Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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— Lo mismo he oído yo referido a otros países.

Brogan se encogió de hombros. Si pudiera poner las manos encima a esa maldita cocinera, le cortaría su indiscreta lengua.

— Antes nos habéis pedido que os juzguemos por vuestras acciones y no por lo que otros dicen de vos. ¿Me negaréis a mí lo mismo? Yo no puedo controlar las cosas que llegan a vuestros oídos, pero mi hermana posee el don y la quiero tal como es.

Lord Rahl se reclinó de nuevo en la silla y lo escrutó con ojos de halcón.

— Había miembros de la Sangre de la Virtud en el ejército de la Orden Imperial que pasó Ebinissia a sangre y fuego.

— Y también d’haranianos. Todos los atacantes de Ebinissia están muertos. Habéis dicho que no habría represalias para quienes se rindieran. Vuestra oferta de luchar por la paz vale para todos, ¿no es así?

Lord Rahl asintió lentamente.

— Una cosa más, lord general. He combatido contra los sicarios del Custodio y seguiré haciéndolo. Mientras luchaba contra ellos he descubierto que no necesitan sombras tras las que ocultarse. La última persona que uno se imagina puede ser un servidor del Custodio y, lo que es peor, alguien puede estar sirviéndolo sin siquiera saberlo.

— Yo también lo he oído —repuso Brogan.

— Aseguraos que esa sombra que perseguís no es la vuestra propia.

Brogan frunció el entrecejo. Había oído muchas cosas de boca de lord Rahl con las que no estaba de acuerdo, pero ésa era la primera que no entendía.

— Estoy totalmente seguro del mal que persigo, lord Rahl. No temáis por mí.

Ya empezaba a darse media vuelta cuando se detuvo.

— Por cierto, os felicito por vuestro compromiso con la reina de Galea… Realmente debo de estar perdiendo la memoria porque tampoco recuerdo su nombre. Perdonadme. ¿Cómo se llama?

— Reina Kahlan Amnell.

Brogan inclinó la cabeza.

— Por supuesto, Kahlan Amnell. No lo olvidaré.

14

Richard se quedó mirando las altas puertas de madera de caoba que acababan de cerrarse. Era refrescante ver a una persona tan cándida como para acudir al Palacio de las Confesoras, entre tantas personalidades elegantemente vestidas, cubierta con harapientos retales de diferentes colores. Seguramente todos los asistentes la habían tomado por una chiflada. Richard contempló sus sencillas y sucias ropas y se preguntó si también a él lo habían tomado por chiflado. Tal vez sí se había vuelto loco.

— ¿Lord Rahl, cómo habéis sabido que era una hechicera? —preguntó Cara.

— La envolvía su han. ¿No pudiste verlo en sus ojos?

Se oyó el crujir del cuero cuando la mord-sith apoyó una cadera en el escritorio, junto a Richard.

— Nosotras nos damos cuenta de si una mujer es una hechicera cuando trata de usar su poder, pero no antes. ¿Qué es el han?

Richard se pasó una mano por la cara y bostezó.

— Su poder interior, su fuerza vital: su magia.

— Vos os habéis dado cuenta porque también poseéis magia. Nosotras no podemos.

Richard gruñó mientras acariciaba con el pulgar la empuñadura de su espada. Con el tiempo, sin darse cuenta, había aprendido a captar el lado mágico de una persona; normalmente, si usaba su magia lo notaba en los ojos. Aunque en cada persona era distinto, o tal vez lo que cambiaba era la naturaleza específica de su magia, había rasgos comunes que Richard reconocía. Tal vez, como Cara había dicho, era porque él también poseía el don por haber visto esa inconfundible mirada intemporal en los ojos de tantas personas con poderes mágicos: Kahlan, Adie —la mujer de los huesos—, Shota —la bruja—, Du Chaillu —la chamán de los baka ban mana—, Rahl el Oscuro, la Hermana Verna, la prelada Annalina y tantas otras Hermanas de la Luz.

