Robert Jordan - El Dragón renacido

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El Dragón Renacido, el profético adalid que ha de salvar al mundo, el libertador que enloquecerá y matará a todos sus seres queridos, ha iniciado una carrera para huir de su destino.
Rand al Thor es capaz de entrar en contacto con el Poder Unico, pero no puede controlarlo, ni tiene a nadie que le enseñe a hacerlo, pues ningún hombre lo ha conseguido desde hace tres mil años. Tiene la certidumbre que ha de enfrentarse al Oscuro, pero ¿cómo? Perrin Aybara va en busca de Rand, acompañado por Moraine Sedai, su Guardián, Lan, y Olial el Ogier. Acosado por extraños sueños, Perrin afronta otro problema insoluble: ¿cómo eludir la pérdida de su propia condición humana? Por su parte, Egwene, Elayne y Nynaeve se aproximan a Tar Valon, el lugar donde Mat será curado... si aún sigue vivo al llegar allí. Sin embargo, ¿quién comunicará a la Amyrlin la noticia de que el Ajah Negro existe realmente?
Y en el Corazón de la Ciudadela aguarda la próxima gran prueba a la que debe someterse el Dragón Renacido...

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—Demasiado largo para montar a caballo —gruñó Masema. La cicatriz triangular que marcaba su oscura mejilla acentuó su mueca de desdén—. Un buen peto pararía incluso una flecha gruesa como una estaca salvo si se dispara de cerca, y, si no se acierta el primer tiro, el hombre al que se dispara tendrá ocasión de arrancarle a uno las entrañas de cuajo.

—No estés tan seguro, Masema. —Ragan se relajó un poco al comprobar que nada surcaba el cielo. El cuervo debía de ir solo—. Apuesto a que con este arco de Dos Ríos no tienes que acercarte tanto. —Masema abrió la boca.

—¡Vosotros dos, parad de darle a la lengua! —espetó Ino, a quien la larga cicatriz que le atravesaba el costado izquierdo de la cara y el hecho de ser tuerto conferían un aspecto extremadamente fiero, incluso tratándose de un shienariano. En otoño, de camino a las montañas, se había comprado un parche pintado y el ojo rojo permanentemente entornado dibujado en él no reducía en nada la tensión de quien había de sostenerle la mirada—. Si sois tan jodidos que no sabéis mantener la atención en el trabajo, veré si una prolongación de las malditas guardias de noche os pone en vuestro sitio. —Ragan y Masema se apaciguaron e Ino les asestó una última y ceñuda mirada que suavizó antes de volverse hacia Perrin—. ¿Todavía no veis nada? —Su tono era algo más brusco del que habría utilizado para dirigirse a un superior designado por el rey de Shienar o el Señor de Fal Dara y, con todo, expresaba una aceptación tácita a cualquier sugerencia que pudiera expresar Perrin.

Los shienareses sabían cuán lejos veía, pero parecían tomar aquel fenómeno como algo natural, e igual actitud adoptaban respecto al color de sus ojos. Aunque no lo sabían todo de él, ni mucho menos, lo aceptaban tal cual era. O como creían que era. Daban la sensación de aceptarlo todo. El mundo cambiaba, decían. Todo giraba en las ruedas del cambio. ¿Qué importaba ahora que alguien tuviera los ojos de un color como jamás los había tenido hombre alguno?

—Ya llega —anunció Perrin—. Ahora la veréis. Allí.

Señaló, e Ino se inclinó hacia adelante escrutando con su ojo sano, hasta que finalmente asintió con aire dubitativo.

—Hay alguna jodida cosa que se mueve allá abajo.

Algunos murmuraron y asintieron también. Ino les dirigió entonces una fulminante mirada, y todos volvieron a centrar la vista en el cielo y las montañas.

Perrin cayó en la cuenta del significado de los llamativos colores del distante jinete. Una falda de verde chillón sobresalía bajo una capa de encendido color rojo.

—Pertenece al Pueblo Errante —dedujo, desconcertado, razonando que nunca había oído hablar de nadie que no fuera gitano y llevara por elección propia una combinación tan abigarrada y estrambótica de ropa.

Las mujeres que de tanto en tanto habían recibido y guiado hasta lo más intrincado de las montañas eran de todo estamento y condición: una mendiga vestida con harapos que caminaba penosamente entre una tormenta de nieve; una mercader que conducía ella sola una retahíla de caballos cargados con mercancías; una dama ataviada con seda y lujosas pieles, montada en un palafrén con riendas adornadas con borlas rojas y una silla con incrustaciones de oro. La pedigüeña había partido con una bolsa de plata: un capital que Perrin consideró excesivo para sus posibilidades, hasta que la dama les dejó una bolsa aún más abultada de oro. Mujeres de todas las edades, siempre solas, procedentes de Tarabon, Ghealdan e incluso Amadicia. Aun así, jamás esperó ver a un miembro de los Tuatha’an .

