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Poul Anderson: Estrella del mar

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Poul Anderson Estrella del mar

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—Eso lo recuerdo —dijo Everard—. Así terminaba el manuscrito, hasta que se recuperó el resto. Tal como lo recuerdo, los rebeldes recibieron una oferta bastante justa, que aceptaron.

Floris asintió.

—Sí. Fin de las hostilidades, garantías para el futuro y amnistía. Civifis se retiró a la vida privada. Veleda… Tácito no lo dice, pero, aparentemente, ayudó a establecer el armisticio. Me gustaría saber qué fue de ella.

—¿Alguna idea?

—Una suposición. Si va a los museos de Leiden y Middleburg, en Walcheren, verá piedras del siglo II y III, altares, bloques votivos tallados y escritos en latín… —Floris se encogió de hombros—. Probablemente no tiene importancia. El hecho es que esos antepasados nuestros, de los holandeses, se convirtieron en romanos provincianos, razonablemente contentos. —Abrió más los ojos. Agarró el borde del cojín—. Era un hecho.

Sobre ellos cayó el silencio. Qué frágil parecía el sol de la tarde y el sonido del tráfico más allá de las ventanas.

—Ése es Tácito uno, ¿no? —dijo Everard en voz baja al cabo de un rato—. La versión que hemos usado siempre y que yo repasé ayer. No tengo tan claro Tácito dos. ¿Qué cuenta?

Floris contestó sin alzar la voz.

—Que Civilis no se rindió, en gran parte porque Veleda hablaba en contra de la paz. La guerra siguió durante otro año, hasta que las tribus estuvieron completamente subyugadas. Civilis se suicidó antes que ir encadenado a Roma. Veleda escapó a la Alemania libre. Muchos la siguieron. Tácito, el dos, comenta cerca del final de las Historias que la religión de los germanos salvajes había cambiado desde que escribió su libro sobre ellos. Una deidad femenina estaba ganando importancia, la Nertho que describe en Germania. Ahora la compara con Perséfone, Minerva y Bellona.

Everard se pellizcó la barbilla.

—Las diosas de la muerte, la sabiduría y la guerra, ¿eh? Extraño. Los Anses o Aesir o como quiera que los llame, los dioses masculinos del cielo, deberían haber reducido hace tiempo a las viejas figuras telúricas a un segundo plano… ¿Qué tiene que decir sobre lo que sucedía en Roma y en otras partes?

—Esencialmente lo mismo que en el primer texto. Las frases varían a menudo. Igualmente las conversaciones y algunos incidentes; pero los cronistas antiguos y medievales se los inventaban con total libertad, ya sabe, o reflejaban tradiciones que podrían haberse apartado considerablemente de los hechos. Esas variaciones no demuestran que los acontecimientos en sí cambiasen.

—Aparte de en Germania. Bien, era el espacio salvaje. Lo que sucediese allí, durante las primeras décadas, no debería afectar especialmente a las altas civilizaciones, Pero las consecuencias a largo plazo…

—No fueron importantes, ¿no? —A Floris le temblaban las palabras—. Todavía estamos aquí, todavía existimos, ¿no?

Everard chupó la pipa con fuerza.

—Por ahora. Y «por ahora» no tiene sentido en inglés, holandés o lo que sea. Pero no cambiemos todavía al temporal. Lo que tenemos es una anomalía que merece investigarse. Me atrevería a decir que no fue apreciada antes, y «antes» tampoco tiene sentido, por su fecha. Casi toda la atención se centra en otra parte.

Annis Domini 69 y 70. No fueron sólo los años de las revueltas en el norte. No era sólo cuando Kwang Wu-Ti estaba estableciendo el dominio de la tardía dinastía Han, o los Satavahanas dominaban la India, o Vologaeses I luchaba contra los rebeldes e invasores de su propia Persia (comprobé los datos antes de venir aquí. Nada sucede de forma aislada). No era ni siquiera cuando Roma se estaba destruyendo a sí misma, después de que las legiones descubriesen que los emperadores podían hacerse fuera de Roma. No, fue en el año de la guerra judía. Eso era lo que había detenido a Vespasiano y a su hijo Tito después de la victoria sobre Vitelio. El levantamiento de los judíos, la supresión sangrienta de la revuelta, la destrucción del tercer templo… con todo lo que eso significaría para el futuro: judaísmo, cristiandad, el Imperio, Europa, el mundo.