Las Hermanas de la Luz eran hechiceras, y muchas veces Richard había contemplado en sus ojos esa mirada vidriosa, intensa y tan peculiar cuando tocaban su han. A veces, cuando estaban envueltas en un velo de magia, incluso le parecía ver que el aire a su alrededor crepitaba. Algunas Hermanas irradiaban tal aura de poder que cuando pasaba junto a ellas se le erizaban los pelillos de la nuca.

Richard había captado esa misma mirada en los ojos de Lunetta. La envolvía su han. Lo que no comprendía era por qué, por qué estaba allí sin hacer nada pero tocando su han. Por lo general, las hechiceras no se envolvían en su han a no ser que tuvieran un propósito, del mismo modo que él no desenvainaba la Espada de la Verdad sin razón. Tal vez, del mismo modo que le gustaba ir vestida con harapos de colores, a su infantil personalidad le complacía envolverse en el han. Pero Richard no creía que fuese por eso.

Le preocupaba que Lunetta estuviera tratando de comprobar si decía la verdad. Pese a que no sabía lo suficiente sobre magia como para estar seguro de que tal cosa era posible, de algún modo las hechiceras siempre parecían darse cuenta de si era sincero o no. Cuando les mentía, se daban cuenta tan rápidamente como si su cabello se inflamara de repente. Para no arriesgarse había sido muy cauto en no mentir frente a Lunetta, en especial en lo referente a la muerte de Kahlan.

Era evidente que lo que realmente interesaba a Tobias Brogan era la Madre Confesora. Lo que había dicho tenía sentido, pero Richard no se lo creía. Tal vez recelaba de todos por temor a que algo malo le sucediera a Kahlan.

— Ese tipo es un pájaro de mal agüero —dijo, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

— ¿Deseáis que le cortemos las alas, lord Rahl? —Con un ágil movimiento Berdine impulsó hacia su mano el agiel que colgaba del extremo de una cadena y lo asió—. ¿O tal vez algo de más abajo? —Sus compañeras rieron.

— No —repuso Richard con voz cansina—. He dado mi palabra. Les he pedido que hagan algo que no tiene precedentes, algo que cambiará sus vidas para siempre. Debo cumplir mi palabra y dar a todos la oportunidad de que se den cuenta de que es lo correcto, de que es para el bien común y para la consecución de la paz.

Gratch bostezó mostrando los colmillos y se sentó en el suelo, detrás de la silla que ocupaba Richard. Éste deseó que el gar no estuviera tan cansado como estaba él. Ulic y Egan, de pie en actitud relajada y las manos unidas a la espalda, parecían no prestar oídos a la conversación. Su inmovilidad podía compararse a la de las columnas de la sala. No obstante, permanecían en actitud vigilante y escrutaban constantemente las columnas, los rincones y las hornacinas, aunque en la enorme sala no había nadie excepto ellos ocho.

El general Reibisch bruñía de forma distraída con un rollizo pulgar la protuberante base dorada de una lámpara colocada en el borde del estrado.

— ¿Lord Rahl, habéis dicho en serio eso de que los soldados no se llevarían ningún botín? —preguntó, alterado.

— Sí. Nuestros enemigos roban, pero nosotros no lo haremos. Nosotros luchamos por la paz, no para conseguir un botín.

El general desvió la mirada y asintió.

— ¿Tienes algo que decir al respecto, general?

— No, lord Rahl.

Richard se echó hacia atrás en la silla antes de añadir:

— General Reibisch, durante toda mi vida he sido un guía de bosque. Ésta es la primera vez que mando un ejército. Yo soy el primero en reconocer que no sé mucho sobre la posición en la que me encuentro. Necesito tu ayuda.

— ¿Mi ayuda? ¿Cómo os puedo yo ayudar, lord Rahl?

— Con tu experiencia. Te agradecería que expresaras tu opinión en vez de guardártela para ti y decir «sí» a todo. Es posible que no estemos de acuerdo y quizá me enfade contigo, pero nunca te castigaré por decirme lo que piensas. Si desobedeces mis órdenes, te sustituiré, pero eres libre para decir qué te parecen. Ésa es una de las cosas por las cuales luchamos.

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