Robert Jordan - El Dragón renacido

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El Dragón Renacido, el profético adalid que ha de salvar al mundo, el libertador que enloquecerá y matará a todos sus seres queridos, ha iniciado una carrera para huir de su destino.
Rand al Thor es capaz de entrar en contacto con el Poder Unico, pero no puede controlarlo, ni tiene a nadie que le enseñe a hacerlo, pues ningún hombre lo ha conseguido desde hace tres mil años. Tiene la certidumbre que ha de enfrentarse al Oscuro, pero ¿cómo? Perrin Aybara va en busca de Rand, acompañado por Moraine Sedai, su Guardián, Lan, y Olial el Ogier. Acosado por extraños sueños, Perrin afronta otro problema insoluble: ¿cómo eludir la pérdida de su propia condición humana? Por su parte, Egwene, Elayne y Nynaeve se aproximan a Tar Valon, el lugar donde Mat será curado... si aún sigue vivo al llegar allí. Sin embargo, ¿quién comunicará a la Amyrlin la noticia de que el Ajah Negro existe realmente?
Y en el Corazón de la Ciudadela aguarda la próxima gran prueba a la que debe someterse el Dragón Renacido...

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—No tiene importancia, mi señor capitán general. El invierno los mantiene a todos recluidos en sus campamentos, salvo para participar en contadas escaramuzas y ataques por sorpresa. Cuando disminuyan los rigores del frío y puedan desplazarse tropas… Bornhald sólo llevó a la muerte en la Punta de Toman a la mitad de su legión. Con la otra mitad, perseguiré a ese falso Dragón y le daré muerte. Un cadáver no supone peligro para nadie.

—¿Y si os encontráis con lo que hubo de enfrentarse Bornhald? ¿Aes Sedai encauzando el Poder para matar?

—Sus trucos de brujas no las protegen contra las flechas o contra un cuchillo clavado en la oscuridad. Perecen con la misma rapidez que cualquiera. —Carridin sonrió—. Os prometo que antes de que llegue el verano habré cumplido mi propósito.

Niall asintió. El interrogador rebosaba confianza, seguro de que las preguntas inquietantes, en caso de que las hubiera, se habían expresado ya. «Debiste recordar, Carridin, que se me considera un maestro en cuestiones de táctica».

—¿Por qué —preguntó en voz baja— no llevasteis vuestras propias fuerzas a Falme, habiendo Amigos Siniestros en la Punta de Toman y un ejército de ellos ocupando Falme? ¿Por qué intentasteis detener a Bornhald?

—Al principio sólo eran rumores, mi señor capitán general —respondió, pestañeando, pero con voz firme, Carridin—. Rumores tan descabellados que nadie les concedía crédito. Para cuando me cercioré de su veracidad, Bornhald ya había entrado en batalla. Estaba muerto, y los Amigos Siniestros se habían dispersado. Además, mi cometido era llevar la Luz al llano de Almoth. No podía desobedecer las órdenes recibidas para ir en pos de rumores.

—¿Vuestro cometido? —dijo Niall, elevando la voz al tiempo que se ponía en pie. Carridin le llevaba más de un palmo, pero el interrogador dio un paso atrás—. ¿Vuestro cometido? ¡Vuestro cometido era ocupar el llano de Almoth! Un cubo vacío que nadie tiene asido más que con palabras y meras pretensiones, y todo cuanto vos teníais que hacer era llenarlo. La nación de Almoth habría vuelto a cobrar vida, gobernada por los Hijos de la Luz, sin necesidad de estar formalmente sujeta a la autoridad de un insensato rey. Amadicia y Almoth, una cuña presionando Tarabon. Dentro de cinco años habríamos alcanzado un dominio tan rotundo allí como aquí en Amadicia. ¡Y vos hicisteis fracasar el plan!

—Mi señor capitán general —protestó Carridin, de cuyos labios había acabado por esfumarse todo asomo de sonrisa—, ¿cómo podía yo prever lo que ha ocurrido? Que apareciera otro falso Dragón. Que Tarabon y Arad Doman iniciaran finalmente una guerra después de pasar tanto tiempo limitándose a dedicarse gruñidos. ¡Que las Aes Sedai revelaran su verdadera condición después de tres mil años de disimulo! Aun con todo ello, no todo se ha perdido, si puedo localizar y destruir a ese falso Dragón antes de que sus seguidores se unan. Y, una vez que los taraboneses y domani se hayan debilitado luchando, podremos expulsarlos del llano sin…

—¡No! —espetó Niall—. Vuestros planes se han acabado, Carridin. Quizá debería entregaros a vuestros propios interrogadores ahora mismo. El Inquisidor Supremo no pondría ninguna objeción. Se muerde las uñas de impaciencia por encontrar a alguien a quien pueda responsabilizar de lo ocurrido. Él nunca propondría a uno de los suyos, pero dudo que tuviera remilgos en aceptaros si yo os acuso. Unos cuantos días de interrogatorios, y acabaríais confesando cualquier cosa, reconociéndoos como Amigo Siniestro, incluso. Dentro de una semana, estaríais a merced del hacha del verdugo.

