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Poul Anderson: Estrella del mar

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Poul Anderson Estrella del mar

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El fuego rugía. Las llamas saltaban rojas y amarillas de¡ corazón blanco. Las chispas subían a lo alto para burlarse de las estrellas y morían. La luz apenas tocaba los grandes troncos que rodeaban el claro y parecía moverlos, tan inquietos como las sombras. Se reflejaba en las lanzas y globos oculares de los hombres reunidos, sacaba rostros sombríos de la oscuridad, pero se perdía en las barbas y las ropas gastadas.

Tras el fuego se alzaban las imágenes, formadas por troncos enteros. Woen, Tiw y Donar estaban rajados y grises, cubiertos de musgo y hongos venenosos. Nerha era más reciente, recién pintada para brillar bajo la luna, y la habilidad de un esclavo de las tierras del sur se había ocupado de la talla. Bajo el inquieto resplandor, podría haber estado viva, ser la diosa verdadera. El verraco salvaje que se encontraba sobre el carbón había sido cazado más por ella que por los otros.

No había muchos hombres, y sólo unos pocos eran jóvenes. Todos los que pudieron seguir a sus jefes a través del Rin el pasado verano, para luchar junto a Burhmund el Bátavo contra los romanos. Todavía estaban allí, y en casa se los echaba mucho de menos. Wael-Edh había enviado la noticia de que los jefes de las casas brúcteras deberían reunirse esta noche, hacer una ofrenda y escucharla.

El aliento se les escapó de entre los dientes cuando ella se presentó. Su atuendo era blanco como la luna, adornado con pelaje oscuro, y sobre el pecho relucía un collar de ámbar. El viento producía ondas en su falda y su capa se agitaba como grandes alas. ¿Quién sabía qué pensamientos se cobijaban bajo la capucha? Levantó los brazos, anillos de oro se cerraban a su alrededor como serpientes, y todas las lanzas se inclinaron por ella.

Heidhin, que había preparado el verraco, estaba más cerca del fuego, apartado de los otros. Sacó el cuchillo, se llevó la hoja a los labios, lo volvió a guardar.

—Bienvenida, nuestra dama —la saludó—. Contempla, hemos venido como ordenaste, los que hablan al pueblo, para que a través de ti los dioses les hablen a ellos. Si es tu deseo.

Edh bajo las manos. Aunque no habló alto, su voz se impuso al ruido de la noche. Más que Heidhin, mantuvo un tono desigual, subidas y bajadas como las olas que golpean una costa lejana. Quizá a eso se debía un poco de la grandeza que siempre la rodeaba.

—Escuchadme, hijos de Brucht, porque grandes son mis noticias. La espada está en alto, los lobos y los cuervos comen bien, las brujas de Nerha vuelan con libertad. ¡Salud a los héroes!

»Primero la verdad más antigua. Cuando os llamé aquí, mi deseo era simplemente confortaros. El tiempo ha sido largo, los invitados tienen hambre y el enemigo sigue resistiendo. Muchos de vosotros empiezan a preguntarse por qué estamos aliados con nuestros parientes más allá del río. Tenemos vergüenzas que vengar, pero ningún yugo que destruir. Tenemos un reino que construir con ellos, pero no si nos fallan.

»Sí, tribus entre los galos también se han alzado, pero son frívolos. Sí, Burhmund ha devastado a los ubios, esos perros de Roma, pero los romanos han asolado el campo de nuestros amigos los gugernos. Sí, hemos asediado Mongutiacum y Castra Vetera, pero nos tuvimos que retirar de la primera y la segunda ha resistido mes tras mes. Sí, hemos tenido nuestras victorias en el campo de batalla, pero también derrotas, y siempre muchas pérdidas. Por tanto renovaré mi promesa con vosotros: que Roma caerá, que los huesos de las legiones yacerán esparcidos y que el gallo rojo cantará en todos los tejados de Roma… la venganza de Nerha. Sólo tenemos que seguir luchando.

»Entonces, apenas hoy, seguro que por voluntad de la diosa, un jinete llegó hasta mí enviado por el mismo Burhmund. Castra Vetera, el Viejo Campamento del enemigo, ha caído. Vócula el legado, victorioso en Mongutiacum, está muerto, y Novesium, donde murió, también se ha rendido. Colonia Agripina, orgullosa ciudad entre los ubios, ha pedido conocer los términos de la rendición.

