—¡Cuando le cuente, dices! —gruñó Basalto.
—Sí, por supuesto, deberías contárselo —afirmó fríamente el semielfo—. Al fin y al cabo eres el Celador de la Torre, el responsable que tiene todo a su cargo. Yo sólo soy tu subordinado, de modo que has de ser tú quien se lo cuente al señor.
—Soy el Celador de la Torre, sí. Y fue a ti a quien se encomendó la tarea de realizar el conjuro de ilusión. ¡A mi entender, ha sido culpa tuya que Chemosh lo descubriera! Quizá cometiste un error...
Caele dejó de morderse las uñas. Los largos y esbeltos dedos se crisparon como garras.
—Tal vez si a ti no te hubiera entrado pánico y no me hubieses ordenado que pusiera fin al hechizo prematuramente...
—¡Ponerle fin al hechizo! ¿De qué diablos habláis?
La voz severa sonó a espaldas de los magos. Los dos Túnicas Negras intercambiaron una mirada alarmada y luego, acobardados, se volvieron hacia Nuitari, Señor de la Luna Negra.
Ambos hechiceros se inclinaron en una profunda reverencia. Los dos vestían la negra túnica, símbolo de su dedicación a Nuitari. Aparte de eso, no había más semejanza entre ellos. Caele era alto y delgado, con cabello desgreñado y grasiento que rara vez se molestaba en lavar. Era medio humano y medio elfo, y profesaba un profundo odio hacia ambas razas. Basalto, el enano, era achaparrado y conservaba limpia la negra túnica y la barba arreglada. No le caía bien nadie de ninguna raza.
Al enderezarse tras la reverencia, los dos trataron de aparentar tranquilidad, como si no fueran conscientes en absoluto de encontrarse de pie en un suelo de piedra empapado con sangre de dragón, con el cuenco de metal dragontino volcado y cabeceando a sus pies.
El alto Caele contempló desde arriba, con desprecio, a Basalto, que a su vez alzaba la vista hacia él y le asestaba una mirada fulminante por debajo de las tupidas y negras cejas.
—Díselo —articuló Caele.
—Díselo tú —gruñó Basalto.
Más vale que alguno lo haga y mejor cuanto antes —dijo con irritación Nuitari.
—Chemosh descubrió la ilusión —informó el enano, que trató de sostener la oscura e implacable mirada del dios, cosa harto difícil.
—Venía directamente hacia nosotros y blandía una espada enorme —añadió el semielfo en tono quejumbroso—. Le dije a Basalto que el dios no podía hacernos daño alguno, pero al enano le entró el pánico e insistió en poner fin al conjuro...
—Pero no insistí en que volcaras el cuenco —barbotó Basalto.
—Eras tú el que chillaba como un wyvern herido...
—¡Y tú estabas tan asustado como yo!
Nuitari hizo un ademán brusco con las manos.
—Señor, ¿vendrá Chemosh a buscarla? —preguntó en voz baja Basalto, acobardado.
No hacía falta precisar a quién se refería.
—Quizá —respondió Nuitari—. A menos que la sabiduría del Señor de la Muerte sea mayor que su obsesión.
Caele miró de reojo a Basalto, que se encogió de hombros.
La cara de luna llena del dios, con ojos de párpados cargados y boca carnosa, no denotaba la menor expresión. Los magos no sabían discernir si estaba disgustado o sorprendido o alarmado o simplemente aburrido de todo el proceso.
—Limpiad este desbarajuste —fue todo lo que Nuitari dijo antes de girar sobre sus talones y marcharse.
Caele y Basalto tuvieron que levantar entre los dos el pesado recipiente en forma de dragón serpentino, cuya cola enroscada conformaba el cuenco, de vuelta al pedestal. Una vez que el cuenco estuvo de nuevo en su sitio, bajaron la vista hacia el charco que se extendía por el suelo de losas de piedra.
—¿Intentamos recuperar parte de la sangre? —preguntó Basalto. La sangre de dragón, sobre todo aquella que el reptil entregaba de buen grado, era un artículo extremadamente escaso y valioso.
