Poul Anderson - Estrella del mar
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- Название:Estrella del mar
- Автор:
- Издательство:Ediciones B
- Жанр:
- Год:2000
- Город:Barcelona
- ISBN:84-406-9723-6
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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Cerial apretó la mandíbula.
—Veleda.
—¿La sibila de los brúcteros?
—La bruja. ¿Sabes?, he considerado un ataque a esa región sólo para capturarla. Pero se perdería en los bosques.
—Y si tuviese éxito, sería como atrapar un nido de avispas.
Cerial asintió.
—Todos los nativos locos desde el Rin hasta el mar Suevo levantados en armas. —Se refería al Báltico y tenía razón—. Pero podría ser peor para mis nietos, si no para mí, dejar que siga extendiendo su veneno entre ellos. —Suspiró—. Exceptuando por eso, el furor podría caer. Pero tal como es…
—Creo —dijo Everard con cuidado—, que si a Civilis y a sus aliados se les prometen condiciones honorables, creo que podrían conseguir que reclamase la paz.
Cerial se quedó atónito.
—¿Lo dices en serio?
—Inténtelo —dijo Everard—. Negocie con ella así como con los líderes masculinos. Puedo ser el intermediario.
Cerial negó con la cabeza.
—No podríamos dejarla libre. Demasiado peligroso. Tendríamos que vigilarla.
—Pero no retenerla.
Cerial parpadeó, luego rió.
—¡Ja! Entiendo lo que quieres decir. Tienes el don de la labia, Everardo. Cierto, si alguna vez la arrestamos o algo similar tendríamos una nueva rebelión entre manos. Pero ¿y si ella la provocase? ¿Cómo sabemos que se comportará?
—Lo hará, una vez que se haya reconciliado con Roma.
—¿De qué valdrá eso? Conozco a los bárbaros. Son frívolos como los gansos. —Evidentemente, no se le había ocurrido al general que podía ofender al emisario, a menos que no le importase—. Por lo que sé, sirve a una diosa de la guerra. ¿Y si a Veleda se le mete en la cabeza que su Bellona vuelve a reclamar sangre? Podríamos tener a otra Boadicea entre manos.
Ahí te duele, ¿eh? Everard tomó vino. La dulzura se deslizó por su garganta, invocando veranos y el sur frente al clima del exterior.
—Inténtelo —dijo—. ¿Qué puede perder intercambiando mensajes con ella? Creo que es viable un acuerdo con el que todos puedan vivir.
Ya fuese por superstición o como metáfora, Cerial respondió con voz sorprendentemente tranquila:
—Eso dependerá de la diosa, ¿no?
17
La temprana puesta de sol ardía sobre el bosque. Las ramas eran como huesos negros retorcidos. Los charcos en campos y prados ardían de un rojo apagado bajo un cielo verdoso tan frío como el viento que se movía entre ellos. Pasó tina bandada de cuervos. Los graznidos ásperos resonaron durante un tiempo después de que la oscuridad se los hubiese tragado.
Un gañán que llevaba heno desde el montón hasta la casa se estremeció, no sólo por el tiempo, cuando vio pasar a Wael-Edh. Ella no era desconsiderada, a su modo austero, pero estaba en contacto con los Poderes, y ahora salía del lugar sagrado. ¿Qué había oído y dicho allí? Durante meses ningún hombre había conseguido hablar con ella, como había sido común antaño. Durante el día recorría los campos o se sentaba bajo un árbol a meditar, sola, por su propio deseo, pero ¿por qué? Era una época terrible, incluso para los brúcteros. Demasiados de sus hombres habían regresado de tierras bátavas o frisias con historias de percances y desgracias, o ni siquiera habían vuelto. ¿Podrían los dioses estar dando la espalda a su profetisa? El gañán murmuró un hechizo de buena suerte y se alejó apresuradamente.
La torre se alzaba tenebrosa frente a la mujer. El guerrero de guardia bajó la lanza ante ella, que asintió y abrió la puerta. En la habitación más allá, un par de esclavos estaban sentados con las piernas cruzadas frente a un fuego bajo, las palmas unidas. El humo dio vueltas amargo hasta que encontró una salida. Sus alientos se mezclaban con el humo, pálido bajo la luz de dos lámparas. Se pusieron en pie.
¿Desea la dama comida o bebida? —preguntó el hombre.
Wael-Edh negó con la cabeza.
