Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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Krell había descubierto el poderoso artefacto poco después de su muerte y encarcelamiento, y se había regodeado al pensar que la diosa se lo había dejado por error. Sin embargo, en seguida comprendió que aquello era parte de la cruel tortura que le infligía. Le había proporcionado medios para que fuera testigo de lo que pasaba en el mundo al tiempo que lo privaba de la posibilidad de formar parte de él. Podía verlo, pero no podía tocarlo.

A veces le resultaba tan atormentador que cogía la bola de ópalo, dispuesto a arrojarla por la ventana contra las rocas que había abajo. No obstante, siempre frenaba su impulso y volvía a colocarla con cuidado en la peana serpentina. Algún día hallaría la forma de escapar, y cuando eso ocurriera necesitaría estar informado.

Krell había presenciado la Guerra de los Espíritus en el interior de la bola de ópalo. Había visto con regocijo la ascensión de Mina al pensar que si había alguien capaz de rescatarlo sería ella o su dios Único. Krell no tenía ni idea de quién era esa deidad pero, con tal que pudiera combatir a Zeboim —de quien sospechaba que seguía al acecho en alguna parte—, le daba igual.

Krell veía claramente dentro de la esfera mágica a las desdichadas almas atrapadas en el Rio de los Espíritus. Incluso intentó comunicarse con ellas con la esperanza de enviar un mensaje a la tal Mina pidiéndole que lo rescatara. Entonces, contemplando el interior de la bola de ópalo, vio lo que la chica le hacía a su homólogo, lord Soth. Después de eso dejó de enviar más mensajes.

Para entonces descubrió la verdadera identidad del Único, y aunque Takhisis no era tan mala como su hija, Krell pensó que probablemente la Reina Oscura albergara el mismo rencor contra él, ya que había apreciado mucho a Ariakan. Desde entonces merodeaba dentro del alcázar, sin atreverse a asomar la nariz fuera.

Entonces acaeció la muerte de Takhisis y —lo más cruel de todo— el descubrimiento de que Zeboim había estado ausente todo ese tiempo y que él habría podido abandonar aquel maldito montón de piedras ruinosas cuando hubiera querido, porque ningún dios habría podido impedírselo. La ira que esa noticia provocó fue tal que derribó una insignificante torre.

Krell no había sido nunca un hombre religioso. No había creído realmente en los dioses hasta el terrorífico instante en que descubrió que los clérigos tenían razón, que, después de todo, los dioses existían y sentían un profundo interés por la vida de los mortales.

Habiendo descubierto la religión en el momento en que Zeboim lo abrió en canal, Krell presenció con sumo interés el regreso de los dioses y la muerte de Takhisis y la desaparición de Paladine. La muerte de un líder creaba un vacío de poder. Krell previo una pugna para llenar ese vacío. Se le ocurrió la idea de que podía ofrecer sus servicios a un rival de Zeboim a cambio de la libertad de su prisión.

Krell jamás había rezado una plegaria, pero la noche que tomó esa decisión se puso de hinojos e invocó el nombre del único dios que podría sentir inclinación por ayudarlo.

—Sálvame de mi tormento y te serviré del modo que me pidas —prometió a Chemosh.

El dios no respondió.

Krell no desesperó. Los dioses estaban muy ocupados escuchando un montón de plegarias. Repitió la suya todos los días, pero siguió sin recibir respuesta, y empezó a perder la esperanza. Sargonnas —padre de Zeboim— iba incrementando su poder. No era probable que otro dios del panteón oscuro acudiera en su auxilio.

—Bien, en cuanto a esa tal Mina, esa aniquiladora de Caballeros de la Muerte, viene de camino para acabar conmigo —gruñó Krell, cuya voz repiqueteó dentro de la armadura hueca con un sonido semejante a grava que rodara en el fondo de una cazuela de hierro—. Quizá debería dejar que lo hiciera —añadió, deprimido.

Jugueteó fugazmente con la idea de poner fin a su tormento merced al olvido de la nada, pero en seguida la rechazó. Su presunción era tal que no soportaba privar al mundo de Ausric Krell, ni siquiera de un Ausric Krell muerto.

