Bajo estos dos relieves había una breve inscripción en dialecto jonio que no tardé en traducir; declaraba simplemente que aquellos relieves habían sido dedicados al dios Sin. Una segunda inscripción más abajo me resultó en parte indescifrable; creo que de nuevo mencionaba a Sin, el dios lunar, y la dedicación de un tesoro; quizás el tesoro que estuvo a su cargo.
Trepé, no sin dificultad, hasta la cima del montículo, que estaba rematado por una gran roca pelada y casi esférica. En su superficie aparecían, profundamente incisas, cierto número de inscripciones jonias que traduje. Una de ella decía:
«Que Calínico, hijo de Aristarco, que partió de la ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal, sea recordado. Que sea recordado en presencia de Sin…».
De nuevo Calínico. Aquél era el hombre que había estado al frente del grupo de sabios que llevó la salvación a Constantinopla. ¿Era el mismo hombre del que hablaba aquella inscripción? ¿La «ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal», se referiría al reino ocupado por los cristianos del Preste Juan?
Descendí del montículo y caminé hasta la entrada de uno de los templos. El edificio era redondo y estaba construido sobre un alto estilóbato circular; sus muros exteriores eran una sucesión de medias columnas adosadas por pares, yendo las cúspides de cada par unidas entre sí por un pequeño arco. Esto sujetaba la cornisa sobre la que se asentaba una cúpula semiesférica. Parecía sólido y ligero a la vez. La cúpula estaba construida con ladrillos de adobe rectangulares, típicos de aquellas regiones sin canteras, protegidos de la intemperie por un duro caparazón de barro vitrificado de brillante color azul celeste. En los muros se había usado ladrillo en forma de planchas, incrustadas en el enlucido con cuñas de vitrificado de brillantes tonos anaranjados.
Me detuve frente al umbral que era oscuro como la entrada a una cueva, y decidí regresar al campamento en busca de alguna luz que me guiara en el interior del templo.
Allí me crucé con Sausi Crisanislao, y le pedí que me acompañara. De mi carro recogí una lámpara de aceite, y nos plantamos frente a la entrada del templo. Con aquel guerrero armado junto a mí, y con el candil brillando en mis manos, me sentía más capaz para enfrentarme a los misterios que encerraba aquel lugar.
– Tú estuviste aquí hace veinte años -le dije al búlgaro-. ¿Crees que notarás si este templo ha sido habitado desde entonces?
Él me respondió que habían dejado muchos cadáveres de monjes en su interior, y que si seguían allí, si nadie los había sepultado, significaría que, efectivamente nadie había regresado a este lugar.
Encontramos el primer cadáver apenas nos internamos unos pasos en el túnel abovedado que era la entrada. Casi tropecé con él; la luz de mi lámpara me mostró una momia horrible, envuelta aún con los restos de su túnica ceremonial.
– Recuerdo a éste -dijo Sausi, agitando su melena de león en la cambiante luz de mi linterna-; lo degollé yo mismo. Era un sacerdote; nos descubrió e iba a avisar a sus compañeros, pero no le di ocasión de hacerlo.
Reconocí en los restos de aquellas ropas una levita muy parecida a la que vestía la gigantesca estatua descabezada del exterior. Junto al cadáver había un extraño gorro o tocado de forma cónica. En ninguno de mis viajes había visto unas ropas parecidas.
Sorteamos el cadáver, y seguimos caminando por el túnel. Este desembocó en una amplia sala circular. La luz entraba por un orificio situado justo en el vértice de la cúpula por lo que ya no era necesaria la lámpara de aceite. En la gran bóveda estaban pintadas con exquisito cuidado las estrellas y constelaciones.
– Es igual a la del Palacio de Constantinopla -musité; y, ante la mirada de incomprensión del búlgaro, le expliqué que en los sótanos del Palacio del Emperador había una sala gemela a ésta. Por lo que ya no cabía duda alguna: el Calínico de Constantinopla era el mismo Calínico que visitó este lugar.
