Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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- Название:La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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El general unió las manos a la espalda. Los músculos de los brazos brillaban bajo la cota de mallas, y bajo las anillas metálicas Richard pudo ver las cicatrices blancas que indicaban su alto rango.
— Las tropas de D’Hara tienen por costumbre saquear a los vencidos. Los hombres lo esperan.
— Aunque los líderes del pasado lo toleraban o incluso lo alentaban, yo no pienso hacerlo.
El suspiro del general fue muy elocuente, pero se doblegó.
— Como ordenéis, lord Rahl.
Richard se masajeó las sienes. Le dolían por la falta de sueño.
— ¿Es que no lo entiendes? —dijo al general—. Nuestro objetivo no es conquistar tierras y robar sino luchar contra la opresión.
El general apoyó una bota en el travesaño dorado de una silla y enganchó un pulgar detrás de su ancho cinturón.
— No veo tanta diferencia. Por experiencia me he dado cuenta de que el amo Rahl siempre se cree en posesión de la verdad y siempre quiere dominar el mundo. Sois realmente hijo de vuestro padre. La guerra es la guerra. A nosotros no nos importan las razones: luchamos porque nos lo ordenan, al igual que los soldados del bando contrario. Las razones poco importan a un hombre que lucha con su espada para conservar su cabeza.
Richard descargó el puño contra la mesa. Los relucientes ojos de Gratch se pusieron alerta. Por el rabillo del ojo Richard vio cómo las mord-sith se acercaban a él para protegerlo.
— ¡Los soldados que persiguieron a los asesinos de Ebinissia tenían una razón! Esa razón, y no la perspectiva del saqueo, fue lo que los sostuvo y lo que les dio fuerzas para vencer. Pese a ser un destacamento de cinco mil reclutas de Galea sin experiencia en combate vencieron al general Riggs y a su ejército de cincuenta mil hombres.
— ¿Reclutas? —inquirió el general Reibisch, uniendo sus pobladas cejas—. Debéis de estar equivocado, lord Rahl. Conocía a Riggs; era un soldado muy experimentado. He recibido informes de esas batallas. Se cuentan cosas espeluznantes de lo que les ocurrió a esos hombres que luchaban en medio de las montañas. Sólo una fuerza aplastante pudo aniquilarlos de ese modo.
— En ese caso, supongo que Riggs no era un soldado tan experimentado como dices. Mientras que a ti te han llegado testimonios de segunda mano, yo he oído la historia de una fuente fidedigna; de alguien que participó personalmente en la lucha. Cinco mil hombres, o más bien muchachos, llegaron a Ebinissia, donde el ejército de Riggs había masacrado incluso a mujeres y niños. Esos reclutas persiguieron a los asesinos y los exterminaron. Al acabar, apenas quedaban un millar de reclutas pero del ejército de Riggs no quedó nadie para contarlo.
Richard se calló que si Kahlan no les hubiera mostrado el modo de vencer y les hubiera guiado en las primeras batallas, dirigiéndolos en el fragor del combate, probablemente esos mismos reclutas habrían servido de alimento a las aves de carroña en un solo día. Pero también sabía que había sido su compromiso con la venganza lo que les había infundido valor para escuchar a Kahlan e intentar lo imposible.
— Es el poder de la motivación, general. De eso son capaces las personas cuando tienen una razón justa y poderosa.
En la marcada faz del general se dibujó una agria expresión.
— Muchos d’haranianos se han pasado la vida luchando y saben qué hacen. En la guerra se trata de matar; hay que matar al enemigo antes de que el enemigo te mate a ti. Eso es todo. El vencedor siempre tiene la razón.
»Las razones son el botín de la victoria. Una vez has destruido al enemigo, tus líderes consignan en libros las razones y pronuncian emocionantes discursos sobre eso. Si has hecho bien tu trabajo, ya no quedan enemigos que disputen las razones de tu líder. Al menos, hasta la próxima guerra.
