Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Ambos niños dieron muestras muy pronto de gran capacidad y disposición para el manejo de las armas, lo que llenó de alegría al Margrave.

Allá abajo, en los huecos de las escaleras, se cobijaban a veces mendigos, gentes de camino o maleantes a sueldo de Sikrosio, lo que en ocasiones dio oportunidad a que se sucedieran lances desagradables. Todos contribuían a la algarabía y el hedor general, mientras la vida de Sikrosio continuaba en el absoluto menosprecio de las de los demás, lo cual no evitaba -sino al contrario que el descontento creciese. Especialmente por parte de algunos barones de más sobrias y honradas costumbres, y muy en particular del Abad de los Abundios, cuyo Monasterio se alzaba cerca del Castillo de Sikrosio. Por supuesto que los más desesperados eran los pobres campesinos, los villanos y siervos: pero la opinión de éstos no contaba -ni contó nunca.

Cierto día, hallándose encinta la Margravina del tercero de sus hijos, y muy próxima a dar a luz, oyó gran revuelo en el patio. Entre los ladridos de la jauría y gran vocerío de gentes, entraron a Sikrosio en el Castillo, en parihuelas y con una pierna rota. Se había caído del caballo. La Margravina contempló en silencio cómo le acomodaban, con grandes alharacas, junto a la chimenea, donde ardía un enorme leño. Tal vez, harta de vivir de aquel modo, Volinka sabía lo que hacía…; tal vez creyó que por hallarse su esposo en tal estado… -hay que añadir que la caída no fue sólo debida a la torpeza del jinete, sino a la mucha cerveza que espesaba su cerebro-; tal vez porque hay momentos en la vida que parecen una llamada, o un aviso, o un signo, el caso es que, encarándose a él, dijo clara y fríamente:

– Todo esto te ha sucedido por ser tan mal jinete como mal hombre. No debías empeñarte en cabalgar, cuando tienes semejantes patas, cortas y peludas como las de una alimaña, y lo haces con la misma gracia que un sapo a horcajadas de un cerdo.

En el aterrador estupor que siguió a estas palabras, Sikrosio guardó un breve silencio. Levantó lentamente sus párpados enrojecidos y clavó una singular mirada en la Margravina. Ésta manteníase erguida, pese a su hinchado vientre, sobre los dos escalones que daban entrada a la estancia. Súbitamente, y sin mediar palabra, Sikrosio tomó el gran atizador de hierro que reposaba junto al fuego y, lanzándolo con su descomunal fuerza sobre la Margravina, la derribó, con la cabeza destrozada.

Horas más tarde la mujer murió. Pero antes dio a luz a un niño de cabeza estrecha y larga que, pese a los cuidados recibidos -o quizá por ello mismo-, vivió. Para colmo de desventuras, se llamó Roedisio.

Aquella escena no despertó demasiada indignación entre las duras gentes que la presenciaron. Solamente un niño de grandes ojos grises -el segundón, en quien nadie reparaba- contempló desde su rincón, atónito, cuanto sucedía. Amaba a su madre más que a otra cosa en el mundo -en verdad no amaba nada más-, y al presenciar el suceso, pese al vigor de sus gruesas piernas, sintió como si el suelo cediera bajo sus pies. Se deslizó hasta el suelo lentamente, con la espalda pegada a lo largo del muro. Sus ojos se clavaron en Sikrosio con odio tan profundo, que, aunque nadie podía suponerlo, en aquel instante nació la mala estrella del Margrave.

Volodioso no olvidó jamás ese día. juró vengarse de su padre y bien cierto es que lo cumplió.

2

Vivía en el Castillo otro hijo de Sikrosio, bastardo, nacido en tristes circunstancias.

La persona que más apreciaba Sikrosio en el Castillo era su Herrero-Armero. Para él tenía consideraciones que a otro de más noble cuna no dispensaba. Así, cierto día en que bajo su mirada vigilante nacía una espada de filo muy cuidado, tuvo ocasión de contemplar algo que hasta aquel momento -no sin razón- el precavido Herrero había hurtado a sus ojos: su joven esposa. Era una mujer tan joven y de belleza tan extraordinaria, que Sikrosio quedó mudo al contemplarla.

