Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Aram lo alcanzó haciendo galopar su caballo y luego lo refrenó al paso, situándose un poco detrás y a un lado de Perrin, como un sabueso. Perrin lo dejó. Aram nunca olía a cómodo cuando lo hacía cabalgar a su lado. El otrora gitano no pronunció palabra, pero las ráfagas del gélido aire le llevaban su efluvio, una mezcla de ira, recelo y descontento. Iba sentado en la silla tan tenso como un resorte de reloj al que se ha dado cuerda en exceso, y escudriñaba el bosque con gesto sombrío, como si esperara que los Shaido fueran a salir repentinamente de detrás de un árbol.

A decir verdad, casi cualquier cosa habría podido esconderse en esa fronda sin ser vista por la mayoría de los hombres. Allí donde se atisbaba el cielo entre el dosel de las copas tenía ya un color gris oscuro, pero de momento la falta de claridad sumía al bosque en sombras más oscuras que la noche y los propios árboles semejaban inmensas columnas de negrura. Aun así, hasta el cambio de tonalidad de una grajilla posada en una rama cubierta de nieve, con las plumas ahuecadas para protegerse del frío, atrajo la mirada de Perrin, así como un vencejo de los pinos, más negro que la oscuridad, que alzó cautelosamente la cabeza en otra rama. También captó el olor de ambos. Una tenue vaharada a hombre llegó desde lo alto, en un enorme roble cuyas ramas eran tan gruesas como un poni. Los ghealdanos y los mayenienses tenían sus patrullas montadas dando vueltas al campamento a varios kilómetros de distancia, pero Perrin prefería confiar a los hombres de Dos Ríos la vigilancia en las cercanías. No contaba con suficientes hombres para rodear por completo el campamento, pero estaban acostumbrados a los bosques y a cazar animales que por el contrario podrían cazarlos a ellos, así como a percibir movimientos que le pasarían por alto a un centinela que pensara más bien en soldados y guerra. Los felinos que bajaban de las montañas buscando ovejas podían pasar inadvertidos a simple vista, y los osos y los jabalíes solían volver sobre sus pasos para tender una emboscada a sus perseguidores. Desde las ramas situadas a diez o doce metros del suelo, los hombres podían ver cualquier cosa que se moviera debajo a tiempo de dar la alarma al campamento, y con sus arcos largos eran capaces de hacérselo pagar caro a cualquiera que intentara rebasar su posición. Empero, la presencia de los centinelas fue un dato que pasó por su mente de forma tan fugaz como la de la grajilla. Su atención estaba centrada al frente, a través de los árboles y las sombras, pendiente de captar la primera señal del regreso de los exploradores.

De repente Brioso levantó la cabeza y resopló exhalando vaho al tiempo que sus ojos giraban asustados al frenarse en seco, en tanto que el gris de Aram relinchaba y respingaba. Perrin se echó hacia adelante para palmear el cuello del tembloroso semental, pero su mano se quedó paralizada a medio camino cuando su olfato captó un leve indicio de azufre quemado en el aire, un olor que hizo que se le erizara el pelo de la nuca. Casi azufre quemado; eso sólo era una burda imitación de este tufo. Hedía a… aberración, a algo que no pertenecía a este mundo. El tufo no era reciente —ni siquiera se habría podido calificar aquel hedor como «fresco»—, pero tampoco viejo. Una hora, tal vez menos. Alrededor del momento en que se había despertado, quizá. Cuando había soñado con ese olor.

—¿Qué ocurre, lord Perrin? —Aram estaba teniendo problemas para controlar su caballo, que giraba en círculos debatiéndose contra las riendas e intentaba salir a galope en cualquier dirección mientras lo alejara de allí. Aram todavía tiraba del bocado cuando ya había desenvainado su espada con el pomo en forma de cabeza de lobo. Practicaba con ella a diario, durante horas y horas si tenía ocasión, y los que entendían de esas cosas afirmaban que era bueno—. Vos podréis distinguir un hilo negro de uno blanco aquí, pero para mí aún no es de día. No veo maldita la cosa.