Richard se pasó los dedos por el cabello. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué pensaba que podría conseguir si incluso quienes estaban de su parte no creían en lo que intentaba hacer?
Encima de su cabeza, desde el techo enlucido de la cúpula, la figura pintada de Magda Searus —la primera Madre Confesora según le había contado Kahlan, y su mago, Merrit— lo miraban con una expresión que a Richard se le antojó de desaprobación.
— General, mi intención esta noche al hablar ante todas esas personas fue que nadie tenga que matar. Estoy intentando que la paz y la libertad tengan un suelo propicio en el que echar raíces.
»Suena paradójico, lo sé, pero ¿no lo entiendes? Si nos comportamos honorablemente, todos esos países íntegros, que desean paz y libertad, se unirán a nosotros. Cuando vean que luchamos para poner fin a tanta lucha, y no simplemente para conquistar y dominar, o para saquear, se pondrán de nuestro lado, y las fuerzas de la paz serán invencibles.
»De momento, el agresor es quien dicta las normas y nuestra única opción es luchar o someternos, pero…
Con un suspiro de frustración apoyó pesadamente la cabeza contra el respaldo de la silla y cerró los ojos. No soportaba seguir viendo la mirada del mago Merrit. Era como si el hechicero estuviera a punto de soltarle un sermón acerca de la insensatez de su osadía.
Acababa de declarar públicamente su intención de gobernar el mundo por razones que sus propios seguidores calificaban como vana palabrería. De repente se sentía el mayor tonto del mundo. Él no era más que un guía de bosque convertido en Buscador, no un gobernante. Sólo porque poseía el don ya empezaba a pensar que podía cambiar el curso de la historia. El don… ¡Pero si ni siquiera sabía cómo usarlo!
¿Cómo podía ser tan arrogante para pensar que su plan funcionaría? Estaba tan agotado que apenas podía pensar. Ni siquiera recordaba ya la última vez que había dormido.
Él no quería gobernar a nadie; sólo quería que esa pesadilla acabara para poder estar con Kahlan y pasar el resto de sus vidas juntos, sin luchar. La noche anterior con ella había sido de absoluta felicidad. Eso era todo lo que realmente quería.
El general Reibisch se aclaró la garganta.
— Nunca antes había luchado por nada, quiero decir por ninguna razón, que no fuese el vínculo. Tal vez ha llegado la hora de intentarlo a vuestro modo.
Richard se enderezó en la silla y entonces contempló al militar con cierto recelo.
— ¿Dices eso sólo porque crees que es lo que quiero oír?
— Bueno… —con la uña del pulgar el general rascó las bellotas talladas en el borde de la mesa—, los espíritus saben que nadie lo creería pero en realidad los soldados desean la paz más que cualquier otra persona. Lo que ocurre es que ni siquiera nos atrevemos a soñar con ella, porque vemos tanta muerte que nos convencemos de que el derramamiento de sangre no acabará nunca. Además, si piensas demasiado en la paz te vuelves blando, y los blandos son los primeros en caer. Pero si te comportas como si ardieras en deseos de entrar en combate el enemigo se lo piensa antes de darte una razón para que lo mates. Es como la paradoja de la que antes hablabais.
»Después de presenciar tantas muertes, uno empieza a preguntarse si sabe hacer algo más aparte de cumplir las órdenes y matar a gente. Uno se pregunta si es una especie de monstruo que no sirve para nada más. Tal vez eso es lo que les pasó a aquellos que atacaron Ebinissia. Finalmente se rindieron a la voz que sonaba dentro de sus cabezas.
»Quizá tengáis razón y a vuestra manera podremos poner fin a tanta muerte. —El general trató de volver a colocar una larga astilla que había arrancado—. Supongo que un soldado confía siempre en que después de matar a todas las personas que quieren matarlo a él podrá guardar la espada. Los espíritus saben que nadie odia más la guerra que quienes realmente las hacen. Ahhh —suspiró—, pero nadie lo creería.
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