Pese al ascendiente y consideración de que gozaba el Herrero, esto no fue obstáculo que detuviera el violento deseo del Margrave, y al fin, aunque muy por la fuerza, la tomó como concubina.

El Herrero huyó desesperado, pero los hombres de Sikrosio le dieron caza, y cuando mucho tiempo después le trajeron, encadenado y famélico, su esposa ya estaba encinta del Margrave. Aun así, apenas nació el niño, los esposos huyeron y abandonaron a la criatura, que odiaban.

Esta vez los hombres de Sikrosio no les alcanzaron: sus cadáveres, según se murmuraba -aunque en verdad no hubo constancia de estos hechos-, aparecieron flotando en el Lago de las Desapariciones, que, desde aquel día, acrecentó aún más su maléfica leyenda.

Y como nadie tenía interés por el niño abandonado, la Margravina -que entonces aún vivía- lo tomó a su cuidado. Volinka era mujer raramente humanitaria y piadosa, sobre todo si se considera el nido de alimañas en que vivía, pero la desdichada herrera le había inspirado más lástima que despecho: bien había constatado cuán en contra de su voluntad se prestó la infeliz a las exigencias del animal de su marido.

Al morir Volinka, el pequeño bastardo quedó sin amparo, pero era una criatura de tan singular belleza y encanto -se parecía a su madre-, que el propio Sikrosio, aun dedicándole a los más bajos servicios, lo conservó en el Castillo.

Con el tiempo, todos notaron la rara intuición que el niño tenía para olfatear hechos y criaturas en el aire. Distinguía los menores movimientos de la arboleda en la más vasta lejanía, y resultaba evidente su aguda y misteriosa capacidad para descifrar la guarida de los vientos, la nieve, las heladas y el granizo. Así que Sikrosio decidió reservarlo como Vigía. Como su edad era aún muy tierna para este menester -ni aun de puntillas alcanzaba las almenas de la torre-, Sikrosio le entregó al viejo Vigía, con la recomendación de que le instruyera en aquel oficio.

Los campesinos aseguraban que estas dotes le venían al niño de su madre, pues, según las habladurías, aquella criatura de arrolladora belleza fue en verdad un hada que, prendada del Herrero, renunció a su condición para casarse con él. Esto extrañaba a muchos, porque el desdichado Herrero era horroroso. Pero los que se extrañaban de aquel amor ignoraban cuán distintos son los conceptos que tienen esas criaturas de la humana belleza.

Naturalmente, estas cosas eran sólo cuentos de viejas, de leñadores, de campesinos, de pastores y carboneros: no podía asegurarse nada con certeza. Pero lo cierto es que el hijito de aquella encantadora criatura y del bestial Sikrosio creció, a partes iguales, fuerte como su padre y delicado como su madre. Mostró gran aptitud para toda clase de trabajos y era tan dulce y simple que, no habiéndole bautizado sus padres, todos empezaron a llamarle Almíbar, y con ese nombre vivió y murió.

En general, Almíbar era despreciado por los caballeros, y especialmente por sus hermanos Sirko y Roedisio. Pero no por Volodioso. Este curioso segundón, si bien no sentía afecto por el pequeño bastardo, experimentaba una gran curiosidad hacia él: a lo largo de su vida -y, en suma, de esta historia-, la curiosidad de Volodioso fue una de sus más fructíferas cualidades. Junto a la fortaleza física y pericia en el arte de las armas, que le igualaban a sus hermanos, el segundón poseía cualidades que le distinguían de ellos: además de ser excelente jinete -era el único hijo de Sikrosio que, exceptuando a Almíbar, no nació paticorto-, alentaba en su persona una inteligencia que, si bien tosca y sin cultivo, adivinábase despierta y vivaz. A los doce años, era el más arriesgado y audaz galopador de las colinas y, a menudo, atraído por un oscuro impulso, llegó a adentrarse en las praderas. Allí, en los claros días de verano, atisbaba la lejanía, hacia las estepas. En esos momentos, sentía una rara angustia, amarga y dulce a un tiempo: una atracción y un escalofrío que le dejaban, por muchos días, turbado y pensativo.

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