Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Un muladar. Tobias Brogan carraspeó.

— Estás como una cabra —murmuró.

— Por favor, Tobias —suplicó la mujer, y perdió el paso—, no me llames…

— ¿Pues dónde están?

— Por ahí, lord general —señaló Lunetta con el brazo—. Ya veréis. Estamos cerca. Muy cerca.

Mientras se abría paso entre los montones de nieve, Brogan pensaba sobre ello. Le gustaba. Un muladar era justo lo que se merecían.

— Lunetta, me estás diciendo la verdad sobre lord Rahl, ¿verdad? Si me mientes sobre eso, jamás te perdonaré.

La mujer se detuvo y lo miró con los ojos anegados en lágrimas, aferrándose a sus harapos.

— Sí, lord general. Por favor. Estoy diciendo la verdad. Lo he intentado; de veras que sí.

Brogan la miró fijamente un instante eterno. Por uno de sus regordetes mofletes le corría una lágrima. No importaba; él lo sabía.

— Muy bien, muy bien —dijo al fin con un ademán impaciente—, sigue adelante. Será mejor que no los hayas perdido.

Radiante, Lunetta se secó las lágrimas, se dio media vuelta y salió disparada.

— Por aquí, lord general. Ya veréis. Sé exactamente dónde están.

Suspirando, Brogan fue tras ella. La nieve se amontonaba y, al ritmo que caía, sería una de esas nevadas que hacen historia. Daba igual, todo salía como estaba previsto. Lord Rahl era un necio si creía que el lord general Tobias Brogan de la Sangre de la Virtud iba a rendirse como un poseído sometido a la tortura del hierro incandescente.

— Por allí, lord general —señalaba Lunetta—. Están ahí.

Pese al viento que aullaba a sus espaldas, Brogan pudo oler el muladar antes de verlo. Al llegar junto al oscuro montículo iluminado por las tenues luces de los lejanos palacios que se alzaban al otro lado de la muralla, se sacudió la nieve de su capa carmesí. La nieve que caía sobre el humeante montón se fundía en algunos lugares, por lo que ningún manto blanco daba un pretendido aire de pureza a la oscura forma.

— ¿Bueno? —inquirió con las manos en las caderas—. ¿Dónde se encuentran?

Lunetta se acercó a él buscando cobijo de la nieve impelida por el viento.

— Quedaos aquí, lord general. Ellos vendrán a vos.

— ¿Un encantamiento de círculo? —preguntó al bajar la vista y ver un sendero de pisadas.

Lunetta se rió suavemente mientras trataba de protegerse las rojas mejillas del frío con sus harapos.

— Sí, lord general. Me dijisteis que si escapaban os enfadaríais conmigo. Y como no quería que os enfadarais con Lunetta, les he echado un encantamiento de círculo. De este modo, por muy rápido que caminen, no escaparán.

Brogan estaba encantado. Sí, pese a todo, el día acababa bien. Se habían presentado obstáculos pero con la ayuda del Creador los superaría. Ahora recuperaba el control de la situación. Ese lord Rahl iba a averiguar que nadie dicta normas a la Sangre de la Virtud.

Lo primero que vio emerger de la oscuridad fue la ondulante falda amarilla de la mujer que quedó al descubierto cuando una racha de viento le abrió el manto. La duquesa Lumholtz caminó con decisión hacia él seguida a medio paso por el duque, a su lado. Al verlo junto al camino una expresión de disgusto le ensombreció su maquillado rostro. Inmediatamente se tapó con el manto cubierto con una delgada capa de nieve.

— Volvemos a encontrarnos —la saludó Brogan con la mejor de sus sonrisas—. Os deseo una buena noche, milady. Y a vos también duque Lumholtz —añadió, ladeando la cabeza en una leve reverencia.

La duquesa resopló en señal de desaprobación y adoptó una actitud altiva. Por su parte el duque los fulminó con la mirada, como si levantara una barrera y los retara a cruzarla. Ambos se perdieron en la oscuridad sin devolver el saludo. Brogan se rió para sus adentros.

— ¿Veis, lord general? Os prometí que os estarían esperando.

