Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Bajo su mando nacieron ciudades, pueblos, villas, monasterios, abadías e iglesias. Roturó parte de los bosques y la selva, y ensanchó la zona Norte con tierras de cultivo. Permitió y protegió caravanas de mercaderes hacia el Sur, que importaron tejidos y especies, y trajeron el papel a Olar. En las calles de las ciudades y villas abriéronse por primera vez talleres artesanos y, aunque tímidamente, comenzaron a florecer pequeñas industrias: tintoreros, alfareros, tejedores y artesanos de varios tipos llegaron de otras tierras y se instalaron allí donde, poco antes, tan sólo circulaban carretas, campesinos, leñadores, gallinas y perros famélicos. Amuralló las ciudades y villas y, aunque redujo al mínimo el poder y privilegio de los Abundios, enriqueció sus monasterios con sabias y oportunas donaciones.

Hasta el final de sus días fue rudo, ignorante, valiente, astuto y desconfiado. Implacable con quien lo creyó oportuno y magnánimo con quien le convino. Pero fue un gran Rey y, sin él, Olar jamás hubiera soñado con llegar adonde llegó.

Hasta que, una mañana de otoño, arribó para Volodioso, como para otro cualquiera, la oscura nave que remolca el último día de la vida.

III. LOS BASTARDOS

El Conde Tuso era un hombre alto y enjuto, de rostro muy pálido. Usaba largas ropas negras y un gorro de fieltro, también negro, rodeado de pieles de castor. En Olar nadie osaba oponérsele, pues de su afilada lengua y retorcida astucia provenían muchas muertes y calamidades, tanto a nobles como a villanos. Su ambición era desmedida, y como, a partir de los últimos años en que Volodioso se tornó más lento y pesado, él era en quien descansaba y de él dependía la suerte de cuantos componían aquella Corte, y aun el país, no podría extrañar a nadie que Tuso fuera a partes iguales adulado y aborrecido. Pero no sólo era su siniestro prestigio lo que influía en el temor que inspiraba, sino también -y era famosa la tendencia visionaria y supersticiosa de los olarenses- su vidrioso origen.

Hacía ya de esto muchos años, cuando la gloriosa -aunque no muy honesta- anexión del País de los Weringios; el Rey, entonces, lo trajo consigo a Olar. Lo presentó como hombre sabio y prudente en extremo, cosa que era cierta, aunque no pudo alabar jamás su lealtad sin despertar sospechas, ya que hasta aquel momento el Conde Tuso había desempeñado el cargo de Consejero en la Corte de Wersko, lo que no impidió que conspirara contra su Rey en favor del más fuerte. Además de saber leer y escribir a la perfección, era muy entendido en matemáticas y alguna ciencia más, no confesada, pues Volodioso -que no desmentía así su origen olarense-, no vacilaba en enviar a la hoguera a quien en tales cosas se propasaba. Su gran eficacia como administrador y su gran astucia le elevaron, en la poderosa pero ignorante y confusa Corte de Volodioso, al codiciado puesto de Consejero. Envidiado y execrado a partes iguales por cuantos componían aquella Corte y sus variados escalones, últimamente este hombre era quien manejaba el país, pues sólo Volodioso no sabía que se estaba haciendo viejo.

Aunque le sobraban artes y poder de manipulación para ello, el Conde Tuso no deseaba en modo alguno alcanzar una corona. En repetidas ocasiones lo demostró. El oficio de Rey no le agradaba en absoluto, antes bien, lo consideraba molesto. Una corona era excesivamente pesada para ser portada, según sus propias palabras, «por hombres de cuerpo débil y mente poderosa». Prefería, según se deducía, gobernar agazapado tras un trono, no encaramado a él. Más fácil resultaba así zafarse de los errores y aprovecharse de los aciertos, cosa en la que demostraba la máxima habilidad. Su lengua y argumentaciones eran tan afiladas como sagaces: bastaba recordar cómo, gracias a la acertada manera de utilizarla, supo librarse no sólo de la horca o el descuartizamiento -fin al que estaban destinados la mayoría de los weringios, tanto si apoyaron a Volodioso como si se le opusieron-, sino que además había hecho muy buena fortuna junto al que exterminó a sus hermanos de raza y a su propio Rey, a quien hasta entonces sirvió como ahora a Volodioso.

