Tuso -entonces Consejero del infeliz y confiado Wersko- se apercibió en seguida de la impresión que la joven causaba en Volodioso. No tardó en favorecer aquellas inclinaciones, y se dedicó de lleno a hilar la sutil madeja de cuyo cabo se devanó más tarde la maraña de las traiciones y calumnias que hundieron para siempre al Rey Wersko. Malas lenguas aseguraron -aunque sólo tenían el valor de chismes susurrados por damas ociosas- que cuando Volodioso preguntó el nombre de la tierna y sugerente condesita, Tuso se apresuró a informarle que era la viuda de un tal Conde Soez, barón de grandes virtudes, pero que tuvo la mala ocurrencia de desposarse con tan apetitosa criatura estando ya, como vulgarmente se dice, con un pie en la sepultura. Sea por la emoción de semejante boda, sea porque ella misma diole el último empujoncito, al día siguiente a sus esponsales, el viejo Soez murió. Al oír estas cosas, Volodioso explayó sus sentimientos -nunca fue un hombre refinado- en grandes carcajadas.
– ¿Soez? -gritaba, alborozado-. ¿Cómo es posible que alguien se llame así?
El Conde Tuso respondió con gravedad:
– Ciertamente, Majestad: del noble tronco Soez, de la muy antigua rama de los Soeces.
– Ah… -dijo Volodioso, un tanto arrepentido de su ignorante explosión. Y no volvió a mofarse de aquel nombre.
Por su parte, ella le dio seis hijos, de los que vivían cuatro. Se había convertido en mujer muy gorda, dedicada a comer en abundancia, dado que la gracilidad de su talle ya no debía seducir a nadie. Vivía en el Sur, en un pequeño castillo donado por el Rey. Sus hijos permanecieron con ella mientras fueron muy niños, pero a partir de cierto incidente, en la actualidad habitaban en la Torre Sur del Castillo de Olar.
Los muchachos eran sucios y groseros. Vivían hacinados junto a sus perros y criados, y jamás se quitaban -ni para dormir ni en el cambio de las estaciones- sus jubones de cuero mugriento, dentro de los cuales tiritaban en invierno y cocíanse en sus propios jugos en verano. Tan estúpidos y brutales se mostraban en todo instante, y sus risas -absolutamente desprovistas de matiz humano- resonaban hasta tan altas horas de la madrugada, que viéndoles y oyéndoles su padre no podía evitar el revivir, en ellos, la aborrecida imagen del Margrave Sikrosio. Rodeados de sus lebreles y halcones, de sus sirvientes -tan groseros y sucios como ellos, y por añadidura ladrones-, eran aborrecidos por todo el mundo.
Una puerta medio oculta de su torre llevaba, a través de la muralla, al Pasadizo de las Liviandades. Por él traían a su guarida, cuando tal les apetecía, algunas mujeres -generalmente a la fuerza, ya que eran comúnmente robadas por sus criados en las alquerías y burgos vecinales-. Como su abuelo, se dedicaban al bandidaje y a cometer toda clase de abusos y tropelías. Pasaban el tiempo en estas cosas y jugando a los dados con los soldados, o ejercitándose en las armas. Sólo el menor de ellos, que era aún muy niño, aunque tan ruin y brutal como sus hermanos, había heredado, en cambio, la gran belleza de su madre y una grande y solapada picardía.
En pago a sus buenos rendimientos, Volodioso casó a la Condesa Soez con un antiguo y pobre vasallo que había ascendido en la Corte gracias a sus notables conocimientos en música y poesía. En la rudeza de aquel ambiente, sus buenos modales y su encanto natural le hicieron casi imprescindible en cualquier reunión donde hubiese damas. En ocasiones, él había amenizado los festines con la cítara y el laúd. Incluso había compuesto alguna cancioncilla, y el Rey, que secretamente admiraba estos dones, fue generoso con él. Todos le llamaban Caralinda, pues tenía, ciertamente, una linda carita de niña. Pero era desmedrado y, a pesar de que intentaba disimular la imperfección de su cuerpo rellenando sus trajes de crin y lana en bruto, no lo conseguía. Con los años, y dada su afición a comer -pasó hambre en la infancia-, se volvió tan mofletudo, que apenas se veían bellos sus ojos bordeados de largas pestañas.
Pero como la Condesa Soez era, en honor a la verdad, estúpida y holgazana al máximo, y se aburría en sus solitarias tierras dedicada a la gula y la pereza, había abrumado con mensajes y súplicas al Rey hasta que consiguió que la casara con Caralinda. Tras la ceremonia en Olar, la Soez regresó al Sur con su marido, algunos regalillos y un fraile para la capilla. También les adjudicó una pequeña propiedad, y procuró olvidarles.
