Mina se preguntó, igual que se preguntaban los historiadores, cuan diferente habría sido el mundo si aquel hombre brillante que había diseñado la fortaleza hubiera sobrevivido a la Guerra de Caos.
El viento se calmó al entrar en la ensenada y la obligó a remar en las tranquilas aguas hasta el muelle. La ensenada, situada en el este, se hallaba a la sombra, pues el sol se hundía ya hacia poniente. Mina bendijo las sombras, pues esperaba coger por sorpresa a Krell. La fortaleza era enorme y el muelle, ubicado a un extremo de la isla, se hallaba lejos del principal cuerpo de la construcción. Era imposible que supiera que Krell observaba todos y cada uno de sus movimientos.
Mina echó la pequeña ancla y aseguró el velero atando el cabo alrededor de un saliente rocoso. En tiempos había habido un muelle de madera, pero hacía mucho que se había convertido en astillas por la ira de Zeboim. Mina bajó del velero y alzó la vista hacia la escalera de roca negra; frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
Estrechos y toscamente tallados, los peldaños ascendían precariamente, sinuosos, por la cara del risco, y estaban resbaladizos por las algas marinas y mojados con las rociadas saladas. Por si fuera poco, daba la impresión de que la vengativa Reina del Mar hubiese arrancado trozos de los escalones con los dientes. Muchos aparecían quebrados y partidos, como si la ira de Zeboim se hubiese extendido para sacudir el suelo bajo los pies de Krell.
«No tengo que preocuparme por el enfrentamiento con Krell —se dijo Mina a sí misma—. Dudo que consiga llegar viva al final de los peldaños.»
Aun así, como le había dicho a Chemosh, había caminado por lugares más oscuros. Y no resbaladizos solamente.
Mina seguía vestida con la coraza de negro acero marcado con la calavera traspasada por el rayo. Colgó el yelmo en el cinturón de cuero y luego, de mala gana, se desabrochó el resto de la armadura. Trepar ya resultaba peligroso sin estar entorpecida por las espinilleras y los brazales. En el cinturón llevaba su arma preferida, la maza o «estrella matutina» que había utilizado durante la Guerra de los Espíritus. La maza no era un artefacto mágico y tampoco estaba encantada. No serviría de nada contra un Caballero de la Muerte. Sin embargo, ningún caballero de verdad entraría en batalla desarmado, y Mina quería que Krell la viera como una verdadera Dama de Takhisis. Confiaba en que la repentina aparición de uno de sus antiguos compañeros, que se presentaba sin previo aviso en el Alcázar de las Tormentas, diera qué pensar al Caballero de la Muerte y se sintiera tentado de conversar con ella en lugar de matarla al instante.
La joven comprobó el cabo para cerciorarse de que el velero había quedado bien asegurado. Se le pasó por la cabeza la idea de que Zeboim podía destrozar la pequeña embarcación sin el menor problema y dejarla varada en el alcázar, prisionera junto a un Caballero de la Muerte. Mina se encogió de hombros y desechó la idea. Nunca había sido de las que rumiaban o se preocupaban por el futuro, quizá por haber estado tan cerca de una diosa, la cual siempre le había asegurado que el futuro lo tenía controlado.
Haber descubierto que los dioses pueden equivocarse no había cambiado la opinión de Mina sobre la vida. La calamitosa caída de Takhisis había fortalecido su creencia de que el futuro se abría ante ella como la peligrosa escalera tallada en la negra roca. Lo mejor era vivir el presente. Sólo podía subir los peldaños de uno en uno.
Tras elevar una plegaria a Chemosh para sus adentros y pronunciar otra en voz alta para Zeboim, la joven inició el ascenso por el acantilado del Alcázar de las Tormentas.
