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Poul Anderson: Estrella del mar

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Poul Anderson Estrella del mar

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Frente a ellos se alzaban los postes de ni, puente de madera. Los pilares surgían desnudos del agua. En la orilla opuesta se encontraba el otro fragmento. Los obreros que habían demolido el punto medio se habían reunido con los legionarios formados a su lado. Eran pocos, como los germanos. Sus armaduras relucían, pero las faldas, capas, botas y toda la ropa colgaba gastada y sucia. Las plumas de los cascos de los oficiales tenían colores apagados.

Burhmund soltó las riendas, desmontó y pasó al puente. Las botas sonaban a hueco sobre la madera. Vio que Cerial ya se encontraba en su lugar. Eso era una muestra de amabilidad, cuando era Burhmund quien había solicitado una negociación… aunque no significaba mucho, porque siempre había estado claro que la habría.

Al final de su sección, Burhmund se detuvo. Los dos hombres corpulentos se miraron a través de cuatro metros de aire invernal. El río borboteaba de camino al mar.

El romano separó los brazos y levantó la mano derecha.

—Saludos, Civilis —lo saludó. Acostumbrado como estaba a dirigirse a la tropa, su voz salvó con facilidad la distancia.

—Saludos, Cerial —respondió Burhmund de forma similar.

—Discutiremos los términos —dijo Cerial—. Eso será difícil con un traidor.

Su tono era impersonal, sus palabras una forma de empezar. Burhmund respondió:

—Pero no soy un traidor. —Lo dijo con gravedad y en latín, Señaló que no se encontraba con un legado de Vitelio; Cerial era de Vespasiano. Burhmund el bátavo, Claudio Civilis, procedió a enumerar los servicios que había prestado a Roma y a su nuevo emperador alo largo de los años.

III

Gutherius era el nombre del cazador que a menudo iba a cazar a los bosques salvajes, porque era pobre y sus tierras exiguas, Un día ventoso de otoño salió armado con arco y lanza. No esperaba realmente cobrar ninguna pieza grande, porque cada vez eran más escasas y recelosas. Pondría trampas para ardillas y liebres, luego las dejaría toda la noche mientras él seguía con su esperanza de derribar un urogallo o algo similar. Sin embargo, si se presentaba una pieza mejor, estaría preparado.

Su camino lo llevó a una bahía. Las olas corrían sobre los arrecifes exteriores y una capa blanca cubría el agua medio resguardada, aunque la marca bajaba, Una mujer mayor caminaba por la arena, agachada, buscando lo que pudiese encontrar, mejillones abiertos o peces muertos pero no podridos. Sin dientes, los dedos doblados y débiles, se movía como si le doliese cada paso. Sus harapos se agitaban bajo el viento frío.

—Buen día, abuela —dijo Gutherius—. ¿Cómo va?

—No va —dijo la vieja—. Si no encuentro nada que comer, me temo que no podré volver a arrastrarme a casa.

—Bien, eso no estaría bien —dijo Gutherius. De la bolsa sacó el pan y el queso que traía—. Te daré la mitad de esto.

—Tienes un corazón cálido —dijo ella con voz trémula.

—Recuerdo a mi madre y eso agrada a Nelialennia.

—¿Podrías dármelo todo? —preguntó ella—. Eres joven y fuerte.

—No, debo conservar esa fuerza si he de alimentar a mi mujer y a mis hijos —dijo Gutherius—. Acepta lo que te doy y da gracias.

—Estoy agradecida —dijo la vieja mujer—. Tendrás recompensa. Pero como retienes una parte, primero tendrás desgracia.

—¡Calla! —gritó Gutherius. Salió corriendo para huir de las palabras de mal agüero.

Al llegar al bosque, tomó un camino que conocía. De pronto, de la espesura, saltó un venado. Era una bestia poderosa, tan grande como un alce y blanco como la nieve. Sus cuernos se alzaban como un viejo roble.

—¡Ah! —gritó Gutherius.