Pero no había transcurrido mucho tiempo, cuando Volodioso recibió otro mensaje de la Condesa: ésta le comunicaba que, aunque había resuelto que a Caralinda no le placían en absoluto las mujeres sino lo contrario, el hecho no revestía gravedad para ella: sus propios apetitos carnales, decía la carta, hallábanse a la sazón muy amortiguados. Por contra, mucho se reía y divertía con las ocurrencias y amoríos del pobre Caralinda, viéndole correr tras villanos y pajes, y alguna que otra vez le conmovió con sus desgarradoras baladas de amor imposible. En lo tocante a sus hijos -y éste era el verdadero motivo de su carta-, estaba, como vulgarmente se dice, harta de ellos. Cierto día, sin ir más lejos, habían colgado a Caralinda por los pies de una higuera, y si no fuera porque tuvo a tiempo noticia de ello, hubieran acabado con la vida del infeliz. De modo que, junto al mensaje, la Condesa devolvía al Rey a los muchachos, «por si -la carta estaba redactada en muy buenos términos por el fraile- el Rey veía alguna cosa buena en que ocuparles tal como el oficio de las armas. O si, por contra, tenía a bien desterrarles o deshacerse de ellos, puesto que sus hijos eran».
El Rey no se sintió en absoluto complacido con aquel envío. Desde un principio experimentó una irreprimible repugnancia por tan sucios y obtusos vástagos. Pero apenas comprobó que eran fuertes y muy bien dispuestos para el manejo de las armas, los entregó a su Maestro en tal menester. Pronto se confirmó que aprendían bien y rápido, y que el mayor daba incluso pruebas, si no de verdadera inteligencia, sí de una taimería pérfida y poco común que le valió el sobrenombre de El Zorro. Entonces los admitió y reconoció como sus hijos y, aunque en espera de alguna decisión más categórica sobre su futuro, los alojó en la herrumbrosa y húmeda Torre del Sur.
Llamábase el mayor Ancio. Le habían seguido Bancio y Cancio, que eran gemelos, y Dancio y Encio, pero éstos habían muerto. El menor era un niño monstruoso que se llamaba Furcio y, en realidad, era el peor de los cuatro. Único heredero de la auténtica y asombrosa belleza materna, le gustaba tanto como a sus hermanos robar, matar, atropellar y jugar a los dados, pero todo parecía hacerlo con sibilino candor y dulce sonrisa.
Ancio el Zorro fue pronto asiduo acompañante del Conde Tuso, so pretexto de aprender a leer y escribir, cosa que en modo alguno consiguió. Aunque nadie juzgaba esto necesario en un noble, Volodioso respetaba y lamentaba no haber tenido tiempo de instruirse, aunque fuera someramente. Pero la verdad es que Tuso interesábase mucho más por la naturaleza maligna y artera de Ancio que por sus progresos en las letras, y pudo cerciorarse de que el muchacho, pese a su astucia, poseía menos inteligencia que una rata, aunque se mostraba tan ladino y escurridizo como ellas. El Conde Tuso se convenció de que el joven Príncipe era bastante susceptible de ser manejado a su antojo y, por esa razón -entre otras-, decidió para su capote que Ancio, y no otro, sería el futuro Rey de Olar.
La amenaza de tal perspectiva llenaba de pánico a cuantos correteaban por Palacio, y aun llegaba a los castillos de la pequeña nobleza, que se alzaban esparcidos por los campos. Mas, aunque temían tales desdichas, nada se les ocurría para oponerse a ellas. Nunca fueron un pueblo arrojado ni heroico, y la férrea mano de Volodioso habíales amansado de tal modo, que sólo eran, a la hora del relevo de su Rey, un rebaño de asustadas ovejas. Deseaban que la Corona de Olar la ciñera en su día la testa del otro hijo del Rey -a la sazón un muchacho de doce años, llamado Predilecto-, pero nada hacían para llevar este secreto deseo a la práctica. Y si se les hubiera ocurrido hacerlo, tal era el miedo que tanto Volodioso como Tuso -y el mismo Ancio- les inspiraban, que temblaban ante la simple posibilidad de traslucir su insinuación, que les delatara como partidarios de Predilecto o revelara su deseo de arrebatar la corona de aquel descarado, sucio y sinuoso Ancio el Zorro.
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