Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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— Yo lo creo —replicó Richard con una sonrisa.
— Es muy poco común encontrar a alguien que comprende cuál es el precio de matar. La mayor parte de la gente o lo glorifica o lo condena. Pero nunca siente el dolor que supone infligir la muerte ni la amargura de la responsabilidad. Vos matáis y me alegro de que no os guste hacerlo.
La mirada de Richard se apartó del general y buscó consuelo en la penumbra que reinaba entre los arcos que unían las columnas de mármol. Tal como había dicho a los representantes allí reunidos, su nombre aparecía en las profecías. De hecho, se le mencionaba en una de las profecías más antiguas, escritas en d’haraniano culto, como fuer grissa ost drauka : el portador de la muerte. Pero esas palabras tenían tres posibles significados: aquel capaz de unir el mundo de los muertos y el mundo de los vivos rasgando el velo del inframundo; aquel capaz de resucitar el espíritu de los muertos, que es justo lo que hacía cuando usaba la magia de la espada y danzaba con la muerte; y, el tercero y fundamental significado, aquel que mata.
Berdine le propinó un palmetazo en la espalda que lo sacó de su ensimismamiento y rompió el incómodo silencio.
— Eh, no nos habíais dicho que tenéis novia. Espero que antes de la noche de boda toméis un baño u os echará del lecho. —Las tres mujeres se rieron.
A Richard le sorprendió comprobar que aún le quedaban fuerzas para sonreír.
— Yo no soy el único que apesta como un caballo.
— Si eso es todo, lord Rahl, debo ocuparme de un montón de asuntos. —El general se irguió y se rascó la barba rojiza—. ¿Cuántas personas creéis que tendremos que matar para conseguir esa paz de la que habláis? —preguntó con una sonrisa torcida—. Lo pregunto para saber hasta dónde llegaremos antes de poder echarme tranquilamente una siesta sin soldados que velen mi sueño.
Richard intercambió una larga mirada con el militar.
— Tal vez entrarán en razón y se rendirán. Entonces no tendríamos que luchar.
Reibisch soltó una cínica risotada.
— Si no os importa, ordenaré a los hombres que afilen las armas, sólo por si acaso. ¿Sabéis cuántos países formaban la Tierra Central?
Richard reflexionó un momento.
— La verdad es que no. Algunos países son tan pequeños que ni siquiera estaban representados en Aydindril pero muchos de los grandes tienen aún sus propios ejércitos. La reina lo sabrá. Muy pronto se reunirá con nosotros y podrá ayudarnos.
Diminutos destellos de luz se reflejaban en la cota de mallas del general.
— Esta misma noche, antes de que tengan tiempo para organizarse, desarmaré a las fuerzas que custodian los palacios. Tal vez así evitemos más muertes. Me temo que antes de mañana algunos tratarán de huir.
— Asegúrate de que hay suficientes hombres alrededor del palacio de Nicobarese. No quiero que el lord general Brogan abandone la ciudad. No me fío de él, pero he empeñado mi palabra en que tendrá la misma oportunidad que el resto.
— Me ocuparé de eso.
— Y, general, procura que los soldados no hagan ningún daño a su hermana, Lunetta. —La inocencia y candidez de la hermana de Tobias Brogan despertaba en Richard un singular sentimiento de simpatía. Le gustaba la mirada de Lunetta—. Procura que los arqueros estén apostados en puntos estratégicos y listos para entrar en acción si salen de su palacio con la intención de marcharse. Si la mujer usa magia, que no vacilen en disparar.
Richard dio la orden con repugnancia. Nunca antes había enviado hombres a una batalla en la que muchas personas podrían resultar heridas o perder la vida. Entonces recordó lo que la Prelada le había dicho en una ocasión: los magos debían usar a sus semejantes para hacer lo debido.
El general Reibisch posó su mirada en los silenciosos Ulic y Egan, en el gar y luego en las tres mujeres.
— Si necesitáis ayuda —dijo a Richard— gritad y tendréis a un millar de hombres listos para protegeros.
