Juan Aguilera - La locura de Dios

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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorquín Ramón Llull, acompaña a una partida de almogávares en una arriesgada expedición por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la mítica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino será la insólita ciudad de Aristarcópolis que, tal vez, encierra en su nombre la explicación del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursión por tierras de Asia narrada por el mismísimo Ramón Llull pocos años antes de su muerte. El viaje y la fabulación de esta amena novela son fruto de la imaginación, pero resultan compatibles con la verdad histórica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Aquellas tierras nos recordarían durante muchos años.

Mi carromato era similar a una galera valenciana; es decir, tenía cuatro grandes ruedas atrás y dos de menor tamaño delante, sujetas a un eje móvil del que surgían las limoneras y que podía ser dirigido con ayuda de un pesado timón. Al abrigo de su lona, impermeabilizada con brea, había establecido mi biblioteca ambulante y mi sala cartográfica. Pasaba los días en su interior, consultando los mapas y leyendo los libros; ajeno por completo al desolado paisaje que nos rodeaba, donde no se podía percibir más movimiento que el de las nubes y el paseo de sus sombras.

Apenas intercambié unas pocas palabras durante el viaje. Me deslizaba como un espectro entre aquellos rudos hombres, presenciaba sus juegos de dados, sus danzas y sus peleas, sin implicarme jamás en ninguna de estas actividades. Me sentía tan distanciado de los almogávares que su presencia me afectaba menos que viejas historias que hubiera leído hacía mucho tiempo.

Ricard, Fabra, Jaume, Pero, Ferrán, Guillem… eran nombres que, en aquellos momentos, nada significaban para mí; pero en un futuro cercano vería morir a muchos de aquellos almogávares, alguno incluso cambiaría su vida por la mía, y yo lamentaría no haber aprovechado aquellas jornadas tranquilas, las últimas que viviríamos en nuestro camino, para conocerlos mejor.

Pero de quien sí deseaba saber más era de su joven líder; Joanot de Curial, y en una ocasión le invité a mi carromato donde le mostré los mapas y las cartas que nos guiarían en nuestro viaje. Muchos de los libros que llevaba provenían de los estantes de la Sala Armilar. Entre los mapas que consultaba para establecer nuestra ruta estaban las Estaciones de Partia, opúsculo redactado por Isidoro de Cárax; el Itinerario Antonino, o la Peregrinación de Eteria; así como la antigua Geografía de Estrabón, o la famosa Guía geográfica de Tolomeo. Acompañado todo esto por cartas de rutas, muy útiles, desarrolladas en longitud sin preocuparse de la configuración de las tierras, de modo que formaban una banda plegable que podía ser guardada en el bolsillo o en un saco de viaje. Todo lo cual fue observado por Joanot con detenimiento, dando muestras de una gran curiosidad e inteligencia y formulando multitud de preguntas.

Yo también sentía curiosidad por conocer con detalle las circunstancias en las que Roger y él se habían conocido.

La familia de Joanot pertenecía a la pequeña nobleza valenciana, beneficiada con un señorío en la comarca de L'Horta, concedido por el propio Jaume I como pago de servicios de conquista. Joanot de Curial, nacido de la primera generación de valencianos auténticos tras el repoblament, se sentía como tal, y había ganado fama de caballero noble y valeroso en las cruzadas. Había participado en la desesperada defensa final de Acre, antes de que el beauseant [21]cayera en manos de los sarracenos. Como ya he dicho, fue allí donde Roger salvó su vida y se convirtió para siempre en su amigo.

Poco después fray sargento (Roger), caería en desgracia y fue el propio Gran Maestre del Temple, Monecho Gardini, quien lo denunció ante el papa Nicolás IV , que mandó prenderle para que bajo tortura revelara el paradero del tesoro de los templarios. Pero Joanot logró liberarle, y juntos huyeron de la fortaleza del Temple en Marsella, donde Roger había sido retenido por la guardia pontificia.

– Nuestra huida nos llevó hasta Génova -dijo Joanot-, donde ambos entramos al servicio de la familia Doria.

– ¿Qué hiciste para liberar a Roger de su prisión?

El valenciano sonrió maliciosamente, y dijo:

– El destino fue mi aliado.

