Margaret Weis - Ámbar y Hierro

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El mundo de Krynn no cesa de cambiar e incluso los dioses pueden verse sorpendidos. Y si eso ocurre con ellos, ¿qué oportunidades puede tener un simple mortal? Atrapados por unas fuerzas a los que ninguno de ellos podría enfrentarse solo, un pequeño pero decidido grupo de aventureros se unen en un esfuerzo desesperado por evitar una invasión.
Mina, tan enigmática como siempre, logra escapar para emprender una búsqueda que pondrá a prueba su voluntad. Mientras tanto, el mal se extiende por el mundo, ganando terreno día a día. Cuando incluso el alma de Krynn está en juego, hay que encontrar héroes aun en los lugares más oscuros.

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Chapoteando en el agua, el Caballero de la Muerte avanzó por el corto corredor que conducía a un acceso cerrado por una reja de hierro con goznes para que los esclavos pudieran abrirla cuando se les ordenaba bajar a limpiar.

Krell subió pesadamente la peligrosa escalera tallada en la cara del acantilado. Escudriñando por las hendiduras del yelmo abiertas a la altura de los ojos, el Caballero de la Muerte atisbo la capa negra y el cuello de encaje blanco del Señor de la Muerte. No vio nada más; le faltó valor para mirar al dios a la cara.

Se arrodilló con presteza.

—Mi señor Chemosh —entonó el acobardado caballero—, sé que os he defraudado; confieso que he perdido la pieza de khas, pero no fue culpa mía. Había un kender y un bastón que se convirtió en un insecto gigante. Además ¿cómo iba yo a saber que ese monje era un suicida?

El Señor de la Muerte permaneció callado.

Metafóricamente hablando, Krell empezó a sudar.

—Mi señor Chemosh, os compensaré. Estaré en deuda con vos para siempre, haré todo lo que me ordenéis —suplicó—. ¡Cualquier cosa! ¡No desatéis vuestra ira conmigo!

—Tienes suerte de que te necesite, miserable gusano. —Chemosh suspiró—. ¡Ponte de pie! Estás chorreando agua en mis botas.

Krell se incorporó trabajosamente.

—¿Me salvaréis también de ella? —Movió el pulgar hacia lo alto para referirse a la vengativa diosa. La furia de Zeboim iluminaba el cielo con relámpagos y su puño se descargaba en el suelo con la contundencia del trueno.

—Supongo que no me queda más remedio —dijo Chemosh con una voz que sonaba aletargada, como si estuviera demasiado cansado para darle importancia—. Como he dicho antes, te necesito.

Krell se sentía inquieto; no le gustaba el tono del dios. El Caballero de la Muerte se atrevió a echar una ojeada más directa y lo que vio lo sobresaltó.

El señor de los muertos tenía peor aspecto que cualquiera de sus seguidores. Se diría que parecía vivo; vivo y víctima de un gran sufrimiento. Tenía el semblante demacrado, pálido, ojeroso; el cabello, enmarañado y las ropas, desaseadas. El encaje de los puños estaba desgarrado y manchado. Llevaba el cuello desabrochado y la camisa abierta hasta la mitad. Los ojos carecían de expresión, y la voz le sonaba hueca. Se movía con apatía, como si hasta levantar una mano le costara un gran esfuerzo. Aunque le hablaba a Krell, en realidad no parecía verlo ni que le interesara gran cosa.

—Mi señor, ¿qué ocurre? —preguntó Krell— No tenéis buen aspecto...

—Soy un dios y siempre estoy bien —replicó en tono glacial—. ¡Desgraciadamente!

A Krell sólo se le ocurría que tenía que haber habido alguna clase de derrota aplastante en la guerra.

—Decid quién es vuestro enemigo, mi señor, el que os hizo esto —pidió Krell, deseoso de complacer—. Lo encontraré y lo haré pedazos...

—Mi enemigo es Nuitari —contestó Chemosh.

—Nuitari —repitió el Caballero de la Muerte con inquietud; ya lamentaba su precipitada promesa—. El Señor de la Luna Oscura. ¿Por qué precisamente él?

—Mina está muerta.

—¿Que ha muerto Mina?

Faltó poco para que a Krell se le escapara el comentario de «¡ya era hora!», pero recordó justo a tiempo que Chemosh se había mostrado curiosamente enamorado de la humana.

—Lo lamento profundamente, mi señor —dijo en cambio, procurando dar un tono pesaroso a su voz—. ¿Cómo ocurrió esta... eh... tragedia?

