Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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Mina echó una ojeada a las estanterías y las descartó con un ademán. —Ya los he leído.

—¿Todos? —Nuitari la miró, divertido—. Discúlpame, pero no te creo.

—Elige uno —lo desafió Mina.

Nuitari lo hizo y sacó un libro de una estantería.

—¿Cómo se titula? —preguntó la mujer.

—Draconianos: estudio. ¿Puede salir Bien del Mal?

—Ábrelo por la primera página.

Así lo hizo el dios.

—«Los estudiosos —empezó a recitar Mina— han mantenido desde hace mucho tiempo que, puesto que a los draconianos se los creó mediante magia perversa, que nacieron de los huevos corrompidos de los dragones del Bien, son y siempre serán perversos, criaturas que no pueden poseer cualidades de redención. No obstante, el estudio de un grupo de draconianos que están establecidos actualmente en la ciudad de Teyr revela...» —Se interrumpió—. ¿Cito correctamente el texto?

—Palabra por palabra —contestó Nuitari, que cerró bruscamente el libro.

—Leí mucho de pequeña, en la Ciudadela —dijo Mina, que frunció el entrecejo—, o creo que debí de hacerlo. En realidad no recuerdo haber leído, sólo me acuerdo de la luz del sol y las olas lamiéndome los pies y a Goldmoon cepillándome el cabello... Pero aun así creo que tengo que haber pasado mucho tiempo leyendo, porque cada vez que cojo un libro me encuentro con que ya lo he leído.

—Apuesto que a éste no lo has leído. —Nuitari hizo aparecer un volumen que se materializó en su mano—. Hechizos de invocaciones para Túnicas Blancas. Niveles avanzados.

—¿Para qué iba a leerlo? —dijo ella al tiempo que se encogía de hombros—. La magia no me interesa.

—Dame este capricho —pidió Nuitari—. Lee el primer capítulo. Si me complaces, te dejaré salir de la habitación una hora cada día. Puedes deambular por los corredores y las estancias de la torre. Vigilada, naturalmente. Por tu propia seguridad.

Mina lo miró como si se preguntara a qué jugaba, a la par que tendía la mano.

Nuitari no sabía bien qué esperaba conseguir del experimento; tal vez el mero placer de humillar a esa joven mortal que era excesivamente arrogante y atrevida para su gusto.

—Debería advertirte que el libro tiene un hechizo... —comentó mientras le tendía el ejemplar.

—¿Qué clase de hechizo? —inquirió Mina, que le cogió el libro de las manos y lo abrió.

—Uno de salvaguardia —contestó el dios, asombrado.

Recordaba cuando Caele había cogido ese mismo libro. Su autor, un Túnica Blanca, le había puesto un encantamiento de salvaguardia para que sólo los hechiceros de su Orden pudieran usar los conjuros. Caele, de los Túnicas Negras, había dejado caer el ejemplar con una maldición y se pasó los siguientes instantes retorciéndose los dedos quemados y mascullando juramentos. Se había pasado día y medio malhumorado a costa del incidente y se había negado a volver con Basalto para ayudarlo a desembalar.

Con certeza, una discípula de Chemosh no podría sostener ese libro sin sufrir el castigo.

Mina pasó las manos por la suave piel de la encuadernación. Con los dedos siguió el trazado del título estampado en oro en la cubierta.

Nuitari se preguntó si el efecto del hechizo se habría pasado. Mina abrió el libro y examinó la primera página. —¿Quieres que lea esto? —preguntó, escéptica. —Si haces el favor...

La chica se encogió de hombros y empezó a leer.

Nuitari estaba pasmado y no recordaba la última vez que un mortal lo había asombrado hasta ese punto. Mina leía las palabras del lenguaje de la magia, un logro que sólo un hechicero instruido en el arte era capaz de realizar.

La pronunciación de las palabras del hechizo era impecable. Incluso tras horas de estudio, los hechiceros Túnicas Blancas habrían leído a trompicones ese conjuro, y ahí estaba Mina, una discípula de Chemosh, sin un gramo de magia lunar en ella, leyéndolo a la perfección la primera vez. Las palabras enrevesadas tendrían que haberle atorado la garganta, tendrían que haberle abrasado la lengua. Oyéndola desgranar las palabras con un timbre monótono, aburrido, la contempló sin salir de su estupor.