Pero la bóveda no era exactamente igual. También era una media esfera sobre la que se habían pintado los principales astros del cielo, pero ésta estaba atravesada por un eje polar, de bronce, que llegaba hasta el suelo, en el centro de la sala; éste quedaba sujeto a una armilla graduada, también de bronce, que debía de corresponder al meridiano de aquel lugar. Esta armilla, a su vez, se asentaba sobre un soporte horizontal cuya apertura circular superior representaba el horizonte. Era evidente que, en algún tiempo, la armilla pudo moverse por las guías situadas en el cimborrio de la cúpula, de tal forma que el polo podía formar con el horizonte ángulos iguales a cualquier latitud. Una segunda armilla, cuyo eje coincidía con los polos de la eclíptica, servía para determinar las coordenadas de longitud y latitud de cualquier estrella pintada en la esfera.
Todo más tosco, pero más comprensible para mí que los sofisticados artilugios que había visto en la Sala Armilar de Constantinopla, pues yo conocía instrumentos similares, aunque no de ese tamaño, de mis viajes por los reinos moros. Los infieles los denominaban alcoras y los usaban habitualmente para sus cálculos astrológicos.
La sala era una vasta pieza circular que mediría unas veinticinco varas de diámetro; poyos de adobe compactado se extendían pegados a la pared, e inmediatamente sobre éstos empezaban las pinturas y llegaban hasta el mismo cimborrio, situado a diez varas de altura.
Por el suelo estaban diseminados los restos de doce sacerdotes más. Me acerqué a uno de los muros; una enredadera trepaba por él, medio cubriendo unos maravillosos frescos, una composición con numerosos personajes que representaba un gran ejército que avanzaba hacia el sol.
Aquellos frescos habían sido realizados por un gran artista. Sorprendía su maestría e ingenio en el manejo de su técnica para representar los cabellos, las barbas, los vestidos y adornos personales con la máxima economía de trazos, mediante algunos rasgos atrevidos y, sin embargo, extraordinariamente expresivos. Las figuras destacaban en tonos naranja y dorado sobre un fondo azul cobalto. Eran hoplitas griegos, vistiendo armaduras de planchas y yelmos empenachados; y al frente de ellos, cabalgando un carro decorado con perlas y placas de oro, un joven general cubierto con una armadura dorada, armado con una espada y un puñal metidos en sus lujosas vainas. Su cabeza noble y hermosa estaba levemente inclinada sobre su hombro izquierdo; tal y como describió Plutarco. Yo había visto muchas representaciones de aquel hombre y de aquella armadura, por lo que no tuve ninguna dificultad en leer la inscripción bajo el carro. Decía simplemente: «Alejandro Magno». Junto a él, viajando en el mismo carro, un hombre anciano y barbudo, vestido con una toga y que llevaba un instrumento en sus manos. Era un astrolabio llano; una proyección estereográfica de la esfera celeste sobre el plano del Ecuador. Un instrumento muy popular en nuestros días para quienes solemos estudiar los cielos, pero que tiene su origen en la Antigua Grecia.
¿Quién era entonces aquel hombre que parecía guiar el camino del gran Alejandro?
Visitamos el resto de los templos; el de planta cuadrada rematado también en bóveda, decorada con estrellas y planetas, y pinturas en los muros. Así mismo, encontramos momias de sacerdotes acurrucados en el suelo como centinelas dormidos.
En esta ocasión la cúpula no tenía una abertura cenital, sino que le faltaba todo un segmento longitudinal, como el gajo de una naranja. La cúpula entera parecía haber sido montada sobre un artilugio mecánico, realizado en bronce o cobre, cuya función parecía ser la de posibilitarle girar horizontalmente. Pero estos engranajes estaban tan inutilizados por el orín y la arena acumulada durante siglos como los del primer templo.
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