Caele hizo una pausa con la esperanza de que Nuitari entrara y le agradeciera a su fiel seguidor sus elogios. Sin embargo, el dios no apareció y no hubo indicio alguno de que hubiese oído casualmente los comentarios halagadores del semielfo. Como estaba aburrido de limpiar, Caele tiró el trapo.
—Ea, he terminado.
—¡Terminado! —exclamó el enano, que se había puesto de pie para inspeccionar el trabajo—. ¿Es que habías empezado? Fíjate en eso. Hay sangre en las escamas de alrededor de la cola y en los ojos y en los dientes, y se ha escurrido por todas las pequeñas hendiduras que hay entre las escamas...
—Eso es por el ángulo en el que incide la luz —replicó el semielfo con despreocupación—. Pero, si no te gusta, hazlo tú. Yo tengo que ir a estudiar mis hechizos.
—¡Ésa es precisamente la razón por la que se me nombró Celador! —le gritó Basalto a la espalda del semielfo, que se encaminaba hacia la puerta—. ¡Eres un cerdo! ¡Todos los elfos lo son!
Caele se volvió, prietos los puños; en los ojos rasgados hubo un destello de animosidad.
—He matado a hombres por insultos como ése, enano.
—Mataste a una mujer por ello, al menos —contestó Basalto—. La estrangulaste y la arrojaste a una cascada.
—¡Tuvo lo que se merecía, como te pasará a ti si sigues hablando así!
—¿Así, cómo? Tú mismo no puedes ni ver a los elfos, dices cosas peores que ésas sobre ellos todo el tiempo. —Basalto frotó el cuenco al tiempo que intentaba meter el trapo por los recovecos de las escamas.
—Puesto que la zorra que me parió era una elfa, yo puedo decir lo que guste sobre ellos —replicó Caele.
—Bonito modo de hablar de tu madre.
—Cumplió con su parte. Me trajo a este mundo, y bien que se lo pasó haciéndolo. Al menos yo tuve una madre, no broté en una cueva oscura como un hongo cualquiera...
—¡Has ido demasiado lejos! —aulló el enano.
—¡No lo suficiente! —exclamó Caele, enfurecido, crispados los largos dedos.
El enano arrojó el trapo al suelo, el semielfo olvidó el estudio de sus hechizos, y ambos se dirigieron una mirada fulminante. El aire chisporroteó con la magia.
Nuitari, que observaba desde las sombras, sonrió. Le gustaba que sus magos fuesen combativos; así se conservaban aguzados los filos cortantes.
Basalto estaba medio loco; Caele lo estaba del todo. Nuitari lo sabía desde mucho antes de llevarlos a la torre que se alzaba en el fondo del Mar Sangriento, pero lo traía sin cuidado. Eso no importaba siempre y cuando realizaran bien su trabajo, y los dos eran extraordinariamente buenos en lo suyo, ya que habían dispuesto de muchos años para perfeccionar sus aptitudes.
Debido a su longevidad, el semielfo y el enano se contaban entre los pocos hechiceros que quedaban en Krynn de entre los que habían servido al Señor de la Luna Oscura con anterioridad al hurto del mundo perpetrado por su madre. Los dos tenían una memoria excelente y habían conservado el conocimiento de la práctica de su arte a lo largo de los años intermedios.
Esos dos se encontraban entre los primeros que alzaron los ojos al cielo y vieron la luna negra, como también estaban entre los primeros en caer de rodillas y ofrecer sus servicios a su dios. Nuitari los había transportado a la torre con una condición: que no se matarían el uno al otro. Tanto el enano como el semielfo eran hechiceros muy poderosos y una batalla entre ambos sólo tendría como colofón la pérdida de dos valiosos servidores, además de correr el riesgo de que la recién reconstruida torre sufriera daños.
