de la mano? ¿Así es como espero demostrar mi valía a Chemosh?»

Mina abrió los ojos y se obligó a mirar a Krell, con intensidad, fijamente. Dejó de temblar y los espasmos de los músculos cesaron. Respiró hondo un par de veces y se relajó.

Krell no la había visto ni la había oído. Caminaba en línea recta al tiempo que maldecía en voz alta por haber perdido a su presa y agitaba el puño al aire con rabiosa impotencia. Fuera cual fuese el tormento que le tenía preparado, le decepcionaba mucho haber perdido la ocasión de llevarlo a la práctica.

Mientras cruzaba la plaza de armas, la saña de su propia tortura lo sacudía. El viento de la ira de la diosa lo zarandeaba. Le costaba trabajo avanzar contra el ventarrón a pesar de ser fuerte y recio. Negros nubarrones bullían en lo alto. Los rayos se descargaban a sus pies y lanzaban fragmentos de piedra al aire; hubo una vez que incluso lo hicieron caer de rodillas. El casi constante estampido de los truenos sacudía el suelo.

Tambaleándose, Krell alzó el puño al cielo, si bien no tentó más allá la ira de la diosa, sino que emprendió una carrera al trote hacia la Torre del Lirio en medio del tintineo de la armadura.

Mina esperó a que hubiera recorrido la mitad de camino por la plaza de armas para ir en pos de él. Había albergado la esperanza de que la diosa refrenara su rabia, que la tormenta amainara cuando ella saliera al patio. En seguida se desengañó. En el momento en el que pisó la plaza de armas, una ráfaga de viento la zarandeó y la joven acabó a gatas en el suelo. Una lluvia lacerante la golpeó con fuerza cegadora.

Al parecer, Zeboim no tenía favoritos ni respaldaba a nadie.

Al menos, Krell no se paró en medio del ciclón para mirar atrás por si lo seguían, sino que corrió hacia la torre tan de prisa como se lo permitían sus pesadas zancadas.

Mina se incorporó y avanzó tras él merced a un denodado esfuerzo.

Krell tenía un humor de perros. El Caballero de la Muerte nunca estaba de lo que podría llamarse buen humor, pero para él había unos días mejores que otros. Algunos tenía la suerte de disponer de un ser vivo a su alcance para divertirse. Otros, si Zeboim se hallaba dedicada a otros asuntos, podía recorrer la plaza de armas sin sufrir más que un chaparrón. Y aquel día precisamente la Arpía del Mar debía de haberse plantado justo encima.

Echando chispas y chorreando agua, Krell entró en la biblioteca, donde había preparado todo por anticipado para su visitante, cuyo cuerpo destrozado y sangrante ahora servía de alimento a los tiburones.

Krell se dejó caer pesadamente en un sillón y miró malhumorado el tablero de juego y el sillón vacío que tenía enfrente. Estaba harto de jugar al khas contra sí mismo.

Era un ávido jugador de khas, como casi todos los Caballeros de Takhisis. Steel Brightblade había bromeado en cierta ocasión al comentar que saber jugar al khas era un requisito para convertirse en miembro de la caballería, y no había andado muy descaminado. Ariakan —jugador excelente— creía que el complejo juego enseñaba a la gente a plantearse no sólo sus propias estrategias sino también las de sus oponentes, de manera que les permitía prever los movimientos de sus adversarios con mucho adelanto. Los buenos jugadores de khas resultaban buenos comandantes, o eso era lo que Ariakan pensaba.

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