—Voy a dormir —contestó.
—Guardaremos vuestro sueño —dijo la muchacha. Era innecesario, nadie excepto Heidhin se atrevería a subir la escalera sin ser anunciado, pero ella era nueva. Le dio a su ama una de las lámparas y Wael-Edh subió.
Un espíritu de luz diurna colgaba en la ventana cubierta con tripa fina, y la llama ardió amarilla. Por otra parte, la alta habitación estaba ya llena de oscuridad, en la que sus cosas se acurrucaban como trolls bajo tierra. No deseaba irse todavía a la cama. Dejó la lámpara en un estante y se sentó en el alto asiento de bruja de tres patas, envuelta en la capa. Su mirada buscó en las sombras cambiantes.
El aire le golpeó la cara. El suelo gimió bajo un súbito peso. Edh retrocedió de un salto. El taburete chocó con el suelo. Tomó aliento.
Una luz suave fluía de una esfera sobre los cuernos de la cosa que tenía frente a ella. Tenía dos asientos en el lomo, Era el toro de Frac, hecho de hierro, y sobre él cabalgaba la diosa que lo había reclamado para sí.
—Niaerdh, oh, Niaerdh …
Janne Floris bajó del cronociclo y se mantuvo todo lo regia que pudo. La última vez, tomada por sorpresa, iba vestida como una mujer germana de la Edad de Hierro. Entonces no había importado, pero sin duda el recuerdo la hacía más impresionante, y para esta visita se había vestido con cuidado. Su traje era de un blanco inmaculado, en el cinturón relucían joyas, el pectoral de plata tenía el dibujo de una red de pesca y el pelo le colgaba en dos trenzas bajo una diadema.
—No temas —dijo. La lengua que usó era el dialecto de la infancia de Edh—. Habla bajo. He regresado como te prometí.
Edh se enderezó, apretó las manos contra el pecho, tragó una o dos veces. Tenía los ojos enormes en el rostro delgado de fuertes huesos. La capucha había caído hacia atrás y la luz resaltaba el gris que recorría su cabeza. Durante unos segundos se limitó a respirar. Luego, asombrosamente rápido, a ella fluyó una especie de calma, una aceptación más estoica que exaltada pero completamente voluntaria.
—Siempre supe que lo harías —dijo—. Estoy lista para irme. —Un susurro—: Estoy completamente dispuesta.
—¿Irte? —preguntó Floris.
—Por el camino del infierno. Me llevarás a la oscuridad y la paz. —La agitó la ansiedad—. ¿No lo harás?
Floris se puso tensa.
—Ah, lo que deseo de ti es más duro que la muerte.
Edh permaneció en silencio un momento antes de responder:
—Como desees. No soy extraña al dolor.
—¡No te haría daño! —exclamó Floris. Recobró la debida gravedad—. Me has servido durante muchos años.
Edh asintió.
—Desde que me devolviste la vida.
Floris no pudo reprimir un suspiro.
—Una vida incompleta y retorcida, me temo.
La emoción se agitó.
—No me salvaste por nada, lo sé. Era por todos los demás, ¿no? Todas las mujeres violadas, hombres asesinados, niños privados, gente libre encadenada. Yo debía invocar su venganza sobre Roma. ¿No era así?
—¿Ya no estás segura?
Las pestañas se llenaron de lágrimas.
—Si estaba equivocada, Niaerdh, ¿por qué me dejaste continuar?
—No estabas equivocada. Pero, escucha. —Floris extendió las manos. Como una niña real, Edh las cogió. Las suyas estaban frías y temblaban ligeramente. Floris tomó aliento. Surgieron las palabras majestuosas—. Todo tiene su tiempo, y todo bajo el cielo tiene un propósito: hay un tiempo de nacer y un tiempo de morir; un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar lo que se plantó; un tiempo de dar muerte y un tiempo de dar vida; un tiempo de derribar y un tiempo de edificar; un tiempo para llorar y un tiempo de reír; un tiempo de luto y un tiempo de gala; un tiempo para esparcir piedras y un tiempo de recogerlas; un tiempo de abrazar y un tiempo de alejarse de los abrazos; un tiempo de ganar y un tiempo de perder; un tiempo de conservar y un tiempo de arrojar; un tiempo de rasgar y un tiempo de coser; un tiempo de callar y un tiempo de hablar; un tiempo de amor y un tiempo de odio; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.
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