El dios podría haber llegado a la conclusión de que Mina era una hechicera disfrazada de no ser por un detalle.

Leyó el conjuro a la perfección pero sin entenderlo.

De igual forma podría un estudioso humano leer en lenguaje elfo y en voz alta un poema elfo. Puede que el humano supiera y entendiera y fuera capaz de pronunciar las palabras, pero sólo un elfo les daría los delicados matices de significación que había pretendido el autor elfo. Mina sabía lo que leía, sólo que no le importaba un ápice. Recitar un conjuro era un ejercicio para ella, nada más.

¿Le habría enseñado magia a Mina su madre, Takhisis?

Nuitari reflexionó y después desechó la idea.

Takhisis detestaba la magia, desconfiaba de ella. Se habría sentido muy complacida en un mundo en el que no hubiera ni rastro de ella porque consideraba a la magia una amenaza para sus propios poderes. Takhisis no había enseñado magia a Mina y, desde luego, no habría aprendido a leer el lenguaje de la magia con los místicos de la Ciudadela de la Luz. Y tampoco con Chemosh, todavía.

Extraño. Muy extraño.

Mina se paró a mitad de una frase y alzó la vista hacia él. —¿Quieres que siga? El resto es más de lo mismo. —No, ya es suficiente. —Nuitari le cogió el libro de las manos. —Gané la apuesta, así que tengo una hora de libertad. —La mujer echó a andar hacia la puerta.

—Todo a su debido tiempo —dijo el dios, que la frenó—. No tengo a nadie que te sirva de escolta. Basalto está fregando sangre derramada y, como he dicho antes, Caele te resultaría un compañero peligroso. Me temo que tendrás que aguantarme un rato más.

Decidió ensayar otro experimento con Mina, una singularidad que sus Túnicas Negras habían observado en ella. Le lanzó un hechizo sin decir nada. Era un sencillo conjuro de sueño, uno de los primeros que aprendía un mago novicio. Nuitari habría podido lanzarlo en un abrir y cerrar de ojos, pero no quería que la chica sospechara que estaba realizando magia con ella. Hebra a hebra, trenzó los hilos de la magia atrás y adelante de manera que la cubrieran como una cálida manta. Durante todo el tiempo la mantuvo ocupada con una charla insustancial para que no se percatara de lo que estaba haciendo.

—No sabes nada de tu infancia —le dijo mientras trabajaba la magia—. Según lo que escribió Basalto, cuando tenías ocho años te encontraron a bordo de un barco abandonado que la marea arrastró hasta la costa de la isla de Schallsea, cerca de la Ciudadela de la Luz. No recordabas nada, ni siquiera tu nombre ni a tus padres ni lo que había ocurrido en el barco...

—Es cierto —dijo Mina, fruncido el entrecejo, y añadió con impaciencia-: No veo qué tiene que ver eso con todo lo demás.

—Sígueme la corriente, querida. Te adoptó Goldmoon, una antigua seguidora de Mishakal, que fue la primera en traer de nuevo al mundo el culto a los verdaderos dioses después del Cataclismo. Fue ella la que trajo al mundo el poder del corazón durante la Quinta Era. Goldmoon era una buena mujer, una mujer devota. Se ocupó de ti, te quiso como a una hija.

Acabó el conjuro de sueño y lo lanzó sobre Mina. Observó y esperó.

Mina dio golpecitos con el pie en el suelo y dirigió una mirada significativa a la puerta cerrada.

—Me prometiste una hora de libertad —repitió.

—Todo a su debido tiempo. De pequeña sentías curiosidad por muchas cosas —dijo suavemente Nuitari, a la par que el asombro y el desconcierto iban en aumento—. Siempre estabas haciendo preguntas. Sentías una especial curiosidad por los dioses. ¿Por qué se fueron? ¿Dónde han ido? Goldmoon lloraba la ausencia de los dioses y, por el cariño que le tenías, deseabas complacerla. Le dijiste que irías a buscar a los dioses y a traerlos de vuelta para ella. ¿No tienes nada de sueño?

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