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Robert Jordan: El Dragón renacido

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Robert Jordan El Dragón renacido

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El Dragón Renacido, el profético adalid que ha de salvar al mundo, el libertador que enloquecerá y matará a todos sus seres queridos, ha iniciado una carrera para huir de su destino. Rand al Thor es capaz de entrar en contacto con el Poder Unico, pero no puede controlarlo, ni tiene a nadie que le enseñe a hacerlo, pues ningún hombre lo ha conseguido desde hace tres mil años. Tiene la certidumbre que ha de enfrentarse al Oscuro, pero ¿cómo? Perrin Aybara va en busca de Rand, acompañado por Moraine Sedai, su Guardián, Lan, y Olial el Ogier. Acosado por extraños sueños, Perrin afronta otro problema insoluble: ¿cómo eludir la pérdida de su propia condición humana? Por su parte, Egwene, Elayne y Nynaeve se aproximan a Tar Valon, el lugar donde Mat será curado... si aún sigue vivo al llegar allí. Sin embargo, ¿quién comunicará a la Amyrlin la noticia de que el Ajah Negro existe realmente? Y en el Corazón de la Ciudadela aguarda la próxima gran prueba a la que debe someterse el Dragón Renacido...

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Robert Jordan

El Dragón renacido

Dedicado a

James Olivier Rigney, hijo

(1920-1988)

Me enseñó a seguir siempre los sueños y a vivirlos cuando los atrapara.

«Y sus vías serán muchas, y muchos los hombres que conocerán su nombre, porque estará entre nosotros muchas veces, con múltiples apariencias, como ha sido y será siempre, en el infinito discurrir del tiempo. Su advenimiento será como el filo del arado, que, trazando surcos, dará un vuelco a nuestras vidas y nos arrancará de los lugares donde permanecemos postrados en nuestro silencio. El quebrantador de vínculos; el forjador de cadenas. El hacedor de futuros; el desfigurador del destino».

Extraído de Comentarios sobre las profecías del Dragón , de Jurith Dorine, Mano Derecha de la reina de Almoren, 742 DD, Tercera Era.

PROLOGO

Fortaleza de la Luz

Pedron Niall dejó vagar su mirada de anciano por su sala privada de audiencia, pero los oscuros ojos velados por el ensimismamiento no vieron nada. Las desteñidas colgaduras que antaño habían sido los estandartes de guerra de los enemigos de su juventud se confundían con la oscura madera que recubría las paredes de piedra, imponentemente gruesas incluso allí en el corazón de la Fortaleza de la Luz. La única silla existente en la habitación, pesada y de alto respaldo, semejante a un trono, le resultaba tan invisible como las pocas mesas dispersas que completaban el mobiliario. Incluso el hombre de blanca capa que permanecía arrodillado con mal disimulada ansiedad sobre el gran sol incrustado en las anchas planchas del suelo se había ausentado de su mente, aun cuando eran pocos los que habrían tomado su presencia tan a la ligera.

Jaret Byar había disfrutado de un respiro para lavarse antes de ser conducido ante Niall, pero tanto su yelmo como su peto estaban deslucidos por el viaje y mellados por el uso. Sus hundidos ojos oscuros irradiaban una febril e impaciente luz en un rostro en el que la carne parecía haberse reducido a los músculos indispensables. No llevaba espada —a nadie le estaba permitido hacerlo en presencia de Niall— pero parecía hallarse al borde de la violencia, como un sabueso que aguarda a que le suelten la correa.

Dos fuegos encendidos en largos hogares en cada uno de los extremos de la estancia mantenían a raya el frío de finales de invierno. Era una habitación austera como la de un soldado, y todo cuanto había en ella era de calidad, pero sin ninguna concesión a la extravagancia… con excepción del sol. Los muebles habían llegado a la sala de audiencia del capitán general de los Hijos de la Luz con el hombre que accedió al cargo; el resplandeciente sol de oro acuñado se había desgastado con el paso de generaciones de solicitantes, había sido sustituido y había vuelto a desgastarse. Había allí oro suficiente para comprar una hacienda en Amadicia y el título nobiliario emparejado a ella. Durante diez años Niall había caminado encima de ese sol sin dedicarle pensamiento alguno, como tampoco se lo dedicaba al sol bordado en el pecho de su túnica blanca. El oro suscitaba escaso interés en Pedron Niall.

Finalmente volvió a posar la mirada en la mesa más cercana, cubierta con mapas y cartas e informes esparcidos. Entre el desorden había tres dibujos enrollados. Tomó uno con desgana. Daba igual cuál de ellos fuera, pues todos describían la misma escena, aunque con diferente factura de trazo.

