Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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La sosegada expresión en la oscura tez de la hermana Marrón no cambió, pero un dejo de cierta emoción indescifrable alteraba el timbre de su voz. Alta y esbelta, Zemaille siempre mostraba esa máscara de reserva y distanciamiento, pero Alviarin sospechaba que era menos tímida de lo que pretendía; y menos afable.

—Es muy comprensible. La biblioteca es un lugar apacible y son unos momentos muy tristes para todas nosotras. Más tristes para ti, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Alviarin mientras se daba media vuelta. ¿Momentos tristes? ¿Para ella en particular? Se planteó llevar a la mujer a un rincón apartado donde interrogarla y deshacerse de ella, pero entonces reparó en la presencia de otra Marrón, una mujer oronda con la tez más oscura incluso que Zemaille, que las observaba desde un punto más adelante del pasillo. Aiden y Zemaille eran débiles en el Poder, pero superarlas a las dos al mismo tiempo sería difícil si no imposible. ¿Por qué se encontraban las dos en la planta baja? Se las veía contadas veces, ya que se encerraban en las habitaciones de los pisos altos que compartían con Nyein, la tercera hermana de los Marinos, y en el llamado Decimotercer Depósito, donde se guardaban los informes secretos. Las tres trabajaban allí, inmersas gustosamente en sus tareas. Siguió caminando e intentó convencerse de que se estaba poniendo nerviosa sin necesidad, pero ello no sirvió para apaciguar el cosquilleo que sentía entre los omóplatos.

La ausencia de bibliotecarias guardando la entrada principal incrementó esa sensación. Siempre había bibliotecarias en todas las entradas para asegurarse de que ni un pedacito de papel saliera de la biblioteca sin su conocimiento. Alviarin encauzó para empujar una de las altas puertas talladas y abrirla antes de llegar a ella; dejándola abierta, se apresuró a bajar la ancha escalinata de mármol. El camino amplio, bordeado de robles, que conducía hacia la alta Torre estaba limpio de nieve, pero de no haberlo estado habría utilizado el Poder para derretir la nieve a su paso y que pensaran lo que quisieran si la veían. Mesaana había dejado bien claro el precio de arriesgarse a que cualquiera pudiera aprender el tejido para Viajar o incluso que supiera que existía tal cosa; de otro modo, habría Viajado desde allí mismo hasta su destino. Con la Torre a la vista, asomándose imponente sobre las copas de los árboles y resplandeciendo con la pálida luz del sol matinal, habría llegado allí de un paso. En cambio, refrenó el deseo de correr.

No era extraño encontrar los altos y amplios corredores de la Torre vacíos. Unos cuantos sirvientes con la Llama de Tar Valon en la pechera hicieron reverencias a su paso, pero tenían tan poca importancia como las corrientes de aire que agitaban las llamas de las lámparas y los tapices colgados en las níveas paredes. Actualmente las hermanas se quedaban en la sección de su Ajah todo lo posible y, a menos que la Aes Sedai con que se encontrara fuera miembro de su propio núcleo, de nada serviría saber que pertenecía al Ajah Negro. Ella las conocía, pero no al contrario. Además, no estaba dispuesta a descubrirse a nadie que no fuera necesario. Quizás algún día unos de esos maravillosos instrumentos de la Era de Leyenda de los que Mesaana hablaba le permitiría interrogar de inmediato a cualquier hermana, si es que la Elegida realmente los conseguía, pero ahora todo era cuestión de dejar órdenes cifradas en almohadas o en puntos secretos. Lo que antaño se traducía en respuestas casi instantáneas ahora parecía demorarse de un modo interminable. Entonces se percató de que un sirviente calvo y fornido tragaba saliva ruidosamente mientras le hacía una reverencia, y Alviarin suavizó el gesto. Se preciaba de su fría impasibilidad, de mostrar siempre una expresión serena. En cualquier caso, ir por la Torre con el ceño fruncido no la conducía a ninguna parte.