—Mi señor capitán general… —Carridin calló para tragar saliva, con la frente perlada de sudor—. Mi señor capitán general, parece insinuar que existe otra vía. Si es tan amable de exponerla, yo obedeceré, fiel a mis juramentos.

«Ahora —pensó Niall—. Ahora es el momento de arrojar el dado». Sentía un hormigueo por la piel, como si se encontrara en una batalla y de improviso se hubiera dado cuenta de que todos los hombres que lo rodeaban eran enemigos. Los señores capitanes generales no eran entregados al verdugo, pero se tenía conocimiento de más de uno que había perecido de manera súbita e imprevista. Tras cuya muerte apenas llorada había sido sustituido rápidamente por hombres de ideas menos peligrosas.

—Hijo Carridin —dijo con firmeza—, vais a aseguraros de que ese falso Dragón no muera. Y, si acude a él alguna Aes Sedai con el propósito de oponérsele en lugar de apoyarlo, haréis uso de vuestros «cuchillos en la oscuridad».

El interrogador se quedó boquiabierto. Pronto se recuperó, sin embargo, y observó a Niall con aire inquisitivo.

—Matar Aes Sedai es un deber, pero… ¿permitir que un falso Dragón se mueva en libertad? Eso…, eso sería… una traición. Y una blasfemia.

Niall respiró hondo. Percibía los invisibles cuchillos acechando en las sombras. Pero ahora ya no podía echarse atrás.

—No es traición hacer lo que debe hacerse. E incluso la blasfemia puede ser tolerada por una causa fundada. —Aquellas dos afirmaciones bastarían para desencadenar su muerte—. ¿Sabéis cómo reunir a la gente bajo vuestros estandartes, Hijo Carridin? Conocéis la forma más rápida, ¿no? Soltad un león, un león feroz, en las calles. Y, cuando el pánico se haya apoderado del pueblo, cuando el miedo se haya instalado en sus entrañas, anunciadles tranquilamente que vos os haréis cargo de él. Entonces lo matáis y les ordenáis que cuelguen el cadáver en un lugar bien visible para todos. Sin dejarles margen para pensar, les impartís otra orden, y os obedecerán. Y, si continuáis dándoles órdenes, seguirán obedeciéndoos, pues vos seréis su salvador. ¿Y qué otra persona habría más indicada para regir su país?

Carridin movió la cabeza con incertidumbre.

—¿Os proponéis… tomarlo todo, mi señor capitán general? ¿No sólo el llano de Almoth, sino también Tarabon y Arad Doman?

—Lo que me propongo es asunto que sólo debo conocer yo. El que a vos os concierne es obedecer tal como habéis jurado hacerlo. Espero oír los cascos de los veloces caballos que utilizarán los mensajeros que van a partir para el llano esta noche. Estoy seguro de que sabéis cómo formular las órdenes de manera que nadie conciba sospechas que no nos interesan. Si habéis de acosar a alguien, que sean los taraboneses y los domani. Sería lamentable inducirlos a que mataran a mi león. No, por la Luz, impondremos por la fuerza la paz entre ellos.

—Como mi señor capitán ordene —acató zalameramente Carridin—. Yo escucho y obedezco. —Demasiado zalameramente.

Niall esbozó una fría sonrisa.

—En caso de que vuestro juramento no sea un acicate suficiente, tened esto en cuenta: si ese falso Dragón fallece antes de que yo ordene su muerte, o si lo hacen preso las brujas de Tar Valon, una mañana os encontrarán con una daga clavada en el corazón. Y, si me ocurriera algún… accidente, incluso si muriera por causa de la edad, vos no viviríais ni un mes más que yo.

—Mi señor capitán general, he jurado obedecer…

—Así es —lo atajó Niall—. Procurad no olvidarlo. ¡Ahora marchaos!

—Como ordene mi señor capitán general. —Para entonces la voz de Carridin no sonaba ya con tanta firmeza.

La puerta se cerró tras el inquisidor. Niall se frotó las manos, para ahuyentar el frío que se apoderaba de él. El dado daba vueltas y no había forma de prever los puntos que mostraría al detenerse. La Última Batalla se hallaba próxima realmente, pero no el Tarmon Gai’don legendario, con el Oscuro liberado de su prisión y enfrentado con el Dragón Renacido. Tenía el convencimiento de que no sería así. Los Aes Sedai de la Era de Leyenda habían tal vez abierto un agujero en la cárcel del Oscuro en Shayol Ghul, pero Lews Therin Verdugo de la Humanidad y los Cien Compañeros habían vuelto a sellarla. El contraataque había contaminado para siempre la mitad masculina de la Fuente Verdadera, y la locura que ello les había causado había dado origen al Desmembramiento del Mundo, pero uno de aquellos antiguos Aes Sedai tenía la facultad de hacer lo que no podrían lograr diez de las brujas actuales de Tar Valon. Lo que ellos habían creado resistiría.

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