Lanzó la lanza pero falló. El venado no emprendió la huida. Permanecía frente a él, una silueta oscura entre las sombras. Gutherius tensó el arco, colocó una flecha y disparó. Al oír la cuerda, el animal huyó, pero no más rápido de lo que podía correr un hombre, y Gutherius no vio la flecha por ninguna parte. Pensó que quizá hubiese acertado y podría perseguir la presa herida. Recuperó la lanza y emprendió la persecución.

La carrera fue larga y se internó cada vez más en la espesura. El venado blanco permanecía siempre a la vista. De alguna forma, Gutherius no se cansaba, nunca le fallaba el aliento y corrían sin cesar. Estaba borracho de correr, ajeno a sí mismo, todo olvidado salvo la caza.

El sol se hundió. El crepúsculo lo llenó todo. Al fallar la luz, el venado ganó velocidad y se desvaneció. El viento resonaba por entre los árboles. Gutherius se detuvo, superado por el cansancio, el hambre y la sed. Vio que estaba perdido.

«¿Realmente me maldijo la vieja bruja?», se preguntó.

Sentía un miedo intenso, más frío que la noche que se acercaba. Extendió la manta que llevaba y yació despierto toda la noche.

Al día siguiente dio vueltas sin encontrar nada que reconociera. Realmente se encontraba en una zona extraña del bosque. No había animales en la maleza ni cantaban los pájaros en la espesura, sólo el viento agitaba las copas y arrancaba hojas muertas. No crecían ni nueces ni bayas, ni siquiera setas, sólo musgo sobre los troncos caídos y las piedras. Las nubes ocultaban el sol, por el que hubiese podido guiarse. Desesperado, fue de un lado a otro.

Luego, al anochecer, encontró una fuente. Se echó sobre el vientre para calmar el ardor de la sed.

Eso le devolvió la serenidad y miró a su alrededor Había entrado en un claro desde el que podía ver el cielo que se despejaba. Con un azul violeta relucía la estrella del crepúsculo.

—Nehalennia —rezó—, ten piedad. A ti te ofrezco lo que debía haber entregado voluntariamente. —Sediento como estaba, le había sido imposible comer. La esparció bajo los árboles para cualquier criatura a la que pudiese ayudar. Se echó a dormir al lado de la fuente.

Durante la noche se desató una tormenta. Los árboles se agitaron y resistieron. Los ramas se soltaron al viento. La lluvia caía como lanzas. Gutherius buscó a ciegas un refugio. Dio con un tronco que por el tacto sintió hueco. Allí pasó la noche.

La mañana llegó soleada y en calma. Las gotas de lluvia relucían de muchos colores sobre las ramitas y el musgo. En lo alto pasaban las alas, Mientras Gutherius estiraba el cuerpo envarado, un perro salió de un matorral y se le acercó, No era un perro perdido sino un alto animal de caza de color gris. La alegría renació en el hombre.

—¿A quién perteneces? —preguntó—. Llévame hasta tu amo. El perro se dio la vuelta y se alejó. Gutherius lo siguió. Con el tiempo llegaron hasta un sendero y lo tomaron. Pero en ningún momento vio rastro de la humanidad. En su interior creció una idea.

—Eres el sabueso de Nehalennia —se atrevió a decir—. Te ha ordenado que me guíes a casa, o al menos hasta un arbusto lleno de bayas o nueces Para que pueda calmar mi hambre. Doy gracias a la diosa.

El perro no contestó, se limitó a seguir andando. No apareció nada de lo que el hombre esperaba, En lugar de eso, al cabo de un rato, se abrió el bosque. Oyó el mar y olió la sal. El perro se hizo a un lado y se perdió entre las sombras. Gutherius siguió avanzando. A pesar del cansancio, la alegría ardía en su interior, porque sabía que si seguía la línea de la costa hacia el sur llegaría a una aldea de pescadores donde tenia parientes.

En la playa se detuvo asombrado. Una nave yacía entre las sombras, varada por la tormenta, sin vela e incapaz de volver al mar, aunque no destrozada. La tripulación había sobrevivido. Estaban sentados, desesperados, puesto que eran extranjeros que nada sabían de esa costa. Gutherius fue hacia ellos y descubrió la gravedad de su situación. Por señas les indicó que él podía ser su guía. Le dieron de comer y dejaron algunos hombres de guardia mientras que otros lo acompañaron con raciones.

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