El lord general enganchó ambos pulgares en el cinturón y enderezó los hombros, dejando que el viento alborotara su capa carmesí. No era necesario ir tras la pareja.

— Te felicito, Lunetta —murmuró.

Al poco se vislumbró de nuevo la falda amarilla de la duquesa. Esta vez, al ver a Tobias, Galtero y Lunetta de pie junto al sendero formado por sus pisadas, la aristócrata enarcó las cejas con sobresalto. Realmente era una mujer atractiva, pese a ir tan pintarrajeada. No tenía nada de infantil y, aunque aún joven, era madura tanto de cara como de figura. Una mujer con todas las de la ley que proclamaba con orgullo su femineidad.

Con gesto deliberadamente amenazante, el duque posó con firmeza una mano en la empuñadura de la espada. Ambos avanzaron. Aunque el duque llevaba una espada ornamentada, Brogan sabía muy bien que, al igual que la de lord Rahl, no era mero adorno. Kelton se preciaba de forjar las mejores espadas de toda la Tierra Central y todos los keltas, sobre todo la nobleza, se enorgullecían de usarlas con maestría.

— General Bro…

— Lord general, milady —la corrigió él con dureza.

La mujer lo miró altiva.

— Lord general Brogan, nos dirigimos a nuestro palacio. Os sugiero que dejéis de seguirnos y regreséis al vuestro. Hace una noche de perros para estar fuera.

Galtero miraba fijamente los encajes sobre el pecho de la mujer, que subían y bajaban al ritmo de su ira. Al darse cuenta la duquesa se tapó furiosa con el manto. El duque también se dio cuenta y se inclinó hacia Galtero.

— Apartad los ojos de mi esposa, caballero, u os haré pedazos y alimentaré con ellos a mis sabuesos.

Galtero esbozó una traicionera sonrisa, alzó la mirada hacia el duque —que era más alto que él—, pero guardó silencio.

— Buenas noches, general —resopló la duquesa.

Nuevamente la pareja se alejó para recorrer su circuito en el muladar, sin la menor duda de que se dirigían a su destino directos como flechas. No obstante, atrapados en el encantamiento de círculo, no podían hacer otra cosa que dar vueltas y más vueltas. Brogan podría haberlos detenido la primera vez pero le encantaba presenciar sus miradas de consternación mientras trataban de comprender cómo era posible que surgiera delante de ellos una y otra vez. Debido al hechizo, sus mentes no podrían entenderlo.

La vez siguiente sus rostros se volvieron blancos como la misma nieve, aunque enseguida enrojecieron de rabia. La duquesa se detuvo y con las manos en jarras se quedó mirándolo ceñuda. Brogan miraba el encaje blanco justo delante de sus narices, que subía y bajaba con el calor de su indignación.

— Óyeme bien, personajillo insignificante. ¿Cómo te atreves a…?

Brogan notó cómo la mandíbula se le tensaba. Lanzando un rugido de rabia, agarró el encaje blanco en ambas manos y rasgó la pechera del vestido hasta la cintura.

Lunetta levantó una mano al tiempo que entonaba un breve ensalmo, y el duque se quedó rígido e inmóvil como si se acabara de convertir en piedra, con la espada a medio desenvainar. Sólo sus ojos se movían y vieron a la duquesa gritar cuando Galtero le sujetó ambos brazos a la espalda, dejándola tan indefensa e inmóvil como él, aunque para ello no necesitó magia. Galtero le retorció los brazos cruelmente y la espalda de la mujer se arqueó. Sus pezones se erguían con rigidez, expuestos al gélido viento.

Puesto que había entregado su cuchillo a lord Rahl, Brogan desenvainó la espada.

— ¿Qué acabas de llamarme, sucia ramera?

— ¡Nada! —Aterrada, la duquesa ladeaba la cara ora a un lado ora al otro, y sus negros rizos le azotaban el rostro—. ¡Nada!

— Vaya, vaya. ¿Tan rápido perdemos el valor?

— ¿Qué quieres? ¡No soy ninguna poseída! ¡Déjame ir! ¡No soy ninguna poseída! —jadeó la duquesa.

— Pues claro que no. Eres demasiado presuntuosa para ser una poseída pero eso no te hace menos despreciable, ni menos útil.

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