—Nuitari la mató —respondió Chemosh con timbre enconado—. ¡Pagará por ello! ¡Tú se lo harás pagar!

Krell estaba alarmado. Nuitari, el poderoso dios de la magia oscura, no era exactamente el enemigo que había tenido en mente.

—Lo haría, mi señor, pero estoy convencido de que querréis vengar personalmente su muerte. ¿Qué tal si yo busco venganza con Chislev o con Hiddukel? Sin duda estaban metidos en la maquinación...

Chemosh movió un dedo, y Krell salió lanzado por el aire hacia atrás para acabar chocando contra el muro de piedra. Resbaló pared abajo y se quedó tendido en un revoltijo de piezas de armadura a los pies del Señor de la Muerte.

—Tú, gusano gemebundo, cobarde y rastrero —espetó fríamente Chemosh—. Harás lo que yo te diga que hagas o te convertiré en la babosa sin arrestos que eres y te entregaré a la diosa del mar con un saludo cordial. ¿Qué tienes que decir al respecto?

Krell masculló algo.

—No te he oído bien. —Chemosh se agachó.

—Como siempre, mi señor, estoy a vuestro servicio para lo que gustéis mandar —respondió el Caballero de la Muerte, abatido.

—No esperaba menos de ti —dijo Chemosh—. Y ahora, sígueme.

—No será a visitar a... Nuitari, ¿verdad? —se acobardó Krell.

—A mi morada, zoquete. Necesito que hagas algo para mí antes que nada.

Habiendo decidido interesarse más en el mundo de los vivos con miras al día en que gobernara ese mundo, el Señor de la Muerte había abandonado su oscuro palacio en el plano del Abismo. Había buscado un lugar adecuado como su nueva morada y lo había encontrado en un castillo abandonado con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como la Desolación.

Cuando la dragona suprema Malys tomó posesión de esa parte de AnsaIon, arrasó el campo, devastó labrantíos y granjas, aldeas, villas y ciudades. La región estuvo maldita mientras ella permaneció en el poder. No crecía nada, se secaron ríos y arroyos, los campos otrora fértiles se convirtieron en un desierto barrido por el viento; la hambruna y las enfermedades se propagaron. Ciudades como Flotsam perdieron gran parte de su población a medida que la gente huía de la maldición del dragón. El conjunto de la zona acabó conociéndose como la Desolación.

Con la muerte de Malys a manos de Mina, los espantosos efectos de la magia maligna de la dragona sobre la Desolación experimentaron una reversión. Casi en el mismo instante de la muerte de Malys los ríos empezaron a Huir y los lagos a llenarse. Pequeños brotes de vegetación asomaron en el suelo árido como si la vida hubiese permanecido allí todo aquel tiempo, a la espera de que se quitara el encantamiento que la tenía subyugada.

Con el regreso de los dioses, el proceso se aceleró, de manera que algunas áreas ya habían vuelto casi a la normalidad. La gente retornaba y empezaba a reconstruir. Flotsam, situada a unos doscientos cincuenta kilómetros del castillo de Chemosh, no era exactamente el bullicioso y animado centro de comercio —tanto legal como ilegal— que había sido antaño, pero ya no era una ciudad fantasma. Piratas y marineros legales de todas las razas deambulaban por las calles de la famosa ciudad portuaria. Mercados y tiendas se reabrieron y Flotsam volvió a estar preparada para los negocios.

Zonas más extensas de la Desolación seguían bajo el azote de la maldición, sin embargo. Nadie habría imaginado el porqué ni el cómo. Una druida consagrada a Chislev, diosa de la naturaleza, exploraba esas áreas cuando se topó con una de las escamas de Malys. La druida teorizó que la presencia de la escama podría tener algo que ver con que la maldición continuara. Quemó la escama en una ceremonia sagrada y se cuenta que Chislev, molesta por aquella alteración de la naturaleza, bendijo la ceremonia. La destrucción de la escama no cambió las cosas en nada, pero la historia se difundió y la teoría cobró consistencia, de forma que a esas zonas malditas se las conocía como «escamaderos».

Una de esas zonas de escamadero fue la que Chemosh reclamó como suya. El castillo se alzaba en un promontorio con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como Costa Sombría.

A Chemosh no le importaba en absoluto la continuidad de la maldición, no le interesaba el verdor ni las cosas que crecían, de modo que le daba igual que las colinas y los valles que había en torno al castillo fueran unos yermos pelados, extensiones desiertas de suelo ceniciento y roca calcinada.

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