—Guarda eso —ordenó Perrin—. No hace falta. Las espadas no servirían de nada, en cualquier caso. —Con paciencia consiguió que el tembloroso animal reanudara la marcha, pero fue siguiendo el rastro del repugnante olor, escudriñando el suelo cubierto de nieve. Conocía ese hedor y no sólo del sueño.

No tardó mucho en encontrar lo que buscaba, y Brioso soltó un agradecido resoplido cuando Perrin lo frenó a cierta distancia de una afloración de piedra gris con forma de losa, de unos dos pasos de ancho, que sobresalía a su derecha. La nieve que la rodeaba aparecía lisa e intacta, pero la rocosa superficie inclinada estaba cubierta de huellas de perro, como si una manada hubiese pasado sobre ella en su carrera. Ni la penumbra ni las sombras impidieron que los ojos de Perrin las vieran claramente. Unas huellas más grandes que la palma de su mano, impresas en la piedra como si ésta fuese barro. Volvió a palmear el cuello de Brioso . No era de extrañar que el animal estuviera asustado.

—Regresa al campamento y busca a Dannil, Aram. Dile que he ordenado que se informe a todos que han pasado por aquí Sabuesos del Oscuro, tal vez hace una hora. Y enfunda tu arma. No te gustaría tener que intentar acabar con un Sabueso del Oscuro valiéndote de una espada, créeme.

—¿Sabuesos del Oscuro? —exclamó Aram al tiempo que escudriñaba las profundas sombras entre los árboles. Ahora había un temor anhelante en su olor. La mayoría de los hombres se habrían reído tomándolo por cuentos de niños o historietas de viajeros, pero los gitanos deambulaban por los campos y sabían lo que podían encontrar en territorios salvajes. Aram enfundó la espada en la vaina que llevaba en la espalda con evidente renuencia, pero mantuvo la mano derecha levantada, a medio camino de la empuñadura—. ¿Cómo se mata a un Sabueso del Oscuro? ¿Se los puede matar? —Claro que también podría ser que no tuviera plena conciencia de ello.

—Agradece que no tengas que intentarlo, Aram. Ve a hacer lo que te he dicho. Todo el mundo tiene que estar alerta por si regresan, aunque no creo que ocurra, pero más vale estar sobre aviso. —Perrin recordaba un enfrentamiento con una manada, y que había matado a uno. Creyó que lo había matado tras alcanzarlo con tres virotes. Los Engendros de la Sombra no morían así como así. Moraine había tenido que acabar con la manada utilizando el fuego compacto—. Asegúrate de que tanto las Aes Sedai como las Sabias se enteren de esto; y también los Asha’man .

No era probable que alguno de ellos supiera cómo tejer fuego compacto —ellas quizá no admitirían que conocían un tejido prohibido aunque supieran, y puede que ellos tampoco—, pero tal vez conocieran otra cosa que pudiera funcionar.

Aram era reacio a dejar solo a Perrin y remoloneó hasta que éste le ordenó secamente que se fuera; entonces dio media vuelta y se dirigió hacia el campamento dejando un rastro de olor a sentirse agraviado y dolido; como si dos hombres hubiesen estado más a salvo que uno solo. Tan pronto como se perdió de vista Aram, Perrin condujo a Brioso hacia el sur, en la dirección tomada por los Sabuesos del Oscuro. No quería compañía para esto, ni siquiera la de Aram. Sólo porque la gente notara a veces la agudeza de su vista no era razón para hacer alarde de ello ni de su sentido del olfato. Ya había motivos de sobra para rehuirlo y no era menester añadir más.

Podría ser una coincidencia que esas criaturas pasaran tan cerca del campamento, pero los últimos años habían hecho que las casualidades despertaran su inquietud. Demasiado a menudo no eran casualidades en absoluto, al menos lo que solía entenderse como tal. Esto era otra faceta de su influencia ta’veren en el Entramado, una faceta sin la que habría podido pasar perfectamente. Parecía tener más desventajas que beneficios incluso cuando daba la impresión de actuar a favor de uno. Cabía la posibilidad de que lo que favorecía en cierto momento pudiera volverse en contra al siguiente. Y siempre había otra posibilidad: ser ta’veren hacía que uno destacara en el Entramado, y algunos de los Renegados podían valerse de ello para encontrarte, o eso le habían dicho. Quizá también podían hacerlo algunos Engendros de la Sombra.

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