Tenía un ojo azul y otro amarillo. Estos ojos, dotados de un enorme poder de sugestión, le habían servido para evadirse de no pocas acechanzas y peligros. Cada vez que algún ingenuo osó acusarle de deshonestidades, malversaciones, usura, brujería o pactos con el Maligno, le bastaba mirar fijamente a su acusador, y en un breve pero sustancioso discurso, salían de sus labios tantos y tan sutiles argumentos de autodefensa como rayos de sus ojos. Hasta el punto de que, el acusador, se convertía lentamente en tembloroso acusado y, al fin, temblando como una hoja, o más mudo que un pedrusco, daba con sus huesos en la prisión o en la hoguera.

Estas particularidades habían conseguido hacer del Conde Tuso una figura muy poderosa. Y aunque muchos guardaban alguna ofensa o desdicha proveniente de su persona, y aun sintiendo repulsión por su figura, sus negros vestidos cubiertos de caspa, y el sudor que mantenía húmedas sus manos de uñas amarillas, no dejaban de sonreírle, adularle y colmarle de regalos, sabedores de que caer en su desgracia era caer en la desgracia total.

Durante los últimos años del reinado de Volodioso, el país pareció inmerso en una calma densa e insólita, apenas turbada por las rencillas suscitadas entre los propios nobles que, aburridos, se dedicaban de cuando en cuando a atacarse entre sí. «En verdad -se decían-, el Rey ha envejecido.» Por contra, Tuso había adquirido un poder casi absoluto y una gran seguridad en sí mismo. Vivía en el propio Castillo de Olar, donde se había instalado definitivamente la ruda y tosca Corte de Volodioso. Tuso no tenía mujer ni hijos, no se le conocía otra pasión que el poder, el oro y, de tarde en tarde, el viejo buen mosto del Sur, tan apreciado también por el Rey y todos los habitantes de Olar.

Entre los largos y helados pasillos del Castillo, donde en invierno resbalaba la humedad a lo largo de sus muros, en las estancias donde gruesos tapices y pieles intentaban abrigarles de las inclemencias de su región, comenzaron a circular rumores: decíase que el verdadero ascendiente de Tuso sobre el monarca no residía en su astucia y tino administrativo -cosas innegables-, ni en magia ni maleficio alguno, sino acaso en una verdad muy simple: debido a la particularidad de aquellos ojos suyos, cada vez que Tuso exponía ante el Rey alguna acusación, consejo o simple sugerencia, miraba al monarca de frente, y éste, indeciso ante el ojo amarillo y el ojo azul, intrigado por saber con cuál de ellos le miraba y, a su vez, a cuál de ellos dirigir la propia mirada, pasaba el tiempo en este dilema, desentendiéndose de todo lo demás. De este modo, sellaba y asentía a todo cuanto Tuso fingía consultarle, cuando, en verdad, sólo ordenaba a su propio Rey. Así las cosas, y ante la decadencia cada día más ostensible del monarca -pero de cuya apreciación guardábanse todos de manifestarse enterados-, los cortesanos se preguntaban, inquietos, quién sería, por fin, designado como sucesor del Gran Volodioso.

Empezó a correr el rumor, y al fin se comprobó, de que el Conde Tuso había elegido ya entre los hijos del Rey aquel que debería ser el heredero de la Corona. Todas las apariencias indicaban que su dedo largo y huesudo había señalado -aunque sin manifestarlo jamás con palabras- al primogénito del Rey, el mayor de los hermanos Soeces.

Estos hermanos, pelirrojos y de grandes dientes -aun con la boca cerrada sobresalían de sus labios-, eran fruto de los amores de Volodioso y una tal Condesa Soez, vieja amante del monarca. Se contaba que esta Condesa fue, en su momento, la tierna y dulce amante de Wersko y, según se rumoreaba, el motivo que unió, en aquellos días de traición y maquinaciones, los destinos de Tuso y el Rey de Olar. Cuando éste la conoció, la Condesa no rebasaba los trece años, pero tan bien desarrollada y hermosa aparecía, y tan resplandecientes eran sus rojos cabellos, que Volodioso al verla quedó mudo de admiración.

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