Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños

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Richard también la miró y vio que palidecía. Entonces se bajó el vestido para mostrarle la parte superior de un seno. Richard notó cómo él también palidecía y tuvo que apartar la mirada.

— Solamente permitió que me curaran la cara. El resto debe quedar tal como está porque… le divierte. Y esto es lo menos grave que me hizo. Y todo por tu culpa, Richard Rahl —dijo Merissa con voz gélida.

Richard tuvo una fugaz visión de Kahlan con el aro de Jagang en el labio inferior y aquellas terribles marcas en su cuerpo. Bastaba con imaginárselo para que las rodillas le temblaran.

Se mordió el labio inferior mientras fijaba de nuevo los ojos en Ulicia.

— Tú no eres la Prelada —le espetó—. Dame su anillo. —Sin dudarlo, Ulicia se lo quitó y se lo entregó—. El trato es que me juraréis lealtad, me diréis dónde está Kahlan y luego os marcharéis.

— Eso es.

— Trato hecho —declaró Richard con un suspiro.

Una vez que Richard hubo cerrado la puerta a sus espaldas Ulicia cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de alivio. Eran libres. Que Richard liberara a Kahlan, no le importaba; ya tenían lo que querían. Por fin iba a poder dormir sin miedo a que Jagang la visitara en sueños.

Cinco vidas a cambio de una. Una ganga.

Y ni siquiera había sido preciso revelárselo todo. No obstante, le había dicho más de lo que deseaba. De todos modos había sido una ganga.

— Hermana Ulicia —dijo Cecilia en un tono de seguridad que no tenía desde hacía meses—, has logrado lo imposible. Nos has librado de Jagang. Las Hermanas de las Tinieblas son libres, y no nos ha costado nada.

— Yo no estaría tan segura de eso. Acabamos de poner un rumbo incierto a través de un territorio inexplorado. Pero, por el momento, somos libres. No debemos malgastar esta oportunidad. Partiremos al instante.

La puerta se abrió de golpe.

Un sonriente capitán Blake irrumpió en la oficina, seguido por dos marineros igualmente sonrientes. Uno de ellos manoseó a Armina. La Hermana no hizo nada para defenderse.

Con paso tambaleante el capitán llegó hasta el escritorio, apoyó las manos encima y se inclinó hacia Ulicia. Apestaba a licor.

— Bueno, bueno, moza. Nos volvemos a encontrar —dijo mirándola con expresión lasciva.

— Eso parece —replicó Ulicia, inexpresiva.

— El Lady Sefa acaba de atracar en el puerto —anunció el capitán, con su hambrienta mirada posada en los pechos de la mujer—. La vida de un marino es muy solitaria y nos gustaría un poco de compañía por esta noche. Los muchachos disfrutaron tanto de la última vez que les gustaría volver a repetirlo todo.

— Espero que esta vez seáis más amables —dijo Ulicia con fingido tono medroso.

— Bueno, moza, para serte sincero los muchachos creen que la última vez no os sacamos suficiente jugo. —El capitán se inclinó más, extendió la mano derecha, agarró a Ulicia por el pezón y la obligó a acercarse. El grito de la mujer provocó en él una sonrisa—. Vamos, putas, moved vuestros traseros hasta el Lady Sefa antes de que me enfade.

Rápidamente Ulicia clavó un cuchillo en el dorso de la mano del capitán, inmovilizándola contra la mesa. Entonces se llevó el dedo de la otra mano al aro del labio inferior y con un flujo de Magia de Resta lo hizo desaparecer.

— De acuerdo, capitán Blake, iremos al Lady Sefa . Nos encantará ver de nuevo a toda la tripulación.

Con un puño mágico le propinó un tremendo golpe hacia atrás. El cuchillo que tenía clavado le cortó la mano en dos. El capitán quiso gritar, pero una mordaza de aire se lo impidió.

49

— Algo pasa ahí fuera —susurró Adie—. Deben de ser ellos. ¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó, fijando sus blancos ojos en Kahlan—. Yo estoy dispuesta pero…

— No nos queda otro remedio —repuso Kahlan, echando un vistazo al fuego para asegurarse de que ardía con intensidad—. Tenemos que escapar. Y si morimos en el intento, bueno, al menos ya no seremos el anzuelo que debe atraer a Richard a la trampa. De ese modo se quedará donde está y con la ayuda de Zedd protegerá la Tierra Central.

