Poul Anderson - Marfil y monas y pavos reales

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Marfil y monas y pavos reales: краткое содержание, описание и аннотация

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Poul Anderson

Marfil y monas y pavos reales

Mientras Salomón reinaba en toda su gloria y el templo se encontraba en construcción, Manse Everard llegó a Tiro, la de la púrpura. Casi de inmediato corrió peligro de perder la vida.

Eso importaba poco en sí mismo. Un agente de la Patrulla del Tiempo era sacrificable, más aún si disfrutaba de la situación privilegiada de No asignado. Aquellos a los que Everard buscaba podían destruir toda una realidad. Él había venido para ayudar a rescatarla.

Una tarde del año 950 a.C., la nave que le llevaba llegó a su destino. El tiempo era cálido, casi sin viento. Con las velas arriadas, la nave se movía por tracción humana, con la agitación y el golpe de los remos, el tambor de un timonel colocado cerca de los marineros que llevaban los dos remos de timón. Alrededor del ancho casco de veintiún metros, la olas relucían de azul, reían, giraban. Más lejos, el brillo del agua ocultaba las otras naves. Éstas eran numerosas, e iban desde esbeltas naves de guerra hasta botes de remos en forma de bañera. La mayoría eran fenicias, aunque muchas procedían de diferentes ciudades—estado de esa sociedad. Algunas eran de zonas muy remotas: filisteas, asirlas, aqueas o aún más extrañas; el comercio de todo el mundo conocido fluía hacia y desde Tiro.

—Bien, Eborix —dijo el capitán Mago con alegría—, aquí tienes a la reina del mar, tal y como te dije que era, ¿eh? ¿Qué opinas de mi ciudad?

Se encontraba a proa con su pasajero, justo tras un adorno en forma de cola de pescado que se doblaba hacia arriba y hacia su compañero en la popa. Atado al mascarón y a los raíles de enrejado que corrían a ambos lados había una tinaja de arcilla tan grande como él mismo. El aceite seguía en su interior; no habían tenido necesidad de calmar ninguna ola, ya que el viaje desde Sicilia había sido cómodo.

Everard miró al capitán. Mago era un fenicio típico: esbelto, moreno, nariz aguileña, grandes ojos algo caídos, mejillas altas, barba cuidada; vestía un caftán rojo y amarillo, un sombrero cónico y sandalias. El patrullero era más alto que él. Como hubiese estado en evidencia con cualquier disfraz, Everard había asumido el papel de un celta de la Europa central, con calzones, túnica, espada de bronce y gran bigote.

—Una gran vista, cierto, cierto —respondió con una voz diplomática y de mucho acento. La electrolección que había tomado, en el futuro de su nativa América, podría haberle dado un púnico perfecto, pero eso no hubiese encajado con el personaje; se conformó con tener fluidez de palabra—. Casi desalentadora, para un hombre de los bosques.

Su mirada volvió al frente. En cierta forma, a su modo, Tiro era tan impresionante como Nueva York… quizá más, cuando recordaba lo mucho que el rey Hiram había conseguido en un espacio de tiempo tan corto, con los escasos recursos de una Edad de Hierro no todavía demasiado lejana.

A estribor, la tierra se elevaba hacia las montañas del Líbano. Era del color del estío, excepto allí donde los huertos y las arboledas ponían una nota de verde o se veía una villa. La apariencia era más rica, más invitadora que cuando Everard la había visto en sus viajes futuros, antes de unirse a la Patrulla.

Usu, la ciudad original, seguía la costa. Excepto por su tamaño, era representativa de la época; edificios de adobe cuadrados y de techo plano, calles estrechas y sinuosas, unas cuantas fachadas alegres pertenecientes a un templo o un palacio. Tres de sus lados estaban cerrados por murallas con almenas y torres. En los muelles, las puertas entre almacenes permitían que éstos también sirviesen de defensas. Un acueducto venía de alturas, más allá de la visión de Everard.