Según Joanot me explicó, la inesperada muerte de Nicolás IV provocó un estado de confusión tal que él supo muy bien aprovechar; y se presentó en la fortaleza de Marsella con una falsa orden de libertad para el extemplario.

– Roger de Flor me fue entregado amablemente por sus propios guardias -dijo.

Yo me sentí bastante turbado por esta narración, que me llevó a meditar sobre lo complejo que es el destino de los hombres; porque estos hechos sucedieron en la primavera del año de Nuestro Señor de mil doscientos noventa y dos. Yo me había entrevistado entonces con el Santo Padre, a quien había logrado convencer de mi idea de recobrar Tierra Santa con la fuerza de la razón, y no por la razón de la fuerza. La reciente toma de Acre por los sarracenos señalaba el fin del último bastión cristiano en Tierra Santa y demostraba nuestra incapacidad para imponernos por las armas a los infieles. Mi propuesta de una nueva cruzada, armados únicamente con ideas y no con acero, recobró entonces nueva fuerza, y el Papa parecía dispuesto a apoyarla firmemente. Pero murió antes de que pudiera llevarse a cabo mi proyecto de creación de misiones en Tierra Santa. De modo que, lo que para mí supuso una terrible desgracia, la muerte del Pontífice, resultó ser la providencial salvación para Roger de Flor.

Nuestro viaje continuó sin incidentes, y tras cuatro semanas de marcha llegamos al lugar del que Sausi me había hablado; el templo de adoradores de demonios cercano a Sumatar, a sólo una jornada al cauro de la bíblica ciudad de Harrán.

Un grupo de siete edificios de piedra en ruinas parecían contemplarnos como centinelas petrificados. Un impresionante silencio había caído sobre las tropas catalanas ante la presencia de aquellas moles polvorientas, dispuestas en semicírculo a intervalos irregulares alrededor de un montículo central. Eran de varias formas: uno redondo; otro, cuadrado; un tercero, redondo sobre una base cuadrada. Al norte del montículo central, y a cierta distancia, se levantaba la gigantesca estatua de piedra sin cabeza de un hombre, vestido con una especie de toga que le llegaba a las rodillas. El viento, al levantar remolinos de polvo en torno a la estatua, pareció animar momentáneamente los pliegues pétreos de sus ropajes. Creo que todos nos estremecimos.

– ¿Es este lugar? -le susurré a Sausi Crisanislao, y él respondió afirmativamente.

Se escuchó entonces la poderosa voz de Joanot de Curial, imponiéndose al silencio; advirtiendo a los almogávares de que estábamos en territorio enemigo y ordenándoles disponer un campamento defensivo. Los guerreros disfrazados de comerciantes se pusieron inmediatamente al trabajo y la desolada llanura sobre la que se levantaban aquellos extraños edificios se llenó inmediatamente de los bulliciosos sonidos y el caos de los almogávares trabajando.

Después, Fabra celebró una torpe misa para alejar los malos espíritus del lugar.

Aquel almogávar, alto y grueso, de largas melenas grises, había nacido en la Cataluña del otro lado de los Pirineos, y afirmaba haber sido ordenado sacerdote y haber llevado una vida muy azarosa antes de entrar a formar parte de la almogavaría. Sobre esto último no me cabía duda alguna, pero cuando le preguntaba detalles sobre cómo y cuándo había sido ordenado, se volvía tremendamente impreciso. Al contrario que el resto de los almogávares, que tenían muy claro que iban a la guerra tan sólo por el botín y el beneficio que pudieran obtener de esto, Fabra afirmaba haber tenido una revelación divina en la que el Señor le habló, y le animó a acabar con la vida de cuantos infieles se pusieran en su camino.

Y este deseo lo formuló nuevamente en el transcurso de la misa.

Cansado de su ignorante letanía, me dirigí en solitario hacia las ruinas. Caminé lentamente hasta el montículo central y lo contemplé con un respetuoso silencio. Era evidente que se trataba de un lugar sagrado; pero, ¿de qué religión? En el flanco septentrional del montículo había un relieve que representaba otra figura humana ataviada con el mismo tipo de levita que la gran estatua descabezada. Junto a este relieve, otro representaba el busto de un personaje masculino que llevaba el pelo sujeto con cintas y tenía, a ambos lados de la cabeza, una estrella y una media luna.

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