— De acuerdo. Lo intentaremos. Sé lo que está haciendo pero no sé por qué.

Adie le había explicado que Lunetta se comportaba de modo muy peculiar: se envolvía en su poder continuamente. Para conseguir algo tan extraordinario se requería un talismán imbuido de magia. Tratándose de Lunetta, el talismán sólo podía ser una cosa.

— Aunque no sepas el porqué, Adie, no lo haría si no fuese importante.

Kahlan se llevó un dedo a los labios, conminando al silencio, cuando se oyó el crujir del suelo de madera del pasillo. El cabello negro y gris de Adie, que le llegaba hasta la mandíbula, osciló cuando la hechicera se inclinó sobre la lámpara para apagarla, tras lo cual se colocó detrás de la puerta. El fuego iluminaba la estancia pero las sombras se movían a las titilantes llamas, lo cual se sumaría a la confusión.

La puerta se abrió. Kahlan, de pie en el extremo más alejado, de cara a Adie, inspiró profundamente para armarse de valor. Ojalá antes de entrar hubiesen roto el escudo, o todo eso no serviría para nada.

Dos figuras entraron en la habitación. Eran ellos.

— ¿Qué estás haciendo tú aquí, asqueroso bufón? —vociferó Kahlan.

Brogan, con Lunetta a la zaga, se volvió contra Kahlan. Ésta le escupió a los ojos.

Rojo de rabia, el general fue a por ella. Kahlan lo golpeó con la bota en la entrepierna. Brogan lanzó un alarido, y Lunetta corrió en su ayuda. Por detrás, Adie estrelló un tronco en la cabeza de la bruja, que se había agachado.

Brogan se abalanzó sobre Kahlan. Ambos forcejearon. El general le propinaba puñetazos en las costillas. Entretanto, Adie aprovechó que Lunetta caía al suelo para tirar de su curioso atavío de retales. Con un tremendo esfuerzo fruto de la desesperación, Adie logró arrancar el vestido de la bruja, que casi estaba inconsciente.

Lunetta, aturdida y aletargada, logró lanzar un grito cuando Adie se dio media vuelta y arrojó el vestido al rugiente fuego.

Mientras ella y Brogan caían al suelo, Kahlan alcanzó a ver cómo los retales multicolores eran pasto de las llamas. Al estrellarse contra el suelo logró quitarse de encima al general e inmediatamente se puso en pie. Cuando Brogan trató de hacer lo propio, Kahlan le lanzó un puntapié a la cara.

Lunetta emitía angustiosos chillidos. Kahlan no quitaba ojo a Brogan, que, sangrando por la nariz, se disponía a lanzarse contra ella de nuevo. No obstante, vio a su hermana detrás de Kahlan y se quedó paralizado.

Kahlan osó echar una fugaz mirada tras de sí. Vio una mujer tratando desesperada y vanamente de recuperar unos retales de colores del fuego.

Pero esa mujer no era Lunetta. Era una mujer atractiva y de más edad que Lunetta, vestida con un holgado vestido blanco.

También Kahlan se quedó de piedra. ¿Qué le había pasado a Lunetta?

— ¡Lunetta! —vociferó Brogan, fuera de sí—. ¿Cómo te atreves a hacer un sortilegio delante de otras personas? ¿Cómo osas usar tu magia para que te vean hermosa? ¡Ya basta! ¡Tu lacra es horrorosa!

— Lord general —sollozaba Lunetta—, mis galas. Mis galas se están quemando. Por favor, hermano, ayúdame.

— ¡Maldita streganicha ! ¡Acaba con esto de una vez!

— No puedo —sollozaba Lunetta—. Sin mis galas, no puedo.

Lanzando un gruñido de furia, Brogan apartó a Kahlan de su camino y corrió al fuego. Allí alzó a Lunetta por el pelo y la golpeó con el puño. La mujer cayó al suelo, arrastrando consigo a Adie.

Brogan pateó a su hermana, que trataba de levantarse.

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