La ciudad nueva, Tiro en sí —Sor para sus habitantes, que significaba «rocas»— se encontraba en una isla, a menos de un kilómetro de la costa. Más bien, cubría lo que habían sido dos arrecifes hasta que los habían ido llenando en medio y alrededor. Más tarde excavaron un canal en pleno centro, de norte a sur, y construyeron malecones y rompeolas para convertir toda la región en un refugio incomparable. Con una población creciente y un comercio bullicioso en conjunción, las casas se elevaban, piso sobre piso, hasta mirar por encima de las murallas defensivas, como pequeños rascacielos. Solían ser menos a menudo de ladrillo que de piedra o cedro. Donde les habían aplicado barro y yeso, los adornaban frescos o conchas incrustadas. Hacia el este, Everard observó una enorme y noble estructura que el rey había construido no para sí mismo, sino para uso público.

La nave de Mago iba en dirección al puerto exterior o al sur, al Puerto Egipcio, como él lo llamaba. Los embarcaderos eran todo bullicio, con hombres cargando, descargando, acarreando, llevando, reparando, aprovisionando, regateando, discutiendo; un revoltijo y un caos en el que, sin embargo, se hacían las cosas. Estibadores, conductores de asnos y otros trabajadores, como los marineros de las cubiertas llenas de carga, no llevaban más que taparrabos o caftanes gastados y llenos de remiendos. Pero se veían muchos otros vestidos de calidad, algunos de los costosos colores que allí se producían. De vez en cuando pasaban mujeres entre los hombres, y la educación preliminar de Everard le indicó que no todas eran putas. Los sonidos lo rodearon: charlas, risas, gritos, rebuznos, relinchos, pisadas, martillazos, el gruñido de las ruedas y grúas, las música vibrante. La vitalidad era sobrecogedora.

Y no es que fuese una escena bonita en una película de Las mil y una noches . Ya podía distinguir mendigos tullidos, ciegos, muertos de hambre; vio un látigo golpear a un esclavo que trabajaba demasiado despacio; a las bestias de carga les iba peor. Los olores del antiguo Oriente le sobrecogieron: humo, desechos, asaduras, sudor, así como brea, especias y sabrosos asados. Se añadía a todo ello el olor de los tintes y las conchas de múrices de los estercoleros del continente; pero navegar por la costa y acampar en la orilla cada noche lo había acostumbrado a todo.

No tenía demasiado en cuenta las limitaciones. Sus viajes por la historia le habían curado de remilgos y le habían endurecido frente a las adversidades del hombre y la naturaleza… hasta cierto punto. Para su época, aquellos cananeos eran un pueblo culto y feliz. De hecho, lo eran más que la mayoría de la humanidad de cualquier lugar o tiempo.

Su trabajo era que continuara siendo así.

Mago recobró su atención.

—Por desgracia, están esos sinvergüenzas que robarían a un recién llegado inocente. No quiero que te suceda, Eborix, amigo. He acabado apreciándote a lo largo del viaje y quiero que tengas buena opinión de mi ciudad. Déjame mostrarte la posada de un cuñado mío… hermano de mi mujer más joven. Te proporcionará un buen catre y un lugar seguro para tus bienes por un precio justo.

—Te doy las gracias —contestó Everard—, pero mi idea era buscar al hombre del que me han hablado. Recuerda, su presencia me dio ánimos para venir aquí. —Sonrió—. Eso sí, si ha muerto o se ha mudado, seré feliz de aceptar tu oferta.

Eso no era más que amabilidad. La impresión que se había llevado de Mago durante el viaje era que resultaba tan codicioso como cualquier otro mercader aventurero, y que tenía la esperanza de estafarle.

El capitán lo estudió un momento. A Everard se le consideraba alto en su propia época, lo que lo convertía aquí en un gigante. Una nariz rota entre los rasgos marcados contribuía a su aspecto de dureza, mientras que los ojos azules y el pelo castaño oscuro recordaban el norte salvaje. Era mejor no atosigar demasiado a Eborix.

Al mismo tiempo, su disfraz celta no era una gran sorpresa en aquel lugar cosmopolita. No sólo llegaban allí ámbar del litoral báltico, estaño de Iberia, condimentos de Arabia, madera de África, ocasionalmente productos de aún más lejos: los hombres también lo hacían.

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