Caele —medio kalanesti, medio ergothiano— era propenso a sufrir violentos arrebatos de cólera. Ya había asesinado con anterioridad y no le causaba ningún desasosiego asesinar de nuevo. Habiendo renunciado tanto a su parte humana como a su parte elfa, había abandonado la civilización para vagar por terrenos agrestes como una bestia salvaje, hasta que la recuperación de su magia hizo que volviera a merecer la pena vivir. En cuanto a Basalto, el uso de la magia oscura le había granjeado muchos enemigos que, cuando los dioses de la magia desaparecieron, se sintieron eufóricos al descubrir que, de repente, su enemigo estaba desvalido. Basalto se había visto obligado a ocultarse a gran profundidad bajo la superficie, donde vivió durante años desesperado y lamentando la pérdida de su arte. Nuitari le había devuelto la vida al enano.
Nuitari esperó pacientemente el desenlace. Tales brotes de violencia se daban con frecuencia entre los dos. Sin embargo, el desagrado y la desconfianza que sentían el uno por el otro palidecían en comparación con el temor que le tenían a él y, hasta el momento, los altercados no habían tenido consecuencias. El enfrentamiento presente era más tenso de lo habitual ya que ambos estaban alterados y con los nervios de punta tras el encuentro con Chemosh. No habría sido extraño que hubiesen empezado a saltar chispas y alguno que otro hechizo, pero Nuitari tosió fuerte.
Basalto giró bruscamente la cabeza y los ojos de Caele parpadearon con temor. La tensión mágica pareció abandonar la estancia con un silbido, como haría el aire al escapar de una vejiga de cerdo inflada.
El enano metió las manos en las bocamangas de la túnica para no sentirse tentado de utilizarlas, en tanto que Caele tragaba saliva varias veces y la mandíbula se le contraía y aflojaba, como si hubiese tenido que masticar literalmente la ira antes de tragársela.
—¿Queréis saber por qué me tomé tantas molestias para crear esa imagen ilusoria de Mina? —inquirió Nuitari al tiempo que accedía a la estancia.
—Sólo si queréis contárnoslo, señor—dijo humildemente Basalto.
—Me tiene intrigado esa tal Mina —comentó el dios—. Me cuesta creer que la muerte de una simple mortal tuviera un efecto tan devastador en un dios, ¡pero faltó poco para que el pesar acabara con Chemosh! ¿Qué clase de poder ejerce esa Mina sobre él? También despierta mi curiosidad la relación que mantuvo con Takhisis. Corren rumores de que la Reina de la Oscuridad estaba celosa de esa chica. ¡Mi madre celosa de una mortal! Imposible. Por eso os ordené que siguieseis utilizando el conjuro de ilusión, para evitar que Chemosh viniera a rescatarla y así poder estudiarla.
—¿Has descubierto algo sobre ella, señor? —preguntó Caele—. Creo que mis informes tienen que haberte resultado muy esclarecedores...
—Los he leído —lo interrumpió Nuitari. Los informes sobre el comportamiento de Mina en cautividad le habían parecido extremadamente esclarecedores, sobre todo en un aspecto, pero no pensaba decírselo a ninguno de los dos—. Ahora que he satisfecho vuestra curiosidad, volved a vuestras ocupaciones.
Caele recogió un trapo y se puso a frotar el cuenco; Basalto aclaró su bayeta en el agua —que había adquirido un tinte rosáceo— y volvió a ponerse a gatas en el suelo.
Cuando los ecos de las pisadas de Nuitari dejaron de oírse por los corredores de las estancias de la magia, el semielfo arrojó el trapo al cubo con agua.
—Termina tú. Yo tengo que estudiar los conjuros. Si el Señor de la Muerte viene de camino para destruir la torre, los voy a necesitar.
—Ve, pues —dijo Basalto, sombrío—. De todos modos no me sirves de nada, pero lávate los pies antes de abandonar la cámara. ¡No quiero ver huellas de sangre marcando mis pasillos limpios!
Caele, que jamás usaba calzado, metió los pies descalzos en el cubo de agua. Basalto vio saltar la sangre seca a la túnica del semielfo, que estaba ya asquerosa, pero no dijo nada porque sabía que sería gastar saliva en balde. El enano se consideraba afortunado de que Caele se dignara ponerse al menos la túnica. Había pasado muchos años en el bosque tan desnudo como un lobo e igualmente salvaje.
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