La edad había tensado la piel de Niall, tan fina como un pergamino raspado, sobre un cuerpo que parecía compuesto sólo de huesos y tendones, pero nada en él transmitía la impresión de fragilidad. Ningún hombre ascendía al cargo de Niall antes de tener el pelo blanco, ni tampoco ninguno que fuera más blando que las piedras de la Cúpula de la Verdad. A pesar de ello, de improviso tomó conciencia del asurcado dorso de la mano que sostenía el dibujo, del apremio del tiempo. Le quedaba poco tiempo. Había de obrar de modo que fuera suficiente.

Venció su renuencia y desenrolló hasta la mitad el grueso pergamino, justo lo bastante para ver el rostro que le interesaba. Los colores se habían emborronado un poco a causa del viaje en las alforjas, pero la cara se percibía claramente. Un joven de ojos grises y cabello rojizo. Parecía alto, pero era difícil afirmarlo con certeza. Aparte del pelo y de los ojos, habría podido pasar inadvertido en cualquier ciudad.

—¿Este…, este muchacho se ha proclamado Dragón Renacido? —murmuró Niall.

El Dragón. El nombre le hizo sentir el frío del invierno y de la edad. El nombre con que se conocía a Lews Therin Telamon cuando condenó a todo hombre capaz de encauzar el Poder Único, entonces o incluso después, a la locura y a la muerte, un destino al que tampoco él escapó. Habían transcurrido más de tres mil años desde que el orgullo de los Aes Sedai y la Guerra de la Sombra habían puesto fin a la Era de Leyenda. Tres mil años, pero las profecías y las leyendas ayudaban a recordar a los hombres… al menos lo esencial, aun cuando los detalles se hubieran perdido en el olvido. Lews Therin Verdugo de la Humanidad. El hombre que había iniciado el Desmembramiento del Mundo, cuando los locos que podían hacer uso del poder motor del universo allanaron montañas y hundieron antiguas tierras bajo los mares, cuando la totalidad de la superficie de la tierra se modificó y todos los supervivientes huyeron como bestias ante el avance de un fuego. Aquello no había concluido hasta que hubo fallecido el último varón Aes Sedai, y la desperdigada raza humana pudo comenzar a reconstruir a partir de los escombros… en los lugares donde restaban siquiera escombros. El recuerdo quedaba marcado a fuego en la memoria por medio de las historias que las madres contaban a sus hijos. Y la profecía aseveraba que el Dragón volvería a nacer.

Niall no había querido realmente expresar una pregunta, pero Byar interpretó su frase como tal.

—Sí, mi señor capitán general. Ha sido la peor locura que haya producido ningún falso Dragón de que yo tenga constancia. Se cuentan por miles los que se han declarado partidarios suyos. Tarabon y Arad Doman se hallan en guerra civil y también en guerra entre sí. Hay combates por todo el llano de Almoth y en la Punta de Toman, taraboneses contra domani contra Amigos Siniestros que aclaman al Dragón…, o había combates hasta que el invierno los sofocó en su mayor parte. Nunca había visto un caso de propagación tan rápida, mi señor capitán general. Ha sido como si arrojaran un candil a un pajar. Puede que la nieve lo haya aplacado, pero, con la llegada de la primavera, las llamas se alzarán con más ímpetu que antes.

Niall lo hizo callar levantando un dedo. En dos ocasiones le había dejado que relatara su versión de los sucesos, con voz vibrante de furia y odio. Algunos retazos los conocía por otras fuentes, y en algunas áreas sabía más que Byar, pero, cada vez que lo escuchaba, sentía de nuevo el aguijón del asombro.

—Geofram Bornhald y un millar de Hijos muertos. Y fue obra de las Aes Sedai. ¿No tenéis dudas al respecto, Byar?

—Ninguna, mi señor capitán general. Después de una escaramuza en el camino de Falme, vi a dos de las brujas de Tar Valon. Nos causaron más de cincuenta bajas hasta que las acribillamos de flechas.

—¿Estáis seguro…, seguro de que eran Aes Sedai?

—El suelo se abrió bajo nuestros pies. —La voz de Byar era firme y convencida. Jaret Byar carecía de imaginación; la muerte formaba parte de la vida de un soldado, fuera cual fuera su causa—. Sobre nuestras filas se descargaron relámpagos en un día claro. Mi señor capitán general, ¿qué otra cosa podría haber sido?

Niall asintió lúgubremente. Desde el Desmembramiento del Mundo no había habido varones Aes Sedai, pero las mujeres que todavía se sentían depositarias de ese título suponían una amenaza digna de tener en cuenta. Afirmaban cumplir los Tres Juramentos: no pronunciar palabra que no fuera cierta, no crear arma destinada a que un hombre matara a otro, y utilizar el Poder Único como arma sólo contra los Amigos Siniestros o los Engendros de la Sombra. Pero ahora habían demostrado a las claras que aquellos juramentos eran un embuste. Él siempre había sabido que nadie podía querer el poder que ellas manejaban si no era para retar al Creador, y ello suponía servir al Oscuro.

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