Después de ver que Mina bajaba a tierra en la ensenada, Krell salió del alcázar propiamente dicho y se aventuró por el estrecho y sinuoso sendero que serpenteaba entre un revoltijo de rocas. El sendero conducía a un pico saliente de granito, al que los caballeros que antaño habían morado allí llamaban por el chistoso nombre de Monte Ambición. El pico, punto más alto de la isla, se encontraba aislado, barrido por el viento y salpicado por rociadas de espuma. Lord Ariakan había tenido la costumbre de dar un paseo hasta allí al final de la tarde cuando el tiempo lo permitía. Allí se quedaba, contemplando el mar mientras fraguaba sus planes para regir Ansalon. De ahí el nombre de Monte Ambición.
Ninguno de los caballeros paseaba con su señor a menos que fuera invitado a hacerlo. No había mayor honor que se requiriera a alguien subir al Monte Ambición con lord Ariakan. Krell había acompañado a menudo a su señor, y ése era el sitio que evitaba con mayor empeño durante su encarcelamiento. No habría ido allí de no ser porque el pico le permitía la mejor perspectiva de la ensenada y del muelle; y de la mota humana que intentaba trepar lo que los caballeros habían dado en llamar la Escalera Negra.
Encaramado en las rocas, Krell se asomó al borde del acantilado para ver a Mina. Distinguía el latido vital en ella, la calidez que la iluminaba como la llama de una vela alumbra una linterna. La vista hizo que sintiera con más intensidad el helor de la muerte, y le asestó una mirada feroz, con desprecio y amarga envidia. Podía matarla en ese mismo instante. Sería fácil.
Krell recordó un paseo con su comandante a lo largo de aquel mismo tramo de la pared. Habían estado comentando la posibilidad de un asalto por mar al alcázar y discutían sobre utilizar arqueros o no para liquidar al enemigo que fuera lo bastante osado o lo bastante necio para intentar trepar por la Escalera Negra.
—¿Para qué desperdiciar flechas? —Ariakan había señalado con un gesto los pedruscos amontonados a su alrededor—. Sólo hay que arrojarles piedras.
Eran piedras de buen tamaño, de forma que los hombres más fuertes de la guarnición habrían tenido que trabajar de firme para levantarlas y lanzarlas pared abajo. Habiendo sido uno de esos hombres fuertes asignados a aquel puesto, a Krell siempre le había decepcionado que nadie organizara un asalto contra la fortaleza. A menudo se imaginaba la matanza que aquellos pedruscos lanzados causarían entre el ejército enemigo, soldados golpeados por las piedras que caían de la escalera y se precipitaban, gritando, hacia una muerte sangrienta al chocar contra los peñascos del fondo.
Krell estuvo seriamente tentado de coger una de las piedras y arrojársela a Mina con tal de ver en directo la destrucción que siempre había imaginado con agrado. Se controló, aunque no sin hacer un esfuerzo. Conocer cara a cara a una asesina de Caballeros de la Muerte no era algo que se diera con frecuencia, y había que aprovechar la oportunidad. Esperaba el encuentro con tanta ansiedad que maldijo cuando vio que Mina resbalaba y que estuvo a punto de caerse. Si hubiese habido aliento en su cuerpo, habría soltado un suspiro de alivio cuando la joven consiguió recobrar la estabilidad y continuó la lenta y trabajosa escalada.
El aire era frío ya que el sol conseguía abrirse paso rara vez entre los nubarrones suspendidos sobre el Alcázar de las Tormentas. El agotamiento y la repentina carga de adrenalina cuando Mina estuvo a punto de caerse hicieron que un sudor frío le corriera por el cuello y entre los senos. El viento que azotaba las rocas de forma constante le secó el sudor y la hizo temblar. Había llevado guantes, pero descubrió que no podía ponérselos. En más de una ocasión se había visto obligada a meter los dedos en fisuras y hendiduras para impulsarse de un escalón al siguiente.
Cada paso era inestable. Algunos peldaños tenían grandes grietas de lado a lado y la joven debía tantear uno por uno antes de apoyar el peso en él. Los músculos de las piernas no tardaron en acalambrarse y empezaron a dolerle. Los dedos le sangraban, tenía las manos despellejadas y las rodillas llenas de rasponazos. Hizo un alto para aliviar el dolor de las piernas y miró hacia arriba con la esperanza de encontrarse cerca de la cima.
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