Además, la llegada de la tal Mina aliviaría la monotonía de su existencia aunque sólo fuera durante un rato.

Krell salió de la Torre de la Calavera y cruzó la plaza de armas, que estaba húmeda y resbaladiza por el constante embate de las olas y las rociadas de espuma, y entró en la Torre del Lirio. Estaba dedicada a los Caballeros del Lirio, la fuerza armada de los caballeros negros, a cuya honorable orden había pertenecido Krell. En vida había tenido sus aposentos allí y, aunque ya no hallaba descanso en el sueño, a veces regresaba al pequeño cuarto de las estancias altas y se tumbaba en el colchón infectado de bichos para torturarse con el recuerdo de lo agradable que había sido dormir. Este día no volvió a su cuarto, sino que permaneció en el piso bajo, donde Ariakan había instalado una biblioteca en varias estancias llenas de anaqueles con libros que trataban de cualquier tema militar, desde ensayos sobre el arte de montar dragones hasta consejos prácticos para mantener la armadura limpia de herrumbre.

Krell no tenía nada de erudito y jamás había tocado un libro salvo cuando utilizó un volumen de la Medida para mantener abierta una puerta que no dejaba de dar golpes. Él le daba otro uso a la biblioteca. Allí recibía a sus huéspedes. O, más bien, allí se divertía.

Hizo los preparativos para recibir a Mina y arregló todo como le gustaba. Quería dar una bienvenida a lo grande a tan importante invitada, así que arrastró el cadáver mutilado de un enano —su último visitante— y lo puso en la empalizada, con los otros.

Acabado el trabajo en la Torre del Lirio, Krell desafió al viento azotador y a la lluvia torrencial para regresar a la Torre de la Calavera. Escudriñó la bola escrutadora y contempló con anhelante expectación el avance del pequeño velero que navegaba hacia el abrigo de una ensenada donde, en los gloriosos días de antaño, atracaban los barcos que suministraban provisiones al Alcázar de las Tormentas.

Ignorante de que Krell la observaba, Mina miró con interés el Alcázar de las Tormentas.

La fortificación de la isla la había diseñado Ariakan para que resultara inexpugnable desde el mar. Construida de mármol negro, la fortaleza se alzaba en lo alto de los acantilados arriscados de piedra negra que semejaban las puntiagudas protuberancias dorsales de un dragón. Los acantilados eran escarpados, imposibles de escalar. El único modo de entrar o salir del Alcázar de las Tormentas era a lomos de un dragón o por barco. Sólo había un pequeño muelle construido en una ensenada abrigada, en la base de los negros acantilados.

El muelle había servido como acceso portuario de vituallas para hombres y animales, abastecimiento de armamento, esclavos y prisioneros. Posiblemente estos suministros los podrían haber transportado los dragones, prescindiendo de la necesidad de tener un muelle. Sin embargo, los reptiles —sobre todo los orgullosos y temperamentales Azules que los caballeros preferían como montura— se negaban firmemente a servir de bestias de cara. Pedirle a un Dragón Azul que trajera una carga de heno muy probablemente daría pie a que te arrancara la cabeza de un bocado. Resultaba más fácil proveerse de suministros por barco. Como Ariakan era hijo de Zeboim, lo único que tenía que hacer era rezarle a su madre para pedirle un viaje tranquilo, y los nubarrones de tormenta se disipaban y el mar se tornaba calmo.

Mina lo ignoraba todo sobre el arte de la guerra cuando Takhisis la había puesto, con diecisiete años, al frente de sus ejércitos. La joven había aprendido de prisa y Galdar había sido un excelente maestro. Miró la fortaleza y vio la brillantez del diseño y su concepto.

El muelle resultaba fácil de defender. La ensenada era tan pequeña que sólo podía entrar un barco sin correr peligro, aparte de que únicamente podía hacerlo con marea baja. Unos estrechos escalones, tallados en la cara del acantilado, constituían la única vía de acceso a la fortaleza. Esos peldaños estaban resbaladizos y resultaban tan peligrosos que apenas se utilizaban. Casi todos los suministros se subían a la fortaleza mediante un sistema de cuerdas, poleas y tornos.

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