—No —dijo Caele, sacudiendo la cabeza—. Ahora está contaminada. Además, la sangre pierde su capacidad para ejecutar conjuros después de cuarenta y ocho horas. Dudo que el señor tenga intención de llevar a cabo de nuevo este hechizo en mucho tiempo.
—Bien, entonces ve a traer trapos y un cubo y nos...
—¡Seré tu subordinado, Basalto, pero no soy tu perro faldero! —replicó el semielfo, furioso—. ¡Yo no voy a traer nada! Consigue tú mismo tus trapos y tu cubo. Yo tengo que inspeccionar el cuenco por si ha sufrido algún daño.
Basalto gruñó. El cuenco estaba hecho con metal dragontino; aunque lo hubiera tirado desde lo más alto de los Señores de la Muerte, habría caído en tierra sin sufrir una sola abolladura. Sin embargo, sabía por experiencia que podía pasarse la siguiente media hora enzarzado en una agria discusión con Caele de la que nunca saldría victorioso o podía ir a buscar los trapos y el cubo. El cuarto donde guardaban objetos tan mundanos estaba ubicado unos tres niveles más arriba de donde se encontraban en ese momento, una larga caminata escaleras arriba y escaleras abajo para sus cortas piernas. Basalto se planteó hacer desaparecer la sangre mediante la magia o conjurar unos trapos. No obstante, desechó tanto una cosa como la otra por miedo a que Nuitari se enterara.
Nuitari había prohibido a sus magos utilizar la magia para tareas triviales. Sostenía que el hecho de que un hechicero usara la magia para fregar los platos de la comida era un insulto a los dioses. Se suponía que Basalto y Caele tenían que hacerse la colada, conseguir su comida (una de las razones por las que habían desarrollado el artefacto con el que habían atrapado a Mina), cocinar y limpiar, todo ello sin la ayuda de hechizos. Otros magos que con el tiempo llegaran para instalarse en la torre tendrían que vivir con las mismas restricciones. Se les exigiría realizar todas esas tareas serviles mediante un esfuerzo físico, no mágico. Basalto salió a hacer el recado y regresó con los músculos de las pantorrillas doloridos y de muy mal humor.
Al volver se encontró con Caele entretenido en dibujar monigotes con el dedo gordo del pie en la sangre del dragón.
—Toma —dijo el enano al tiempo que le lanzaba un trapo—. Ahora que has revisado el cuenco, puedes limpiarlo.
Caele lamentó no haber aprovechado la ausencia de Basalto para marcharse. El semielfo se había quedado perdiendo el tiempo en la cámara de ejecución de hechizos con la esperanza de que Nuitari regresara y se quedara impresionado al encontrarlo cuidando con tanto esmero el cuenco, que era uno de los artefactos favoritos del dios. Puesto que todavía existía la posibilidad de que Nuitari apareciera por allí, Caele se puso a limpiar los restos de la sangre de dragón.
—Bien, pues ¿qué quiso decir el señor con lo de que la sabiduría de Chemosh fuera mayor que su obsesión? —inquirió Basalto. El enano estaba a cuatro patas y restregaba enérgicamente la piedra manchada con un cepillo de cerdas.
—Está obsesionado con Mina, eso es evidente. Por ello nos fue posible perpetrar ese engaño con él.
—Algo que nunca he entendido, de todas formas —rezongó Basalto. Caele, consciente de que el señor podía estar escuchando, fue efusivo con sus elogios.
—En realidad considero brillante la estratagema de Nuitari —dijo el semielfo—. Cuando capturamos a Mina, el señor amenazó con matarla a fin de que Chemosh mantuviera la boca cerrada. Porque Chemosh, ¿sabes? amenazó con contar a los dos primos de Nuitari que éste había reconstruido en secreto la torre y que intentaba establecer su propia base de poder independiente de ellos. Amenazó con decirles a todos los dioses que el señor tiene en su posesión un depósito oculto de reliquias sagradas que les pertenecen a todos ellos.
—Pero la amenaza de muerte no funcionó —señaló el enano—. Chemosh abandonó a Mina a su suerte.
—Y ahí es donde la brillantez del señor relumbró realmente —dijo Caele—. Nuitari la mató mientras Chemosh lo presenciaba o, más bien, el señor fingió matarla.
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