—Entonces es un nexo, ¿no? —susurró Floris.

Everard asintió con gravedad. Siguió aparentando calma.

—Las unidades de la Patrulla están concentradas preservando Palestina. Puede imaginar con facilidad las emociones implicadas, durante cuántos siglos. Fanáticos y filibusteros que quieren cambiar lo que sucedió en Jerusalén, los investigadores apretujados y multiplicando las posibilidades de un fallo fatal, y la situación en sí, la casi infinitud de causas radiando a ese episodio y los efectos que se derivan de él… No pretendo entender la física, pero ciertamente creo en lo que me han enseñado, que el continuo es especialmente vulnerable alrededor de esos puntos. La realidad es inestable incluso tan lejos como en la Germania bárbara.

—¿Y qué podría haberlo cambiado?

—Eso es lo que tenemos que descubrir. Podría ser alguien aprovechándose de las preocupaciones de la Patrulla. O podría ser un accidente, podría ser… no sé. Quizá un daneliano sabría indicar las posibilidades. Nuestro trabajo… —Everard tomó aliento—. Como no tienen alguna improbable pero segura explicación, como una falsificación, esos dos textos son… un aviso. Una señal temprana, una arruga de cambio, algo que «podría haber tenido» consecuencias que hicieron que la historia cambiase a un canal diferente hasta que al final usted y yo y todo lo que nos rodea no hubiese existido… a menos que oigamos el aviso y tomemos los pasos adecuados para evitar lo que «no sucedió»… O, Señor, pasemos a temporal.

Floris miraba la taza.

—¿Podemos esperar? —Una pregunta apenas audible Necesito pensar en ello, para asimilarlo. Para mí nunca fue más que teoría. Realizaba mis investigaciones de campo como una exploradora del siglo XIX en el África negra. Había que tomar precauciones, sí, pero me dijeron que no es fácil alterar la estructura de los acontecimientos y que lo que hiciese, dentro de lo razonable, sería «siempre» parte del pasado. Hoy es como si la tierra se hubiese disuelto bajo mis pies.

—Lo sé. — Lo sé como una pesadilla. La segunda guerra púnica —. Claro. Tómese su tiempo, —«¡Tiempo!»—. Recupere la calma. —Su propia sonrisa le sorprendió por su sinceridad—. Yo tampoco tengo mucha. Mire, suponga que nos relajamos, ya sea por este tema o por cualquier otra cosa. Dentro de un rato, salgamos a tomar una copa y a cenar, a pasarlo bien, para empezar a conocernos. Mañana podemos meternos en esto en profundidad.

—Gracias. —Se pasó la mano por las gruesas trenzas amarillas que llevaba enrolladas sobre la cabeza. Él recordó que las mujeres germánicas llevaban el pelo largo. Como si ella sintiese esa magia que alrededor del mundo todos atribuyen al pelo humano, volvió a recobrar las fuerzas—. Sí, mañana nos enfrentaremos a ello.

3

El invierno trajo lluvia, nieve, lluvia otra vez, azotada por vientos crueles, un clima que continuó hasta la primavera. Los ríos corrían por los barrancos, los prados se inundaban, los pantanos rebosaban. Los hombres repartían el grano que tenían almacenado, mataban más ganado tembloroso y apiñado del que habían deseado, iban a cazar más a menudo y conseguían menos piezas que antes. Se preguntaban si los dioses se habrían cansado de la sequía del año anterior pero no de desgarrarla tierra.

Quizá fue un signo de esperanza que la noche en que los brúcteros se encontraron en su lugar sagrado fuese clara, aunque fría. Retazos de nubes corrían al viento, blancas como fantasmas al lado de la luna que se movía entre ellas. Unas pocas estrellas parpadeaban. Los árboles eran enormes oscuridades, sin forma excepto donde las ramas se elevaban casi desnudas hacia el cielo. Sus sonidos eran como una lengua desconocida, respuestas a los gemidos y gruñidos del viento.

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