Había una persona en la Torre a quien sabía dónde encontrar, alguien a quien podía exigir respuestas sin miedo a lo que la mujer pensara. Incluso en ese caso hacía falta cierta precaución, desde luego —las preguntas hechas sin cuidado revelaban más de lo que la mayoría de las respuestas merecían—, pero Elaida le contaría todo. Con un suspiro, empezó a subir.

Mesaana le había hablado de otra maravilla de la Era de Leyenda que Alviarin desearía fervientemente ver, algo llamado «elevador». Las máquinas voladoras parecían mucho más impresionantes, desde luego, pero resultaba mucho más fácil imaginar un aparato mecánico que llevaba rápidamente de piso en piso. Tampoco es que estuviese muy segura de que realmente hubiesen existido edificios varias veces más altos que la Torre Blanca —en todo el mundo, ni siquiera la Ciudadela de Tear rivalizaba en altura con la Torre—, pero el mero hecho de conocer los «elevadores» hacía que subir los corredores espirales y los tramos de escaleras pareciera trabajoso.

Hizo un alto en el estudio de la Amyrlin, tres niveles más arriba, pero, como esperaba, ambas estancias se hallaban desiertas, con los vacíos escritorios pulimentados hasta hacerlos brillar. Las propias habitaciones parecían vacías, sin colgaduras en las paredes, sin adornos, nada salvo las mesas, las sillas y las lámparas apagadas. Elaida bajaba ya rara vez de sus aposentos, casi en lo alto de la Torre. En su momento eso pareció aceptable, ya que aislaba más aún a la mujer del resto de la Torre. Pocas hermanas realizaban esa ascensión por voluntad propia. Ese día, sin embargo, para cuando Alviarin hubo remontado casi ochenta espanes, se planteó seriamente hacer que Elaida se trasladara abajo.

Como era de esperar, la antesala de Elaida se encontraba vacía, aunque una carpeta con papeles colocada sobre el escritorio indicaba que había habido alguien allí. Mas no había prisa en ver el contenido y decidir si Elaida necesitaba un castigo por ello. Alviarin soltó la capa sobre el escritorio y abrió la puerta que conducía al interior de los aposentos, recientemente tallada con la Llama de Tar Valon y a la espera de que el artesano le hiciera el dorado.

Se sorprendió por el repentino alivio que sintió al ver a Elaida sentada detrás del escritorio severamente tallado y dorado, con las estola de siete colores —no, ahora de seis— en torno al cuello y, por encima de su cabeza, la Llama de Tar Valon, formada con piedras de la luna en el alto respaldo del sillón. La insinuada preocupación que no había dejado aflorar hasta ese momento había sido la posibilidad de que la mujer hubiese muerto en algún absurdo accidente. Eso habría explicado el comentario de Zemaille. Elegir una nueva Amyrlin habría llevado meses, incluso con las rebeldes y todo lo demás amenazándolas, y sus días como Guardiana habrían estado contados. Pero lo que de verdad la sorprendió no fue su alivio sino la presencia de más de la mitad de las Asentadas de la Antecámara, de pie delante del escritorio con sus chales de flecos. Elaida sabía que no debía sostener este tipo de reuniones sin su presencia. El enorme reloj dorado colocado contra la pared, una pieza vulgar con excesivos adornos, tocó dos veces para la hora Alta y pequeñas figurillas esmaltadas que representaban Aes Sedai salieron por minúsculas puertas de la parte delantera al tiempo que Alviarin abría la boca para decir a las Asentadas que tenía que hablar con la Amyrlin en privado. Se marcharían sin protestar. Una Guardiana no tenía autoridad para ordenarles que salieran, pero sabían que su autoridad llegaba más allá de lo que su estola le confería aunque no sospecharan ni por lo más remoto hasta dónde llegaba realmente.

—Alviarin —dijo Elaida en tono sorprendido, antes de que ella tuviese tiempo de decir nada. Su gesto duro se suavizó adoptando una expresión que casi parecía complacida y su boca insinuó fugazmente un inicio de sonrisa. Hacía una larga temporada que Elaida no tenía motivos para sonreír—. Quédate ahí y guarda silencio hasta que tenga tiempo de ocuparme de ti —ordenó mientras hacía un gesto imperioso señalando un rincón de la estancia.

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