—¿Una condenada gitana? —se extrañó Ino.

Los demás emitieron exclamaciones, expresando idéntica sorpresa.

—Una gitana no debería mezclarse en esto —sentenció Ragan, agitando la cola al sacudir la cabeza—. Quizá no sea una gitana, o no sea la persona con quien debemos reunirnos.

—Gitanos —gruñó Masema—. Un hatajo de cobardes inútiles.

Ino entornó el ojo hasta que no fue más que una rendija, que, sumada al ojo pintado del parche, le confirió un aspecto atroz.

—¿Cobardes, Masema? —dijo en voz baja—. Si fueras una mujer, ¿tendrías el condenado coraje de venir cabalgando hasta aquí, solo y sin una maldita arma?

No había duda de que no iba armada si era una Tuatha’an . Masema mantuvo la boca cerrada, pero la cicatriz se destacó, tensa y pálida, en su mejilla.

—Que me aspen si lo haría —contestó por él Ragan—. Y que te aspen a ti también, si lo hicieras, Masema. —El interpelado se apretó la capa y se puso a mirar ostentosamente el cielo.

—Quiera la Luz que ese maldito comedor de carroña estuviera solo —murmuró Ino tras exhalar un bufido.

Lentamente, la peluda yegua marrón y blanca se aproximaba a ellos, dando rodeos para evitar las acumulaciones de nieve. En cierto punto la mujer vestida de forma tan abigarrada se detuvo para observar el suelo y después se caló más la capucha y, espoleando su montura, reemprendió su marcha. «El cuervo —pensó Perrin—. Dejad de mirar ese pájaro y venid, mujer. Quizá vos nos traigáis la noticia que nos permita al fin salir de aquí. Si es que Moraine quiere dejarnos marchar antes de la primavera. ¡La Luz la consuma!» Por un momento no supo si se refería a la Aes Sedai o a la gitana que parecía tomarse con tanta calma su viaje.

Si continuaba en la misma dirección, la mujer pasaría a unos veinticinco metros de distancia del bosquecillo. Con la vista fija en el terreno que pisaba su caballo picazo, no daba muestras de haberlos visto entre los árboles.

Perrin espoleó los flancos del pardo semental con los talones y éste partió raudo, levantando salpicaduras de nieve con los cascos.

—¡Adelante! —ordenó quedamente tras él Ino.

Brioso había cubierto ya la mitad del trecho que los separaba, cuando ella pareció advertir su presencia, y entonces refrenó de un tirón la yegua y se detuvo bruscamente. Unos bordados de azul chillón, que seguían el tipo de diseño llamado «laberinto teariano», hacían aún más llamativa su roja capa. No era joven —el cabello que asomaba bajo la capucha era gris— pero su rostro apenas tenía arrugas, exceptuando el fruncido ceño con que demostraba su desaprobación por las armas que ellos llevaban. Si se había alarmado al encontrarse con hombres armados en medio de la desolación de las montañas, no dio, no obstante, la menor muestra de ello. Sus manos reposaban tranquilamente en la alta perilla de su gastada pero bien cuidada silla. Y no olía a miedo.

«¡Basta ya!», se dijo Perrin.

—Me llamo Perrin, buena señora. —Procuró imprimir un tono amable a su voz para no asustarla—. Si necesitáis ayuda, haré cuando esté en mis manos. De lo contrario, proseguid con el amparo de la Luz. Pero, a menos que los Tuatha’an hayan mudado sus costumbres, os halláis muy lejos de vuestros carromatos.

La recién llegada los observó un momento más antes de tomar la palabra. Sus oscuros ojos tenían un aire afable, no infrecuente entre la gente del Pueblo Errante.

—Busco a una… mujer.

La pausa fue casi imperceptible, pero significativa. No buscaba a una mujer, sino a una Aes Sedai.

—¿Tiene nombre esa mujer, buena señora? —preguntó Perrin.

Había representado la misma escena demasiadas veces a lo largo de los últimos meses como para necesitar conocer cuál sería la respuesta, pero hasta el hierro podía salir malparado si no se modelaba con prudencia.

—Se llama… A veces la llaman Moraine. Yo me llamo Leya.

—Os llevaremos hasta ella, señora Leya. Tenemos fuego para calentarnos, y con suerte algo de comida caliente. —No soltó todavía las riendas, sin embargo—. ¿Cómo nos habéis localizado?

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