»Nerha mantiene la fe, hijos de Brucht. Éste es el comienzo de la promesa que se cumplirá por completo. ¡Roma caerá!

Sus gritos rasgaron el cielo.

Los arengó un poco más, aunque no mucho, y acabó con tranquilidad:

—Cuando finalmente los guerreros lleguen a casa, Nerha bendecirá sus semillas y tendrán como hijos a hombres para ocupar el mundo. Ahora comed frente a ella, y mañana llevad esperanza a vuestras mujeres.

Levantó una mano. Una vez más ellos bajaron las lanzas. Cogió una rama del fuego para iluminar el camino y se internó en la oscuridad.

Heidhin los guió mientras sacaban la ofrenda del asador, la trinchaban y devoraban la carne olorosa. Sin embargo, dijo poco mientras ellos hablaban de las maravillas que les habían contado. A menudo tenía esos ataques de silencio. Los demás se habían acostumbrado a ellos. Era suficiente con que fuese el hombre de confianza de Wael-Edh y, por derecho propio, un jefe sagaz y rápido. Era esbelto, de rasgos delgados, con entradas blancas en su pelo negro y la barba bien afeitada.

Cuando los huesos fueron depositados en el estercolero y el fuego ardía bajo, en nombre de todos deseó buenas noches a los dioses. Los hombres buscaron hospedaje cerca, donde podrían descansar antes del regreso por la mañana. Heidhin tomó un camino diferente. Su antorcha lo guió por un oscuro sendero hasta que salió de los árboles a un amplio claro, donde la dejó caer para que muriese. Allí la luna corría sobre los montes al oeste, por entre el viento y las nubes fantasmagóricas.

Frente a él había una casa. La escarcha relucía sobre el tejado de paja. En su interior sabía que los parientes dormían en una pared, la gente común en la otra, entremezclados con sus posesiones y herramientas, como en cualquier otro sitio; pero éstos servían a Wael-Edh. Su torre se alzaba más allá, de madera dura, sujetada con hierro, levantada para que ella pudiese estar a solas con su sueño. Heidhin siguió caminando.

Un hombre le interceptó el paso, con la lanza levantada y gritó:

—¡Alto! —Luego, mirando con la luz de la luna—: Oh, vos, mi señor. ¿Queréis dormir?

—No —dijo Heidhin—. La aurora está cerca y tengo un caballo en el refugio para llevarme a casa. Primero hablaré con la dama.

El guardia parecía inseguro.

—No la despertaréis, ¿no?

—No creo que duerma —dijo Heidhin. Indefenso, el hombre le dejó pasar.

Llamó a la puerta de la torre. Una esclava se despertó y la abrió. Al verlo, acercó una astilla de pino a la lámpara de barro y la usó para encender una segunda, que él cogió. Subió por la escalera hasta la habitación de lo alto.

Mientras esperaba —se conocían desde hacía mucho tiempo— Edh se sentó en su taburete alto, mirando las sombras producidas por su propia lámpara, Se agitaban inmensas y malformadas por entre las vigas, los cofres, pellejos y pieles, los artefactos de magia y las cosas que había traído de sus viajes. Debido al frío, se mantenía envuelta en la capa, con la capucha puesta; cuando lo miro, él vio que tenía el rostro tenebroso.

—Saludos —dijo ella en voz baja. Un fantasma de sus labios relució bajo la luz suave.

Heidhin se sentó en el suelo, recostándose contra el panel de la cama. —Deberías descansar —dijo.

—Sabes que no podría, tan pronto.

Él asintió.

—Aun así, deberías. El esfuerzo te dejará en nada.

Creyó detectar una media sonrisa.

—Llevo haciéndolo muchos años y todavía estoy sobre el suelo.

Heidhín se encogió de hombros.

—Bien, entonces duerme cuando puedas. —Sería a intervalos—. ¿En qué has estado pensando?

—En todo, por supuesto —dijo ella con cansancio—. En el significado de esas victorias. En qué hacer a continuación.

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