Cuando el general se hubo marchado, Cara relajó el gesto.
— Debéis dormir, lord Rahl. Como mord-sith reconozco cuándo un hombre está exhausto y a punto de desplomarse. Mañana, cuando estéis descansado, podréis seguir trazando planes para conquistar el mundo.
Pero Richard negó con la cabeza.
— Aún no. Antes tengo que escribir una carta.
Berdine se apoyó en el escritorio, junto a Cara, y entonces se cruzó de brazos.
— ¿Una carta de amor para vuestra prometida?
— Más o menos —repuso Richard y abrió un cajón.
— Quizá podamos ayudaros —dijo Berdine con una coqueta sonrisa—. Podemos dictaros las palabras apropiadas para que su corazón siga latiendo por vos y olvide que necesitáis un baño.
Raina fue a reunirse con sus compañeras junto al escritorio; en sus ojos oscuros centelleaba una pícara expresión.
— Podemos enseñaros cómo ser un buen amante. Vos y vuestra reina os alegraréis de tenernos cerca para pedirnos consejo.
— Y si no nos hacéis caso —le advirtió Berdine—, le enseñaremos a ella cómo conseguir que bailéis al son que toque.
Richard dio unos golpecitos a Berdine en una pierna para que se apartara un poco y le permitiera llegar a los cajones que tapaba. En el de más abajo encontró papel.
— ¿Por qué no vais a dormir? —les sugirió con aire ausente, mientras buscaba pluma y tinta—. Habéis cabalgado mucho para alcanzarme y estoy seguro de que no habréis dormido mucho más que yo.
Cara alzó la nariz en gesto de muda indignación.
— Nosotras vigilaremos mientras vos dormís. Las mujeres son más fuertes que los hombres.
Richard recordó a Denna diciéndole eso mismo, pero ella no se lo había dicho en tono de broma. Las tres mord-sith nunca bajaban la guardia cuando había alguien cerca; él era el único del que se fiaban para poner en práctica sus dotes sociales. Richard pensó que necesitaban mucha práctica. Tal vez por eso se negaban a desprenderse de su agiel; no habían sido otra cosa en la vida que mord-sith y tenían miedo de no saber ser otra cosa.
Cara se inclinó hacia adelante para mirar dentro del cajón vacío antes de que Richard lo cerrara.
— Debe de amaros mucho para estar dispuesta a rendir su país a vos, lord Rahl —comentó, echándose la rubia trenza encima de la espalda—. No sé si yo sería capaz de hacer algo así por un hombre, ni siquiera por alguien como vos. Tendría que ser él quien se rindiera a mí.
Richard la hizo apartarse y por fin encontró pluma y tinta en el cajón que habría abierto en primer lugar si Cara no se hubiera puesto en medio.
— Tienes razón. Me quiere mucho. Pero en cuanto a lo de rendir su país, ella aún no lo sabe.
— ¿Me estáis diciendo que aún no le habéis pedido que se rinda, como a todos los demás?
Richard sacó el tapón de la botella que contenía la tinta y repuso:
— Ésa es una razón por la que debo escribirle enseguida. Para explicarle mi plan. ¿Por qué no os estáis un ratito calladas para que pueda escribir?
Raina, con una mirada de auténtica preocupación, se agachó junto a Richard.
— ¿Y si suspende la boda? —inquirió—. Las reinas son orgullosas; es posible que no quiera rendirse.
Richard notó una sensación de pánico en las entrañas. Era mucho peor que eso. Las mord-sith no sabían qué le iba a pedir a Kahlan que hiciera. No pedía a una reina que rindiera su país; pedía a la Madre Confesora que le entregara toda la Tierra Central.
— La reina desea tanto como yo vencer a la Orden Imperial y ha luchado por ello con un valor que asombraría incluso a una mord-sith. Ella desea tanto como yo que no haya más derramamiento de sangre. Me ama y comprenderá las razones de lo que le pido.
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